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La invasión israelí ha consolidado la hegemonía cristiana sobre el país

Al cumplirse en septiembre pasado tres meses de ocupación israelí, los musulmanes, políticamente derrotados y con sus milicias desarmadas, aceptaron resignados el diktat maronita con tal de poner término a las disputas interconfesionales. Por primera vez, el jefe de una facción política, Bechir Gemayel, fue entonces elegido a regañadientes presidente de la República por el Parlamento. Tras su asesinato, el 14 de septiembre, una holgada mayoría de los 51 parlamentarios cristianos y los 41 musulmanes aun en vida de una Cámara de 99 diputados elegidos en 1970 se pronunció por su hermano Amin para sucederle en el cargo.Llevados por un deseo sincero de reconciliación, dirigentes musulmanes tan prestigiosos como Saeb Salam, ex primer ministro, llegaron incluso a exculpar a las Fuerzas Libanesas (milicias cristianas unificadas) de cualquier responsabilidad en la matanza de cientos de civiles palestinos, perpetrada en los campamentos de refugiados de Sabra y Chatila, situados en la periferia sur de Beirut, entre el 16 y el 18 de septiembre. Todos los indicios apuntaban, sin embargo, a la responsabilidad de los hombres del fallecido Bechir Gemayel en aquel asesinato colectivo.

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El 'nuevo orden'

Con la designación de un Gemayel para dirigir Líbano se puso la primera piedra de lo que iba a ser el nuevo orden libanés, con el que se pretende en realidad restablecer al antiguo, basado en el llamado pacto nacional de 1943, por el que cristianos y musulmanes se repartían los principales cargos del Estado en función de la importancia numérica que concedía a sus respectivas confesiones el censo efectuado en 1932 y el recuento efectuado once años después.

De acuerdo con este pacto, los cristiano-maronitas pasaron a ocupar la jefatura del Estado; los musulmanes sunitas, la presidencia del Gobierno; los musulmanes chiitas, la presidencia de la Cámara; los cristianos greco-ortodoxos, la vicepresidencia, y así sucesivamente para no perjudicar a ninguna de las diecisiete comunidades religiosas del país, incluida la más pequeña, la judía, cuyos 6.204 miembros llegaron a contar con un diputado al que renunciaron voluntariamente.

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El arreglo sirvió para que, con algunas convulsiones, funcionase durante más de tres décadas un Estado democrático pluriconfesional en el que los cristianos, mayoritarios sobre el papel, ostenten no sólo la presidencia de la República y los puestos claves del Ejército, sino también los principales resortes del poder económico, al que también tiene acceso, sin embargo, la boyante burguesía sunita.

Con el paso del tiempo, los cristianos, más cultos y acomodados que los musulmanes, han tenido una tasa de crecimiento demográfico un 45% inferior a la de la población de confesión islámica y, son hoy, casi con certeza, minoría.

Es harto arriesgado hacer estimaciones sobre la importancia relativa de las diferentes confesiones, pero si en 1932 los cristianos representaban el 51,2% de la población total del país (28,8% de maronitas, 9,8% de greco-ortodoxos, 5,9% de greco-católicos y 6,8% de diversas comunidades), las dos evaluaciones serias efectuadas por la sociedad alemana X. U. D. Dorh en 1968 y por el sociólogo francés Y. Courbage en 1975 aseguran que son tan sólo ahora entre el 46% y el 40%, respectivamente, de los tres millones escasos de libaneses. Algunos expertos mantienen incluso que, tras la emigración provocada por la guerra civil, pueden rondar el 30%.

A la vista de estas últimas cifras, queda claro por qué los cristianos han obstaculizado siempre la elaboración de un nuevo censo o la realización de un simple recuento oficial que hubiese puesto en evidencia su condición minoritaria en la sociedad libanesa y hubiese, por tanto, alentado a los musulmanes a exigir con argumentos de peso la revisión del pacto nacional que estipula el predominio maronita sobre el aparato del Estado.

Los musulmanes, a los que la Constitución libanesa de 1926 asimila a los drusos, son, obviamente, mayoría. Pero, en contra de lo indicado en el censo de 1932, los chiitas -la comunidad con más bajo nivel de vida- son ahora mucho más numerosos que los sunitas. Los que fueron partidarios del desaparecido imán chiita Mussa Sadr son la confesión que cuenta con más fieles; probablemente supera el 30%. de la población total y hasta puede alcanzar el 40%.

