El fondo radical de un cineasta Iírico
J. A. Fieschi, uno de los críticos mandarines de Cahiers de Cinema, que considera justamente a Lilith -la última película de Robert Rossen, que TVE emitió hace unas semanas- una de las, películas formalmente más audaces, difíciles y complejas de la historia del cine, incurre en el error de considerar a este filme como un hito aislado en la obrade Rossen.Fieschi, por todos los síntomas, no penetró en los muchos antecedentes de Lilith que es posible rastrear en la obra precedente, truncada y hecha a salto de mata, de este raro y profundo cineasta norteamericano, tal vez el que con más dureza sintió en su carne y su trabajo la persecución del fascista McCarthy, al final de los años cuarenta, tras el rodaje de Todos los hombres del rey, que hoy emite TVE en el programa La clave..
Uno de los más penetrantes y mejor preparados críticos norteamericanos, Andrew Sarris, que no acabó de entender nunca qué le ocurrió a Rossen después del rodaje de Todos los hombres del rey en 1949, participa de la misma óptica de Fieschi y tiende a considerar a Lilith como una obra aislada en una filmografía donde la ambición supera por regla general a los logros y el guión a la realización.
Por su parte, el cineasta francés Bertrand Tavernier, que formuló juicios duros sobre Rossen en 1960, cambió de parecer tras el estreno de Lilith en 1964 y escribió literalmente: "Antes de morir, este director, que nunca debió haber dejado de ser guionista, nos sorprendió y trastornó con una pura obra maestra, Lilith, que reveló un talento y una sensibilidad sin equivalencia en su, mejor o peor, obra cinematográfica anterior".
¿Es que acaso Lilith salió de la nada? Pier Paolo Passolini, que quedó seriamente tocado por las sorprendentes peculiaridades narrativas y formales de la última película de Rossen, supo mirar dentro de ella y descubrir que en aquel poema lírico sobre la disolución de la conciencia se agazapaba todavía un radical de fondo, el mismo cineasta político que, quince años antes, tuvo que escapar de las garras del fascismo norteamericano, tras su Johnny O'Clock, Cuerpo y alma y Todos los hombres del rey. Y habló Passolini con sagacidad del gran motivo, casi un acorde secreto, de toda la obra de Rossen, Lilith incluida: el exilio interior.
La dimensión política, el radicalismo, en su tiempo subversivo y hoy templado por la criba de los años, de la obra de Rossen adquiere su mayor explicitud en Todos los hombres del rey, que no es su mejor filme, quizá por eso mismo, por ser demasiado explícito, pero sí uno de los más brillantes y, en todo caso, aquel en que Robert Rossen encarriló sus obsesiones, hasta entonces un tanto dispersas en sus dos filmes precedentes y en la docena de guiones que había escrito entre 1937 y 1947 para la Warner Brothers.
Estas obsesiones pueden cifrarse en una sola: la del individuo a la deriva o, si se quiere, la de la pugna infructuosa de la libertad y la pureza contra la corrupción política envolvente, que nada deja sin contaminar. Entre los muchos filmes sobre el mundo de las elecciones en la democracia norteamericana, es éste el más despiadado de todos, el que menos salidas ofrece al espectador. Esto le fue reprochado a Rossen incluso por sus compañeros políticos, que intuyeron un fondo disolvente, próximo a posiciones ideológicas libertarias, en el filme, en contra de las consignas de partido, que se inclinaban entonces a críticas constructivas y no enteramente pesimistas, como eran las de Rossen, sobre la democracia norteamericana.
El equívoco fundamental que se produce con las primeras películas de Robert Rossen y en especial con Todos los hombres del rey, lo que a mi juicio hace inexactas las valoraciones críticas de especialistas tan competentes como Fieschi, Sarris y Tavernier, se debe a que Rossen se vio obligado, por la fuerza tanto del medio industrial de Hollywood como de las claves de lucha adoptadas por él -que eran las del Partido Comunista norteamericano-, a introducir su problema personal, muy próxima a la del existencialismo sartriano , en el marco genérico del cine negro, que en sus manos llegó a convertirse en una especie de thriller político, que él y algunos otros cineastas de izquierda de su generación -Elia Kazan, Edward Dmitryk, el Orson Welles de La dama de Shanghai y Sed de mal, Dalton Trumbo, el primer Stanley Kubrick, Abraham Polonsky y otros convirtieron, mientras McCarthy les dejó, en el vehículo específico del radicalismo político de izquierda en Estados Unidos durante la guerra fría.
Todos los hombres del rey, hermoso título inspirado en una vieja balada inglesa, estuvo prohibida en España durante 35 años. La televisión la estrenó hace unos años con el ridículo título de El político. El filme se mantiene, y hasta conserva ciertos aires de modelo en su género, aunque peca de alguna simplicidad en la puesta en escena, pues no hay que olvidar que se trata de la tercera obra de un cineasta joven todavía y que se veía obligado a encubrir, en cine de urgencia, una buena parte de sus necesidades íntimas de expresión, que no afloraron totalmente hasta sus dos filmes finales, El buscavidas y Lilith, quince años más tarde, y ya fuera de toda consigna política.
El filme se llevó el oscar a la mejor película de 1949, pero donde todavía se mantiene intacto es en el capítulo de la interpretación, en el que el gran Broderick Crawford ganó el oscar a la mejor interpretación masculina del año, y Mercedes McCambridge, el de la mejor interpretación femenina secundaria. El trabajo de ambos, como los de Joanne Dru, John Ireland y John Derek, todos ellos procedentes de los viveros teatrales de la izquierda neoyorquina, es impecable.
Todos los hombres del rey (con el título de El político) se emite hoy, a las 21.50, por la segunda cadena.
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