La caída del tilo
El huracán que asoló con la tempestad consiguiente las tierras altas de Cataluña y el Principado de Andorra, llegó a las pocas horas en forma atenuada de viento ciclónico a la costa cantábrica. Su azote se llevó árboles, chimeneas, tejados y antenas televisivas. Y entre otros desaguisados arrancó de cuajo el tilo más centenario de nuestro viejo jardín. Era este inmenso árbol la cúpula vegetal que encubría con sus ramas foliadas las tertulias veraniegas organizadas a su cobijo. Avanzaba en altura y extensión todos los años e impedía con su sombra el brote de cualquier vegetación en el suelo que protegían del sol sus millares de hojas. Dicen que la atmósfera que se halla bajo el tilo participa de la virtud curativa de la infusión que destilan sus flores y envuelve el ambiente con tranquila serenidad. Como todos los árboles excepcionales causaba ese tilo a un tiempo, admiración y respeto en los visitantes. Su muerte me afectó como la pérdida de un compañero mudo que invitaba a la lectura y a la reflexión al abrigo de su ramaje. El joven Werther al relatar sus cuitas en el diario romántico que Goethe le atribuye, exclama al comprobar que unos viejos árboles han desaparecido de un paisaje habitual. "Yo llegaría -dice- a vestirme de luto, si teniendo semejantes árboles en mi jardín se me muriera uno, de viejo".Culto al árbol
En nuestra tierra vasca hay un antiguo culto al árbol que quizá provenga del sedimento céltico primitivo y que llega hasta las tierras y los usos de Cantabria. En Vizcaya existían árboles juraderos solos cuales se desarrollaba la liturgia foralística y algunos concejos abiertos. En la villa de Bilbao, subsistían, hasta hace no muchos años, dos grandes ejemplares vegetales en pleno corazón urbano. Uno era el tilo del Arenal. El otro el llamado árbol gordo de Arbieto en el entonces llamado Ensanche que pertenecía a la jurisdicción de la República o Anteiglesia de Abando, allende el río Nervión. Don Miguel de Unamuno, enamorado de la naturaleza y paseante incansable de campos, bosques y montañas, escribió sobre este último ejemplar arbóreo que acabó sacrificado al torrente del tráfico una memorable visión rítmica titulada: "Las estradas de Albia": "Aquí donde hoy esta plazuela / antaño se alzaba el Arbol Gordo / y las que: hoy son cuajadas calles / eran huerta y verdura". El tercer árbol famoso en el Señorío es el de Guernica, el árbol santo de la tradición juntera, el roble bajo cuyo cobijo Fernando el Católico juró los Fueros y recibió homenaje de los estamentos vizcaínos según puede contemplarse en el cuadro que exorna el edificio de las Juntas Generales.
Rafael Sánchez Mazas escribió con humor y delectación un "Diálogo platónico de los tres árboles". Hablaban entre sí el roble cantado por Iparraguirre, el árbol gordo de Arbieto y el tilo del Arenal. El primero representaba la antigua costumbre rural, los usos de la aldea y del caserío, la inercia secular que viene del fondo de los siglos, la lengua euskara y el existir apacible de las anteiglesias. El tilo del Arenal era símbolo del progreso y de la ciudadanía mercantil, del dinamismo liberal y del numen de la universalidad.
A su arrimo habían acudido durante las jornadas angustiosas del sitio de la villa en 1873-1874 muchos convecinos atemorizados para saber noticias, esclarecer rumores y mantener alta la moral de la población cercada. De esta tertulia arbolada salió, después de la guerra carlista, la sociedad que hoy lleva todavía el nombre del Sitio.
El árbol de Arbieto trataba de armonizar una y otra de las dispares tendencias. Era un roble gigantesco, de varios siglos de antigüedad. Se alzaba junto a la torre del mismo nombre y en sus alrededores se habían desarrollado luchas sangrientas de banderizos en cuya memoria se insertó una cruz de hierro en lo alto del enorme tronco. Venían a celebrar la junta vecinal, una vez al año, los feligreses de San Vicente de Abando al abrigo de su sombra y también en los años postreros de la primera etapa fernandina llegaba a recogerse en la sombra del Arbol Gordo, un presbítero andaluz de rostro apacible que había ganado la cátedra de matemáticas del Consulado de Bilbao, don Alberto Lista.
La tradición asegura que allí compuso sus rítmicos versos del primer romanticismo el poeta sevillano. El roble de Guernica murió de carcoma congénita en 1811 y fue sustituido por un retoño. El de Arbieto, talado por el hacha del urbanismo. Al tilo del Arenal se lo llevó el viento una noche de galerna del Sur.
"Observar un árbol herido de muerte", escribe Edna Ferber", "un ser vivo, tan bello, tan digno, tan admirable en su potencial longevidad, es quizá, aparte de ver un hombre maltrecho, el trance que más me conmueve". No sé si habéis experimentado el flujo misterioso que algunos árboles emiten en su entorno. Walt Whitman se pregunta en uno de sus poemas %por qué hay árboles bajo los cuales, siempre que me paseo, recibo una indefinible serie de sugestiones e imágenes armoniosas?". Y añadía que si alguna vez en la soledad del bosque un árbol le dirigiese la palabra, no manifestaría sorpresa, sino gran satisfacción y curiosidad. Los psiquiatras han subrayado la amarga sensación que muchos espectadores experimentan en el cine cuando contemplan una escena en que un gran árbol erecto es derribado por los hachazos del leñador y cae vencido sobre la tierra.
Es sorprendente la vigencia en el espíritu del hombre moderno de la vieja teoría de los poetas griegos sobre la sustancial variedad de las sombras que producen los diversos árboles. Mirar hacia arriba, tendido en la yerba, cabe los ramos espesos de hoja del tiempo veraniego, es una experiencia que no se debe ignorar. Simenon, en sus Memorias, describe las siestas del estío en función del parasol vegetal que las cobija. Bajo las higueras de Porguerolles el gran escritor belga disfrutaba de una siesta "dulce y sabrosa". Pero en cambio los plátanos que filtran sutilmente la luz hacían caer sobre su piel un "polvillo dorado y tibio". Rilke, en los esotéricos pasajes de sus cartas desde España, analiza el tránsito de la luz de las estrellas de la anochecida, a través de las tiernas hojas del olivar, lo que le producía una especie de rapto o ensueño en el que intuitivamente adivinaba la esencia del sabor de la creación.
El gran tilo desaparecido de mi jardín era tan denso y cerrado en su foliación que no permitía el paso de la luz en forma directa, sino que derramaba una verdosa transparencia hecha de sol y de clorofila a la vez estimulante y portadora de sosiego. Truncado ahora por el ventarrón con su tronco abierto y cercenado y sus enormes ramas tiradas por el suelo después de haber aplastado tejados vecinos ofrecía el espectáculo de una catástrofe natural como los restos de un descarrilamiento del mundo vegetal. El árbol de las infusiones sedantes se había convertido en un montón de ramos desgajados.
El tilo liberal y tolerante se lo llevó el viento destructor. "Era un un viento raro que daba vueltas sobre sí mismo mientras paseaba", me cuenta un testigo del insólito meteoro. ¿Sería el viento de la historia del que tanto se habla? "¿Plantará usted un retoño en el mismo lugar?', me pregunta el que cuida del huerto. ¿Debo plantarlo para que dentro de cien años pueda cobijar a otros amigos amantes del diálogo y de la ironía; de la tertulia socrática y del pensamiento en libertad?
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