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Arraigar la democracia

"Por eso les vendamos los ojos a los hombres, para que no puedan nutrirse tanto de la luz" (Hölderlin)Cuando abordamos la recta final de la campaña electoral y estamos por tanto en vísperas de la constitución de un nuevo Gobierno, una de las principales cuestiones que tenemos planteadas los españoles sigue siendo la consolidación de la democracia. La vigencia de este objetivo debe inducirnos a una serena reflexión.

Hemos de asumir que, al margen de consideraciones de carácter ético, pragmáticamente no existe para un país desarrollado un sistema de gobierno mejor que el democrático. En efecto, la enorme complejidad y el dinamismo social de un país industrializado precisan de un sistema político flexible, que pueda evolucionar adaptándose a las circunstancias de cada momento, que genere, cuando se necesiten, soluciones de recambio por vía de un debate permanente y abierto, y que también ofrezca la posibilidad de sustituir los equipos de gobierno desgastados a través de un proceso de normalidad política y de estabilidad social.

Consolidar la democracia tiene dos acepciones complementarias. La primera, la más urgente, el hacer irreversible el régimen de libertades que ahora tenemos los españoles. También en la medida en que la democracia no es algo que se agota en sí mismo y es más un proceso que una situación, consolidarla significa profundizar en la democratización de toda la estructura social. La experiencia histórica nos demuestra que sólo la primera requiere ya un esfuerzo importante mantenido durante un largo período de tiempo. Arraigar la democracia es, en este sentido, una consigna suficiente para toda una generación.

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A mi juicio, una democracia está arraigada cuando la mayoría de la población la concibe, como decía Burdeau, como algo más que un sistema de gobierno, como una filosofía o una forma de entender la vida. Por ello es por lo que resulta prioritario para consolidar la democracia intensificar todos los esfuerzos necesarios para que la sociedad española pueda asimilar los valores que componen una cultura democrática. En España, como

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es natural después de las décadas del régimen anterior, socialmente no están plenamente asumidos los valores democráticos, aunque la población española tenga unos sentimientos de libertad y una voluntad de convivencia y de superación del recuerdo de la guerra civil que son los que hacen corriprensible el camino andado desde el año 1975 y que alientan nuestra esperanza en el futuro.

El mayor riesgo de involución radica precisamente en esa carencia de una cultura democrática mayoritariamente compartida. En efecto, si, por ejemplo, empeorasen los problemas del paro y del terrorismo -y a corto plazo ambos pueden agravarse-, en determinados sectores podría generarse una crisis de confianza en el sistema y consiguientemente una situación de tensión que quizá fuera inconvenientemente utilizada para favorecer el espejismo de una alternativa no constitucional. Una dictadura demostraría al poco tiempo su disfuncionalidad e intentaría compensar su ilegitimidad de origen con una política de falso progresismo que pondría en gravísimo riesgo el sector privado de la economía y nos precipitaría en el subdesarrollo por generaciones.

Con todo, la situación política desde la perspectiva que estamos adoptando ofrece elementos positivos y reconfortantes que hemos de destacar con el fin de combatir cualquier clase de injustificado pesimismo.

José Juan Toharia publicó en 1973, en la Revista de Estudios Sociales, un penetrante y lúcido análisis sobre las razones del fracaso político de la democracia en España desde 1810 a 1936. Con Carr coincidiría en que la explicación había que buscarla fundamentalmente en lo que habían sido las actitudes y los comportamientos de los tres grandes protagonistas de este período: la Corona, el Ejército y los partidos políticos. Pues bien, si repasamos cómo se comportan hoy en la sociedad española estas instituciones, tendremos que concluir que lo hacen de una manera radicalmente opuesta a como lo hicieron en el pasado, contribuyendo así a hacer viable el éxito tardío del establecimiento de la democracia en España.

El Rey ha sido el protagonista individual más decisivo en nuestro proceso de cambio político, y desde el primer día ha asumido fielmente y de una manera inequívoca la más alta representación de una España democrática. Gracias a su sensibilidad ha podido conectar con las aspiraciones de la inmensa mayoría de los españoles hasta el punto de que, sin duda, la Corona es hoy la institución política española más respetada y con la que mejor se identifican nuestros conciudadanos.

