La danza del Mediterráneo
Decía el maestro de baile de la Corte de Versalles en los tiempos del Rey Sol que no se sabía bien toda la filosofía que encerraba un minué. La danza tiene algo de teorema expositivo, que añade a su valor estético un mensaje a la vez esotérico e intuitivo. Mientras la política exterior francesa pugna por afirmar nuevas formulaciones en muchas vertientes, asistí en París al espectáculo de Maurice Bejart, que, una vez más, rebosa luminosa creatividad.El maestro Bejart, marsellés de origen, ha explicado las razones que fundamentan su actual exhibición artística del Ballet del siglo XX titulada Thalassa-Mare Nostrum. "Somos hijos", escribe, "del Mediterráneo. Somos todos unos. Procedemos de un lento mestizaje de pueblos, de culturas y de religiones. Cuando viajar por tierra era una difícil proeza, ya la mar vinculaba los tres continentes y hacía posible las invasiones y el comercio. ¿Quién soy yo? Me siento a la vez griego, africano, sirio y veneciano. He nacido en Marsella, he crecido en España; estudié en Túnez; he bailado en Cerdeña y he cantado en Córcega. He amado en Smirna y he llorado en Cassis. Me gustaría morir sobre una peña en la costa de Libia, entre la mar y el desierto. La mar que hoy evocamos es Thalassa; es decir, nuestro mar. El mar Mediterráneo".
El presidente Mitterrand anunciaba esos mismos días la convocatoria -en París- de una conferencia de países mediterráneos para examinar sus problemas comunes y trazar la posibilidad de unas líneas de actuación colectiva. ¿Existe realmente el sustrato de identidad necesaria para una reunión de esa naturaleza? El mar de la civilización antigua por el que vino al soplo de las velas, entre otras cosas, la fe cristiana a nuestra Península, ¿tiene hoy día coherencia suficiente para servir de lazo unitivo a los países de Europa, de Asia y de Africa que se asoman a sus polucionadas orillas? ¿No es en los actuales tiempos el Mediterráneo un tenso espacio de flotas y despliegues navales de las superpotencias nucleares ajenas a él? ¿No están los demás países asomados a sus riberas sometidos a la presión geopolítica de esa confrontación estratégica?
¿Puede hablarse de una cultura mediterránea específica, capaz de fundir en un solo crisol las variadas aportaciones que en tres milenios se produjeron en ese cerrado ámbito? Ortega definió en cierta ocasión la cultura, en su más alto y ejemplar sentido, como "el arte de pulimentar todo lo posible el irremediable prejuicio que somos". Porque el hombre, afirmaba, es esencialmente un ser prejuzgador; un prejuicio. Un prejuicio frente a los demás.
Burke en Inglaterra y algunos nacionalistas del romanticismo germano fueron quienes exaltaron esa acentuada idiosincrasia diferenciadora, aceptando con entusiasmo los prejuicios nacionales, precisamente por ser los propios.
En los foros culturales estallan, de tiempo en tiempo, esas contenidas rivalidades y discrepancias. A propósito del maratón intelectual que, convocado por la presidencia de la República Francesa, reunió en la Sorbona hace dos semanas a cuatrocientos hombres y mujeres, intelectuales y artistas, con el propósito de buscar proyectos e iniciativas que en el terreno de la creatividad supusieran un factor positivo en los duros momentos de la crisis económica, se han producido en la Prensa norteamericana ataques de burda ironía en las páginas del Wall Street Journal y del Washington Post. Los columnistas americanos se levantaron airados contra el francocentrismo cultural, capitalizado en París. "Se trata", escribió uno de ellos, "de una diversión estratégica para hacer olvidar los errores de la política económica gubernamental francesa". Sokolov, el columnista del Wall Street Journal, se irritó por el ataque realizado durante la multitudinaria reunión de la Sorbona contra la serie televisiva Dallas, a la que se calificó de típico y chabacano producto de la masificación cultural americana, que trata de colonizar las pantallas de Europa. "En vez de preocuparse de la serie Dallas", escribió Sokolov, "haría bien el ministro francés de Cultura en preocuparse por qué Francia es una nulidad en el campo de la actividad cultural presente. En los últimos veinte años no ha surgido en ella sino un solo novelista de importancia: Michel Tournier".
