El pecado y la penitencia
Desde que comenzó oficiosamente la campaña electoral, y aún antes, me ha llamado la atención la escasa o ninguna coincidencia de las crispaciones de un sector de la clase política con la actitud de normalidad con que la calle enfrenta los comicios. La extendida suposición de que los socialistas son ya virtuales vencedores de la carrera electoral ha desembocado en un desmelenamiento generalizado de la derecha clásica.Abrumada la reaccionaria ante la contemplación de que día por día se le cierran las eventuales esperanzas de un regreso al autoritarismo militar; desasosegada la democrática por la convicción de que si Felipe González llega a ocupar la Moncloa será no sólo, ni quizá principalmente, por sus méritos, sino de manera irritante para ellos por los errores y carencias del partido del Gobierno.
Estas reflexiones habrán servido seguramente como marco de la meditación colectiva que ayer celebraron los asistentes a la Convención Nacional de UCD. El propio tono arrebatado de la intervención de su presidente basta como ejemplo de esas actitudes disonantes con que últimamente nos regalan algunos. Pero, discursos aparte, las perplejidades del centrismo podrían resumirse en estos términos:
Es difícil hallar precedente alguno en la historia de las naciones donde un partido que triunfa ampliamente por dos veces consecutivas en el término de dos años en unas elecciones generales pueda verse abocado, tres años y medio después, a la penosa situación de constituir una agrupación parlamentaria casi marginal. Y es sorprendente el estupor de su clientela social, que se desliza lo mismo hacia la turbación crispada que hacia el abandono o la resignada aceptación de su futuro.
Me comentaba un periodista extranjero, avezado en las tareas de seguimiento electoral en muchos países, que no recordaba haber visto nunca ni en ninguna parte un fenómeno así: la afirmación común, no ya antes de las votaciones, sino previamente a la campaña, de que sólo es posible y pensable un ganador -Felipe González, en este caso-, independientemente de los gustos y aficiones personales de quien haga el aserto.
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Eso explica, añadía yo, la también peculiar preparación de la campaña por parte de los partidos de derecha, dedicados a combatirse entre ellos antes que a limitar al contrario.
La explicación plausible hay que buscarla en el modelo de transición sin ruptura que hemos vivido los españoles, en los deseos mayoritarios de una transformación real en el poder y en la constatación de la impotencia de la derecha gobernante para encontrar fórmulas de recambio -recambio de personas, de ideas y de programas- suficientemente atractivas para el electorado. Todo ello ha erosionado sobremanera los perfiles y la credibilidad de UCD, en beneficio, según los casos, de Fraga y de los aspirantes al, voto moderadamente progresista de un sector del centrismo. En definitiva, mientras los españoles aspiran a una modernización del Estado acorde con las transformaciones sociales operadas, el poder se ha esforzado en el mantenimiento de situaciones adquiridas y comportado como si la legitimación democrática que las urnas le confirieron en 1979 no venciera a plazo fijo. Si a la descomposición ucedista se le suma la del partido comunista y la desaparición de otros grupos menores de la izquierda extraparlamentaria, es lógico que tanta gente, a uno y otro lado de la calle, pronostique el triunfo socialista.
No se debe ser globalmente negativo, sin embargo, a la hora de hacer balance de la gestión de UCD. Es preciso reconocer los logros de su gobernación durante el proceso constituyente y el invento resultó extremadamente útil en los años más difíciles de la transición. Pero no tanto que fuera capaz de alumbrar un cuadro dirigente eficaz en las tareas de democratizar la Administración estatal. Como muchas veces se ha dicho ya, voluntades aparte, un empeño así resultaba de imposible abordaje por un partido heredero de las estructuras de poder de la dictadura y nucleado por su burocracia.