La emergencia chiita

Acogida a principios de los años setenta con los brazos abiertos en Líbano meridional por la población chiita, la resistencia palestina no tardó en suscitar su hostilidad cada vez que el Tsahal llevaba a cabo operaciones de represalia contra los fedayin o cuando sus guerrilleros en armas destrozaban con sus vehículos militares los sembrados de los campesinos del sur del país.

En 1978, la extraña desaparición de su líder espiritual, el iman Mussa Sadr, en la jamahiria Libia del coronel Muamar el Gadafi, aliado de los palestinos, y el fenómeno de contagio de la revolución islámica iraní acabaron por concienciar a los chiitas de su propia, identidad e intereses, que una milicia armada, Amal (La Esperanza), dirigida ahora por Nabih Berri, empezó a defender a punta de bayoneta en los meses que precedieron la guerra civil.

Los sucesos de Baalbek

La víspera de la fiesta de la independencia nacional libanesa y el mismo día 22 de noviembre quinientos milicianos en armas atacaron en Baalbek, en la llanura de la Bekaa, el cuartel del jeque Abdallah del Ejército libanés, y ocuparon el ayuntamiento de la ciudad, de 25.000 habitantes en su mayoría chiitas. El ministro libanés de Asuntos Exteriores, Elie Salem, convocó, al término de un Consejo de Ministros extraordinario, al embajador iraní en Beirut, Mussa Fajr Ruhani, para "discutir el papel de los iraníes residentes en Líbano".

El Gobierno libanés dio así claramente a entender que el contingente iraní enviado a Líbano por el ayatollah Jomeini para luchar junto a los palestinos había protagonizado el estallido de violencia de Baalbek, pero todos los corresponsales extranjeros que se desplazaron hasta la antigua ciudad de Heliópolis aseguran que, aun siendo partidarios del guía de la revolución teheraní, los asaltantes no eran iraníes, sino chiitas libaneses.

De ahí a pensar que los chiitas reanudaron espectacularmente en Baalbek su movimiento de protesta contra las desigualdades sociales, interrumpido justamente en esa misma ciudad por Mussa Sadr, antes de la guerra civil, por miedo a que degenerase en choques con las milicias cristianas, sólo hay un paso, que muchos observadores no dudaron en dar.

La presencia de centenares de hezbollahis (partidarios de Dios) iraníes en la región de Baalbek ha exacerbado, sin embargo, el sentimiento religioso chiíta hasta el punto de que las mezquitas y escuelas teológicas de la ciudad están ahora abarrotadas en detrimento de cafeterías y restaurantes. En el seno de Amal ha surgido una rama disidente, Amal Islámica, que preconiza la instauración en Líbano de una República islámica. Su líder, Hussein Mussawi, está siendo buscado por las autoridades libanesas acusado de alterar el orden público.

Alarde de patriotismo

Como todos los jefes musulmanes desde que empezó la ocupación israelí, Nabih Berri, el nuevo líder espiritual chiita y jefe de Amal, hace ahora alarde de patriotismo y recuerda insistentemente que "cuando Ariel Sharon (ministro israelí de Defensa) pasea por Baabda (palacio presidencial), las divergencias entre libaneses se esfuman". Pero ¿seguirá mostrándose tan patriotera la comunidad más numerosa y marginada de Líbano cuando se retire el Tsahal?

¿Hasta cuándo, en definitiva, los chiitas respetarán la nueva relación de fuerzas, relativamente favorable a los cristianos, surgida de la guerra? La invasión israelí ha exacerbado los sentimientos nacionalistas reunificando Líbano, pero ¿por cuánto tiempo?

La gran oportunidad para la derecha cristiana puede consistir en laicizar la democracia libanesa antes de que la reivindicación musulmana de un reajuste de poderes sea imparable, antes de que sea demasiado tarde y que el extraordinario mosaíco étnico-confesional de Líbano quede definitivamente roto.

De entrada, además, este reequilibrio puede permitir a los cristianos seguir ocupando la mayoría de los puestos dirigentes gracias a su mejor preparación profesional y su alto nivel cultural, sin seguir invocando un injusto y superado reparto porporcional de cargos inspirado en su antiguo predominio demográfico. Es harto dudoso, sin embargo, que sepan aprovechar la oportunidad.

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