La réplica francesa fue contundente. Cinco páginas dedicó Le Matin a rebatir los disparos norteamericanos con artillería gruesa. "Tanta estupidez y malicia, puerilmente redactada en el periódico de los banqueros de Nueva York, nos deja atónitos". La dúplica americana fue más a fondo aún y puso en el banquillo a la intelectualidad francesa de izquierda y al proyecto cultural del socialismo bajo el título picante: The French Connection.
La música y la danza son elementos fundentes y catalizadores entre los ritmos diversos y aparentemente discordes del viejo mar nuestro. El mestizaje cultural, en ese caso, surge de los eslabones de una cadena humana trenzada de armonías y de cadencias. Perómucho más allá no se puede ir, sin riesgo de encontrar el freno de los prejuicios. Las tendencias culturales de la Europa actual pueden y deben coincidir en un proyecto que se afirme por su coherencia en el terreno de los usos sociales y de los hábitos de la sociedad europea de la que aquéllas proceden. Lo europeo ha sido siempre, desde la descomposición del imperio romano, y dentro de su espacio territorial histórico, una realidad latente que presionaba con su vigencia en la conducta de los gobernantes del continente. Las diversas culturas nacionales, impregnadas en la lengua propia, deben, sin embargo, manifestarse con plenitud. La lengua, repetía Ortega, "son los usos verbales de una sociedad". A esa concepción realista corresponde la autonomía de las respectivas lenguas para expansionarse en libertad y buscar el límite de lo increado.
La coreografía tiene mayor alcance de universalidad que la letra escrita, porque no es inenester traducir su lenguaje expresivo de gestos y signos. Ningún políglota deja de percibir, por ejemplo, la radical intimidad del lenguaje ajeno, a pesar de la perfección de su bilingüismo. El fresco coreográfico moderno es, en cambio, una liturgia que asume la participación auditiva y silenciosa del espectador por encima de las semíologías vernáculas. Es una multinacional de la sensibilidad, cuyos royalties proceden del fondo popular de cada una de las culturas nacionales que la integran.
El Mare nostrum de la antigüedad ¿puede resucitarse en torno a una mesa discutidora para tratar problemas comerciales y tarifarios con razonables perspectivas de acuerdo y entendimiento? Es deseable que se intente, pero dudoso que se consiga, debido a la alta temperatura reinante y a las hogueras irresueltas que aún siguen crepitando en sus orillas. La política tiene obstáculos que el arte no conoce. Talleyrand decía que los únicos acuerdos estables serían aquellos que se negociaran entre las segundas intenciones de los interlocutores. En el ballet al que asistí no había segundos propósitos. Quizá fuera ahora oportuno cotejar el dicho de Voltaire cuando calificó a los vascos como "un pueblo que baila sobre las cimas del Pirineo". ¿Por qué no pensar que en el plano estético los países del Mediterráneo saben también danzar en ritmos de similar compás a orillas del mar de Ulises que les vio nacer? Esa es quizá la más viable de las políticas posibles en los momentos actuales. Me impresionó durante el espectáculo el apasionado silencio de un público de miles de gentes enajenados en la contemplación del ballet mediterráneo.
Paul Valery, en su memorable comentario sobre la danza que le sugirió ver bailar a la Argentina, dice que la danza "es una forma especial del tiempo; un tiempo creado que se engendra a sí mismo; el artista se olvida del entorno y se encierra en un mundo propio como en un sonambulismo artificial. Nada hace pensar que tenga la danza un límite. Por eso acaba como los sueños: de golpe".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.