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Xavier Zubiri y la universidad española

Cuenta Laín Entralgo en su Descargo de conciencia que entre su nombramiento y su toma de posesión como rector de la Universidad de Madrid, hoy Complutense, allá por 1951, y como gesto simbólicamente definitorio de su programa, propuso a Xavier Zubiri el reingreso en la cátedra de Historia de la Filosofia de esa universidad, cátedra entonces todavía vacante y en la que Zubiri había profesado ya entre 1926 y 1936. Con ello Zubiri habría puesto fin a su ya larga ausencia -desde 1942- de la universidad española. Pero Zubiri rehusó, como es bien sabido, y la cátedra fue ocupada por... Adolfo Muñoz Alonso.Definitivamente fuera ya de las aulas universitarias, Zubiri continuó impartiendo, todavía durante largo tiempo, sus célebres cursos privados y restringidos, de los que sólo una minoría -altamente cualificada, desde luego, pero minoría al fin- ha podido beneficiarse. No se trata, por supuesto, de juzgar hoy -¿y quién podría hacerlo?- aquella decisión de Zubiri. Pero toda decisión de dimensiones públicas tiene, por relativamente marginal que sea el ámbito en el que esa publicidad discurre, unas consecuencias que desbordan a quien la toma y que no siempre está de más, como tal vez sea este el caso, catalogar.

Es evidente, por de pronto, que este apartamiento, un tanto enigmático, de Zubiri, unido a la calidad y densidad acerada de su escasa obra impresa, así como a las referencias de algunos de los protagonistas centrales de la vida cultural española de las últimas décadas a lo decisivo de su magisterio privado en su propia evolución intelectual, han ido configurando un mito dotado de una gramática propia: el mito Zubiri. Y es evidente también que pocos mitos pueden alegar una base justificatoria tan sólida como éste. Sólo que esta base -la filosofía de Xavier Zubiri- ha sido altamente dañada, en su comprensión, absorción y valoración ponderadas por parte de la comunidad filosófica española, por algunos de esos mecanismos de perturbación que todo mito de estas características pone en marcha y que acaban por no permitir otra cosa que la aceptación entusiasta e incondicional del producto o su rechazo global e inclemente.

Por lo demás, nadie ignora que la madurez de una cultura -incluida la filosófica- se mide, entre otras cosas, por su capacidad para asumir la crítica y la autocrítica. Y que en este caso concreto, a la altura de sus 84 años y con una obra de singular importancia a sus espaldas, es al propio Zubiri a quien esa crítica -toda crítica es, en definitiva, dilucidación- más tendrá que interesar.

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A quienes se decidan al fin a emprenderla tocará, ante todo, la nada fácil tarea de situar realmente a Zubiri en el pensamiento contemporáneo, sopesando a la luz de las corrientes verdaderamente vivas de éste tanto el alcance real de su "existencialismo cristiano", rara síntesis de enfoques neoescolásticos y piezas del acervo husserliano-heideggeriano bajo el signo coagulatorio del concepto de religación, como la naturaleza, bastante atípica, de su ontología de cuño realista, centrada en la búsqueda de lo que constituye formalmente la realidad, o la filosofía de la mente, no menos atípica, desarrollada en su última obra impresa. Atipicidad, sí. Porque si Zubiri parte en su filosofar de un "saber inmenso y riguroso, que va de la ciencia físico-matemática a la filología indoeuropea y semítica", por decirlo con palabras ya antiguas de Julián Marías; si en el trasfondo de su meditación dibuja siempre su presencia, entre otras variables decisivas, el conocimiento científico-positivo de nuestra época, en el que Zubiri está firmemente anclado, no es menos cierto que la relación que inaugura entre filosofía y ciencia apenas tiene par en un panorama filosófico tan condicionado por la relación ciencia / filosofía como el contemporáneo.