Respecto al Ejército cabe señalar que, con las excepciones personales de todos conocidas, lo cierto es que como tal institución, como es natural, ha cumplido lealmente la importante misión que la Constitución le asigna.

Los partidos políticos y sus líderes, por su parte, también están manteniendo unos comportamientos muy distintos a los que hicieron imposible la implantación de la democracia en España en otras épocas, y en las que tanto la izquierda como la derecha contrajeron, según las ocasiones, graves responsabilidades. Así, con una excepción circunstancial de un partido nacionalista, ningún partido político importante practica el retraimiento, lo que hubiera supuesto preferir la destrucción del sistema a la propia derrota dentro del mismo, retirando sus diputados de las Cortes o recomendando la abstención a sus electores. Tampoco mantienen una vocación de totalidad que les llevaría a intentar monopolizar la vida política rechazando cualquier posible compromiso, lo que ha permitido desmontar la dialéctica de que desde el poder se impusieran todas las leyes y desde la oposición se deslegitimara el sistema que permitía su aprobación. Están siguiendo las pautas de una democracia estable, en la que en los momentos de crisis se mantienen continuos puentes de contacto y de diálogo con los otros grupos políticos, pues por encima de sus propios intereses prima la voluntad de mantenimiento del sistema. Es decir, tanto desde la oposición como desde el Gobierno, durante estos años ha primado lo que Weber denomina la "ética de la responsabilidad". Y posiblemente la clave de la consolidación de la democracia en España estriba precisamente en que esto siga siendo así en el futuro.

Un reflejo, en parte, de lo anterior es la moderación de las alternativas políticas más importantes (AP-PDP, PSOE) que se ofrecen al electorado en esta campaña, aunque sea a costa de lo que algunos llaman ambigüedad programática. En definitiva, se responde así a la realidad de una sociedad a su vez mayoritariamente moderada. Aunque los modelos sociales de referencia sean distintos, ningún programa plantea su imposición por vía de medidas inmediatas e irreversibles. El elector, en efecto, y de ahí el número de indecisos, no tiene la impresión de que al depositar su voto, en función de las ofertas electorales que conocemos, está en juego la sociedad en la que vive. Algunos piensan que esta moderación no responde a la realidad y que encubre por parte de unos y de otros intenciones bien distintas. Personalmente quiero creer que esto no es así, pues de lo contrario la historia sería implacable con los impostores.

Y un último dato positivo, que a su vez viene impuesto por la realidad, es el hecho de que tanto desde la derecha como desde la izquierda se dice que gane quien gane, para sacar el país adelante, se precisa del esfuerzo y de la colaboración de todos. Ello supone que el Gobierno que se constituya a raíz de las elecciones deberá ser el Gobierno de todos los españoles y que la oposición, en los asuntos de Estado, será colaboradora y, en los demás, cumplirá con lealtad su misión de control y de oferta de soluciones alternativas. Gobierne quien gobierne, desde los distintos sectores sociales se deberá también responder solidariamente al esfuerzo importante que este país necesita en la hora actual con el fin de recuperar la ilusión perdida y de proseguir la difícil andadura en una época de crisis.

Vivimos en un país en el que queda mucho por hacer, al irnargen de las limitaciones específicas que la crisis económica impone, para modernizarse, y esto que en un análisis de situación es negativo, en otro de proyecto resulta alentador.

Espriu ha escrito uno de los versos más dramáticos que conozco:

"Cómo me gustaría alejarme hacia el norte / donde dicen que la gente es limpia / y noble, culta, rica, libre, despierta y feliz... / mas aquí me quedaré hasta la muerte / pues también yo soy cobarde... / y amo además con un desesperado dolor / esta mi pobre, sucia, triste, desgraciada patria.

Pues bien, yo deseo que podamos legar a nuestros hijos un país tan limpio y feliz como el que el poeta buscaba utópicamente, en el que quieran permanecer, además de por una entrafiable vinculación efectiva, por las posibilidades de progreso social y personal que una España en libertad les ofrezca.

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