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Tribuna
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Teresa de Jesús, de 'santa de la Raza' a nieta de judío converso

"Se ha revuelto España toda". No exageraba Quevedo al valorar de este modo el alcance de la controversia desatada a raíz de que las Cortes Españolas, en 1617, proclamaran a Teresa de Jesús copatrona de España con Santiago. Sancionado el acuerdo por Felipe III, hubo de quedar en suspenso por la fuerte contestación, como quedarían sin efecto años más tarde otro decreto de Felipe IV y una bula pontificia sobre el mismo tema.No eran concordantes las razones aducidas por los propugnadores de la iniciativa. Dejando aparte la larga serie de motivos ingeniosos y pintorescos, mientras otros, los más lúcidos, insistían en la novedad de la figura y la obra teresiana, otros, tal vez por estrategia, enfatizaban la españolidad de Teresa y hasta llegaban a proponerla como capitana para la guerra; salían así al paso de quienes, con Quevedo al frente, recordaban que las Españas eran "bienes castrenses ganados en la guerra por Santiago", y que a éste se le inferiría injuria haciéndole compartir el patrimonio. En medio de la controversia, la santa iba ganando fama de abogada contra pestes y dolencias, y pienso que en esta línea pretendían los débiles monarcas recabar su ayuda para los mismos y para el lacerado cuerpo nacional. Pero en el fondo se debatía un problema social y político: un compacto frente de conservadores cerraba filas ante los indicios de renovación que pudieran alentar en la masa heterogénea de frailes, burgueses urbanos y laicos espirituales.

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Si después, del teatro barroco a la exaltación romántica, privó el interés por los fenómenos extraordinarios de la mística, la irrupción de las doctrinas freudianas derrocó a la santa del pedestal y condujo a la mujer a la mesa de disección psicopatológica. No deja de resultar significativo que fueran los hombres del 98, agnósticos o de fe problemática, quienes sintieran la necesidad de rescatarla para reconducirla a campos más amplios de consideración.

En la mística halló Unamuno la revelación más típica del espíritu castellano, pero especificando en seguida el signo peculiar con que se había producido entre nosotros. Mientras que después de la revolución comunal surgió en Italia el abierto fratello franciscano, la edad conflictiva generó en España al monachus que se atrinchera en el castillo interior para combatir herejes. Las ideologizaciones de don Miguel alimentaron el espíritu krausista de la Institución Libre de Enseñanza, y muy pronto don Manuel R. Cossío iba a establecer el parentesco, ya intuido por Azorín y Baroja, de esa mística castiza con el Greco y los tenebristas. Todos, en cambio, reconocían a Teresa de Jesús la claridad de singular maestra del lenguaje castellano: ella, según Unamuno, enseñó a los españoles a entender y hablar a Dios; ella, añadía Azorín, es, en cuanto al estilo, más lección que Cervantes, porque en sus escritos vemos cómo la expresión castellana conquista nuevos espacios.

En 1929 se producen, paralelos, dos intentos de reconsideración de la figura. El propio Azorín, en Félix Vargas, trata de captar a Teresa en lo cotidiano, mientras que Américo Castro rompe lanzas para reinsertarla en la complejidad histórica. Para entonces, sin embargo, el mito de la castellanidad se había solidificado y, sobre el fondo de los primeros discursos fascistas, Gabriel de Jesús escribía cuatro volúmenes sobre La santa de la raza. Lo que sigue es bien conocido. Enlazando con el espíritu del barroco, el general Franco se acoge en su mesa de despacho al amparo del brazo de santa Teresa y la Sección Femenina la abandera como paradigma de la mujer española.

No le faltaban, desde luego, títulos para esto último, como tampoco para reclamar una atención privilegiada de estudio. Cuando éste, en los últimos años, se planteó con rigor histórico, hemos venido a descubrir que no era ella la cristiana vieja, de rancia estirpe, que encarnaba virtudes tradicionales, sino una descendiente de judeoconversos que, desafiando los recelos y amenazas que dicha condición, la de mujer y la de espiritual desencadenaban, decidió alzar su voz en defensa de la libertad del espíritu. Tampoco su mensaje, radicalmente fiel a la ortodoxia, se constreñía a los moldes del escolasticismo dogmático, tantas veces desencarnado de la realidad; en sintonía con el humanismo moderno, constituyó su propia experiencia en base de una ideología operativa que revolucionó, junto a muchos postulados sociales, la espiritualidad europea.

En el contraste de su figura con la problemática realidad histórica de la España del siglo XVI, cobra Teresa de Jesús su verdadera talla y la dimensión de vigencia actual. Y van quedando poco a poco arrumbadas las formas hagiográficas que en el marco de una época dorada la difuminaban en la transverberada gloria del Bernini.

Víctor García de la Concha es catedrático de Literatura Española de la Universidad de Salamanca. Autor de varios trabajos sobre la significación lingüística de los escritos teresianos.

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