Zubiri no elabora, en efecto, una categorización límite de lo real, trátese del ser natural, del ideal o del social, al modo de Whitehead, Hartman o el viejo Lukács, a partir de los resultados de la investigación científica. Ni hace análisis lógico de la estructura de las teorías científicas, concebidas como sumas de enunciados, y de las condiciones de su validación, al modo de los metacientíficos del área del análisis. Ni, por supuesto, sociología o política de la ciencia al modo de Kulin, Habermas o Harich. Zubiri ontológiza.

Diferenciando su quehacer, en cuanto filosófico, del de los científicos, pero con clara consciencia de la necesaria colaboración entre ambos, Zubiri enuncia discurso material, un discurso último, sustantivo, sobriamente metafísico, sobre la realidad. Una realidad cuya primariedad incluso respecto del ser -el supuesto objeto privilegiado de la reflexión metafísica- postula con singular énfasis definitorio. Y en esta ontología -un tanto intemporal, un tanto empapada de cierta aura de eternidad, todo hay que decirlo, como tal vez corresponda, por lo demás, a su declarada vocación a un tiempo primordial y últirria- Zubiri en marca tanto su antropología como su ética. Tanto su teoría de la intelección -que para él, realista al fin, no es sino la actualización de lo real en la inteligencia sintiente- como las claves secretas de una posible superación de esa crisis de las ciencias europeas en cuyo diagnóstico tanto coincide con Husserl.

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Pero Zubiri, y a eso íbamos, es también, y a la vez, un eminente historiador de la filosofía. Y no porque toda filosofía sea historia de la filosofía, o porque los clásicos del pensamiento filosófico sean, como en cierta ocasión aseveraba Marías a propósito también de nuestro filósofo, "el lugar donde ha acontecido esa extraña realidad humana que se llama filosofía". Sino sencillamente porque Zubiri es un pensador tan fuertemente anclado en la tradición filosófica que fundamenta -o, en cualquier caso, enriquece- todos y cada uno de sus desarrollos conceptuales con precisos y exhaustivos análisis genealógicos de los conceptos centrales de la historia de la filosofía. No se trata, pues, de una cuestión de pericia técnica o de competencia profesional -tan llamativa, por otra parte, en sus páginas, llenas de reconstrucciones racionales, fuertemente filológicas, de los más variados tópicos histórico-filosóficos-, sino de una necesidad connatural a los mecanismos productivos mismos de su discurso.

Es posible, por último, que sea este dato el que con mayor fuerza pueda hoy ilustrarnos sobre las consecuencias de su ausencia de la universidad española desde 1942. En una facultad de filosofía absolutamente desertizada, reducida a escombros y a cenizas, dedicada al ataque sistemático de cuanto, como el mismo Maritain, no se ceñía al tomismo o al agustinismo más rígidos, y con quienes durante años memorables habían hecho de ella un lugar modélico de producción intelectual exiliados, como Ortega y Gaos, o encarcelados, como Besteiro, la presencia activa de Zubiri hubiera mantenido viva una llama que el sino trágico de este país extinguió abrupta e implacablemente. La llama, en fin, del ligor y de la veracidad en esa modesta parcela del trabajo intelectual que es la historia de la filosofía, asumida o no, según los intereses de cada cual, como eje último de un filosofar que no prescinde de sus raíces. Puede que con su retirada en 1942 y su negativa a la invitación al regreso que le formuló Laín en 1951 Zubiri se haya ahorrado una penosa travesía del desierto. Pero nada podrá ya, ciertamente, resarcir a generaciones enteras de estudiantes de filosofía, condenados al más penoso de los autodidactismos, de su ausencia. Como tampoco la devolución simbólica de su cátedra a Aranguren, tres años antes de su jubilación, pudo compensar a la filosofía académica española de las consecuencias del despojo a que en su día fue sometido.

Pero nada de esto empaña su grandeza, desde luego. Porque ciertamente no es poco lo que Xavier Zubiri ha cooperado -más allá de su mito- a elevar a conceptos metafísicos este país nuestro "de la luz y de la melancolía". Por mucho que quiem s nacimos después de la última guerra civil española tengamos que lamentar no haberle podido contar entre nuestros maestros directos.

es profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad Complutense.

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