La apertura de la verja
LA APERTURA de la verja de Gibraltar, aunque limitada por ahora a la circulación peatonal y sometida a otros requisitos restrictivos, ha dado flexible cumplimiento, con casi ocho meses de retraso, al acuerdo suscrito en enero de 1982 por el presidente Leopoldo Calvo Sotelo y Margaret Thatcher, según el cual el cese de la incomunicación por tierra de los habitantes del Peñón se produciría el 20 de abril en coincidencia con el inicio de las conversaciones formales entre los ministros de Asuntos Exteriores de España y él Reino Unido acerca del futuro de ese minúsculo trozo de suelo gaditano que permanece desde hace casi tres siglos bajo soberanía británica. La aventura militar de Galtieri en las islas Malvinas, cuya principal función fue el sangriento y fracasado intento de crear en Argentina un clima patriótico que amnistiara a la Junta de sus yerros políticos y sus represiones inhumanas, repercutió indirectamente sobre el calendario anunciado. Aunque las analogías entre las Malvinas y Gibraltar sean menos vigorosas que las diferencias entre ambos territorios, los Gobiernos de Madrid y Londres aplazaron, primero hasta el 25 de junio y de manera indefinida después, el cumplimiento del acuerdo, tal vez por miedo a las imprevistas reacciones que el inicio formal de las negociaciones entre sus ministros de Asuntos Exteriores -por el lado británico- y la normalización fronteriza -por el lado español- pudieran despertar en la opinión pública de sus respectivos países.Ahora, el Gobierno socialista ha resuelto acertadamente iniciar el deshielo. Mientras que la incomunicación entre linenses y llanitos era una situación absurda y lesiva para los intereses de la población entera del Campo de Gibraltar, la tesis de que España y el Reino Unido deberían previamente sentarse a la mesa de negociaciones para conversar sobre el futuro de la Roca descansaba sobre la ficción de dos naciones al borde de la ruptura diplomática por culpa de un contencioso territorial cargado de implicaciones bélicas. Las exigencias españolas de recuperar la soberanía del Peñón están amparadas por la historia y por el Derecho Internacional, y los intereses y los derechos de los habitantes de Gibraltar pueden quedar salvaguardados bajo una Monarquía parlamentaria homologable a la británica y por una Constitución que ampara los regímenes de autonomía. Es, por otra parte, cierto que la diplomacia británica ha derrochado arrogancia y mala fe, a lo largo de los tiempos, para defender la ocupación de un enclave cuya importancia geoestratégica ha quedado gravemente devaluada. Pero también es verdad que la España y el Reino Unido de 1982 son dos países unidos por vínculos culturales, comerciales y turísticos, miembros de la Alianza Atlántica, futuros socios dentro del Mercado Común Europeo y dotados de instituciones democráticas comparables. La idea de que el solemne encuentro en territorio neutral de lord Carrington y José Pedro Pérez-Llorca, antes del conflicto de las Malvinas, y de Fernando Morán y Francis Pym, después de la formación del Gobierno de Felipe González, abriría algo así como una nueva era en la historia de las relaciones entre ambas naciones tiene mucho más que ver con el teatro o con la reminiscencia de conflictos dieciochescos o decimonónicos que con la marcha real de unas negociaciones encaminadas a preparar soluciones eficaces para el litigio.
La ocupación británica de Gibraltar es un anacronismo cuyas razones estratégicas han desaparecido. La Europa de finales del siglo XX apenas guarda semejanzas con los alineamientos, equilibrios de fuerza y litigios del período que se abre a comienzos del XVIII y concluye con la II Guerra Mundial. Los procesos de descolonización han ocupado las cuatro últimas décadas de historia del planeta. El Reino Unido no tiene ya ningún imperio que controlar ni intereses específicos en el Mediterráneo. Las alianzas militares, tanto en Occidente como en el Este, han modificado la noción tradicional de soberanía y han instalado guarniciones de ejércitos extranjeros en bases militares voluntariamente cedidas por el país huésped. El Peñón no es ya la llave del Estrecho, e incluso los efectivos militares de la plaza están insertos en la Alianza Atlántica. Si incluso Franco sentó la doctrina de que Gibraltar no merecía la vida de un solo soldado español y era una fruta madura colgada del árbol de la historia, cualquier planteamiento que no arranque de la inevitabilidad de la recuperación del Peñón para la soberanía española no tiene mas función que crispar los ánimos.
El único problema real por resolver es el acercamiento entre los habitantes de Gibraltar y los españoles de su inmediato entorno, a fin de que las heridas abiertas por el telón de Castiella cicatricen, y los recelos y distancias creados por trece años de artificiosa incomunicación desaparezcan. En conflictos como los del Peñón, donde no hay habitantes autóctonos oprimidos por una potencia ocupante, sino 30.000 personas voluntariamente acogidas a la soberanía británica, el principio de la población tiene que ser conciliado con el principio de la integridad territorial. Desde 1969 hasta la fecha, los intereses del Campo de Gibraltar, a uno y otro lado de la verja, quedaron seriamente lesionados por una medida tan ineficaz para los propósitos que perseguía como contraproducente para la causa que decía defender. El cierre de la frontera separó a dos poblaciones unidas por antiguos lazos, creando, por vez primera, el riesgo cierto de un enclave ocupado por una población civil abiertamente hostil a España en la bahía de Algeciras. Para que Gibraltar regrese a la soberanía española será necesario que sus habitantes no obstaculicen esa decisión, lo que exige, a su vez, el entendimiento de los llanitos con sus vecinos y la seguridad de que sus derechos e intereses quedarán protegidos en el marco de la Monarquía constitucional.
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