Las casullas del cardenal Cisneros, el secreto mejor guardado de Santorcaz
Sólo el cura y la familia que las oculta celosamente en su casa conocen el paradero de las casullas que el cardenal Cisneros, según reza la tradición, regaló al pueblo de Santorcaz cuando se encontraba preso en sus mazmorras.
Otro de los orgullos de los vecinos es la consideración que tiene el pueblo, junto con Torrelaguna, precisamente la cuna de Cisneros, como uno de los más antiguos de Madrid. No hay acuerdo sobre el origen de su actual denominación, aunque todos coinciden en que debe derivar de horca; tal vez de santa horca, porque en un cerrillo situado a escasa distancia del núcleo urbano estaba instalado el patíbulo para los condenados de la plebe. También la más antigua de las ermitas del pueblo, y la más ruinosa, está dedicada a la Virgen de Horcalez.El tesoro de Santorcaz lo forman el temo y la capa pluvial, conocidas popularmente como las casullas del cardenal Cisneros, ricamente adornadas con rerpresentaciones de santos e imágenes religiosas bordados en hilo de oro; una custodia, también en parte de oro; varios candelabros de plata, una reliquia de San Tortuato, patrón del pueblo, y un cuadro del pintor Juan de Arellano, nacido en la localidad. El tiempo y el deseo inconsciente de embellecimiento han enriquecido la prosaica realidad hasta convertirla en lo que hoy es.
Francisco Martín, cura párroco de Santorcaz desde hace cuatro años, estudioso de su historia a través de los múltiples legajos guardados en el archivo parroquial, sabe que Cisneros estuvo, efectivamente, preso en aquella localidad pero mucho antes de alcanzar la púrpura, cuando era un simple sacerdote. Las casullas fueron, realmente, encargadas y pagadas por el pueblo a un convento de monjas que se dedicaban a estos menesteres, hace ahora aproximadamente unos quinientos años, y el oro de la custodia se reduce a una delgada pátina que recubre su núcleo de plata. Obviamente, es tos pequeños detalles no preocupan y son olímpicamente ignorados por los habitantes. Están orgullosos de los avatares de su historia local, reforzada por el hecho de que el castillo fue durante mucho tiempo residencia veraniega cardenalicia.
Dieciocho años atrás, un suceso vino a conmover la vida local. El cura que estaba al frente de la iglesia por aquél entonces vendió las casullas, parece ser que a un gitano. A medida que se acercaba la fiesta del 15 de mayo, día de San Torcuato, la gente comenzó a sospechar. El escándalo estalló por fin y el irresponsable sacerdote tuvo que abandonar el pueblo escoltado por la Guardia Civil. La policía localizó las casullas en Bélgica y consiguió su repatriación, cuatro meses después del hurto.
No pueden hacerse fotos
Desde entonces, sólo el titular de la iglesia y una familia conocen el lugar exacto donde se guardan. Para evitar repeticiones de lo ocurrido, el cura, desde hace cuatro años Francisco Marín, entrega en el mayor sigilo las casullas y el resto del tesoro a una familia, con desconocimiento de todas las demás. Ni siquiera el alcalde y los concejales saben cuál es la agraciada. Cuando las personas encargadas de su custodia deciden descargarse de tal responsabilidad, por el motivo que sea, se las devuelven al cura, quien entabla nuevas conversaciones con algun otro feligrés o feligresa de confianza que se comprometerá a conservarlas en perfecto estado durante un tiempo más, y lo cumplirá.El celo desplegado por los guardianes se ha mantenido intacto hasta ahora. Francisco Marín se negó en redondo, el pasado sábado, a permitir que un fotógrafo de este periódico sacara fotos de las casullas, no sólo por no contar con la autorización de sus superiores, sino porque era muy posible, según sus propias palabras, que la familia que las tiene ahora se violentara mucho ante tal petición.
Sólo el 14 de septiembre, fiesta de¡ Cristo de la Fe, el párroco viste las casullas en la misa y en la posterior procesión que recorre las calles, y se detiene de tanto en cuanto ante los pequeños altares que los vecinos instalan a la puerta de sus casas. En ese día, la práctica totalidad de los habitantes de Santorcaz asisten a la procesión embutidos en los hábitos que pregonan su adscripción a alguna de las cuatro hermandades, la de¡ Cristo de la Fe, la de las Animas, la de San Torcuato y la de Horcalez, ésta última integrada sólo por mujeres.
Santorcaz conserva aún parte de las murallas del castillo, con la iglesia en su interior. Durante la guerra civil, la primera preocupación de los vecinos fue esconder las casullas para salvarlas de las represalias del ejército republicano y lo hicieron en el lugar donde menos se podía pensar en buscarlas: un escalón hueco situado en un pasillo del ayuntamiento. Situado el pueblo en plena línea de fuego, los destrozos ocasionados en el templo hicieron que, pocos años más tarde, la techumbre se derrumbara casi completamente. Los vecinos, ante la falta de ayudas estatales o eclesiásticas, hicieron colectas, dieron representaciones de teatro, y consiguieron llevar a buen término los trabajos de restauración.
"Hicimos de todo", recuerda María Anchuelo, una de las vecinas de confianza, "antes que recurrir a la venta de las casullas". Otra prueba del espíritu del todos para uno que reina en Santorcaz lo constituye lo siguiente: cuando, acorde con los nuevos tiempos, la gente del pueblo decidió que era mejor construir una discoteca allí mismo antes que dejar a los jóvenes sin más opción que desplazarse a Alcalá, los mismos vecinos dieron un día de trabajo -los parados, dos- para acondicionar una vieja casa. Los que prefirieron no contribuir con su trabajo lo hicieron en metálico.
"Desgraciadamente", dice José María Minguez, teniente de alcalde y monaguillo desde los seis a los catorce años, "los jóvenes actuales no se muestran demasiado interesados en conocer y mantener las tradiciones del pueblo. Se está perdiendo incluso la antigua costumbre de rondar a las chicas solteras. Algunos muchachos lo hacen todavía, pero ya no tienen imaginación para este tipo de cosas".
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