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Tribuna:GENTE DE LA CALLE
Tribuna
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Ventanilla o mostrador

Uno, aun siendo de los pocos españoles que no han descubierto de pronto que eran "socialistas-de- toda-la-vida", está notando en la calle una atmósfera de ilusión que en su recuerdo sólo puede compararse con la de EE UU cuando llegó al poder John Kennedy. En ambos casos hay la impresión de que se está intentando que se varíe, que el país eche a andar..., la sensación de que se ha salido de un sopor y se está buscando algo.... aun sin estar seguros de que ese algo prospere.A esta columna, que sólo toca la política cuando ésta se inmiscuye en la vida diaria, lo que más le ha interesado es el proyecto del nuevo Gobierno de reglamentar, renovar, transformar el trato del funcionario con el ciudadano. Y me ha encantado que hayan hablado de sustituir la ventanilla por un mostrador.

Pequeño cambio de grandes proporciones. Todo el complejo que al español le entra cuando va a una oficina pública empieza en esa ventanilla que, de forma automática -qué listo fue el que las inventó-, sitúa al peticionario en situación de inferioridad. Para empezar, la ventanilla está siempre baja, por lo que hay que doblar el cuerpo, mientras el funcionario, bien sentado en su silla, espera tranquilamente a que uno consiga asomarse.

Esa desigual situación física produce una situación anímica inmediata y correspondiente. Entre las dos personas, una cómodamente instalada, hablando sin esfuerzo, y la otra, encogiéndose para meter la cara por un agujero, se establece una relación despareja entre quien puede hacer el favor y quien lo pide. Y es en vano que nos repitamos la idea de que aquel funcionario está allí para servirnos a nosotros, que somos quienes pagamos, con los impuestos, su sueldo; que él es sólo un intermediario que nos debe facilitar la consecución de nuestros derechos y hacer que nos resulte menos complicado cumplir con nuestros deberes con el Estado. Todo eso nos lo decimos a nosotros y a nuestros amigos, pero cuando doblamos la cerviz físicamente también lo hacemos simbólicamente y desde las primeras palabras. "Buenos días. Mire usted, yo quisiera saber si podría informarme...". Empezamos a temblar ante la expresión ceñuda del caballero o señorita que nos mira fijamente desde su cubil. Y no nos asombra nada que nos conteste inmediatamente: a) que aquélla no es la oficina idónea; b) que es la oficina, pero que no despachan nuestros asuntos más que el 5 y el 15 de cada mes; c) que aquél es el día oportuno, pero no la hora; d) que nos hacen falta muchas más pólizas, muchos más sellos y muchos más certificados de los que están en el montón.

Con un mostrador -lo sé por que los he visto en países anglosajones-, la situación varía totalmente. Con un mostrador, los dos interlocutores están de pie, cara a cara y a la misma o parecida altura. Con un mostrador, los brazos pueden apoyarse cómodamente en la madera tanto por parte del funcionario como por parte del peticionario. Con un mostrador, los movimientos del empleado son visibles y, por tanto, más claros. Sus manos no desaparecen de la vista del cliente para explorar oscuros archivos que el pobre del otro lado intenta explorar desde la mínima perspectiva a que le obliga la estrechez de la ventanilla; ahora abre cajones situados a la vista de todos. Con un mostrador por medio, la conversación se hace franca y sencilla, casi como en un bar, y el Cíclope, en su cueva, esperando al pobre Ulises, se transforman en dos individuos tratando buenamente de solucionar un asunto.

Sí; creo que es una magnífica idea sustituir la ventanilla que oculta, oscurece, distorsiona la faz y las intenciones, por un mostrador que obligue a apreciarse mutuamente y, por tanto, a humanizar el trámite obligado. Quizá con ello consigamos cambiar la mutua desconfianza (porque es mutua) entre dos españoles enfrentados; el del "son unos pesados; no saben más que plantear problemas" al del "son unos caras; no les importamos nada..., el caso es cobrar a fin de mes".

Quizá así mejore el servicio. Quizá así llegará el feliz día en que nadie entenderá el repetido chiste del que es detenido a la puerta del Ministerio por un conserje: "¿A dónde va?" "Arriba". "No hay nadie". Y cuando pregunta: "¡Ah!, ¿es que por la tarde no trabajan?", precisa solemne el ordenanza: "Cuando no trabajan es por la mañana. Por la tarde es que no vienen".

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