Enfrascados en el embeleco del modelo de sociedad, olvidaron los centristas la exigencia de atender el pálpito de la calle si querían que la calle les entregara el suyo propio. Así, resulta que de los cuatro líderes visibles que la derecha -en sus versiones variopintas de centro-progresista, centro-centro y centro-autoritario- exhibirá el próximo 28 de octubre, sólo uno, Manuel Fraga, encabezó la manifestación contra el golpismo criminal que reunió en las calles madrileñas a más de un millón de personas. El presidente del Gobierno entrante convocó reunión del Gabinete a la misma hora, en un lúcido acto de ignorancia política, impidiendo de paso a sus ministros estar presentes en la concentración. El presidente de las Cortes, autor de un memorable discurso el día de su reapertura, contempló, tras el cortinaje de su despacho, la aglomeración humana de la plaza. Y el presidente saliente del Ejecutivo, al que en cualquier caso eran exigibles responsabilidades políticas tras la comisión del golpe, empañó su valerosa estampa frente a los rebeldes embarcándose en un viaje de placer menos de cuatro días más tarde de los hechos del 23 de febrero. Fraga demostró inteligencia y garbo político en aquella ocasión. Pero inteligencia y garbo no bastan para desprenderse de las incómodas adherencias autoritarias que le han acompañado siempre. Desde mi punto de vista, lo que hoy daña la credibilidad de este empedernido nadador de la política no es -en un modelo de transición como el vivido- tanto. su colaboración con Franco como sus definiciones como ministro del Interior del primer Gobierno de la Monarquía. Con Franco, Fraga fue, en muchas cosas, un liberalizador del régimen, pero en su breve mandato con Arias al frente del Gobierno resultó un eficaz boicoteador de la incipiente transición: metió a media oposición democrática en la cárcel y se encogió de hombros cuando los guardias dispararon contra los obreros.
Fue en esa época también, y no antes, cuando pronunció la frase memorable que le atribuía la propiedad privada de la calle, expresando así, vitalmente desde el poder, su concepto de la democracia posible para España. Por todas esas causas el crecimiento electoral de Fraga no puede extenderse por el piélago de los votos moderadamente conservadores o racionalmente liberales, y su mayoría natural está destinada desde su formulación a ser siempre una minoría natural que deje huérfanos de partido y de orientación a muchos electores no socialistas.
Estas son, sin duda, las consideraciones de fondo, avaladas por los estudios de los politólogos y sociólogos, que han llevado a Landelino Lavilla a bregar contra la eventual coalición de fuerzas AP-UCD. Las mismas que explican el esfuerzo de Suárez porque esa coalición se hiciera, dejándole de nuevo a él como líder indiscutido del centro moderador -más aún después de la inserción de Fernández Ordóñez en las listas del PSOE-. Suárez es hoy, en el espectro electoral, el único que puede teóricamente arrancar votos al PSOE y reducir así la cuota de poder de los socialistas. Pero es también uno de los líderes peor mirados por los llamados poderes fácticos y por las fuerzas operantes de la derecha, que pierden con él al que podría haber sido su gran aliado.
Tal saga de desencuentros, a la que es preciso sumar la pequeña historia de conspiraciones, egoísmos y fullerías que han convertido la crónica política de UCD en un asunto de revistas del corazón y en un catálogo de personajes del museo de cera, es la que ha llevado a la crispación a esa clase dirigente que contempla con estupefacción, rayana en el espanto, el inminente fin del modelo de crecimiento económico, diseñado en los años del desarrollismo franquista y prolongado en la transición mediante el consenso en las relaciones sociales y la convivencia política. Ellos saben que si los socialistas ganan no implantarán un sistema revolucionario, pero se desconocen mirándose al espejo y viéndose sentados en los sillones, o por entre las bambalinas de los sillones de la oposición. Y están tan dispuestos a pensar que sus deseos coinciden de forma inevitable con la realidad que en vez de acercarse a ésta y saber de qué se trata se dedican a la incomprensible y fantasmagórica afición de creerse sus propias mentiras y predicar a voces su modelo de sociedad. Cuando lo que los ciudadanos desean, modelos aparte, son cosas como que los funcionarios entren a trabajar a la hora y que la Seguridad Social funcione en su actual configuración, en absoluto fruto de un diseño izquierdista.
De ahí lo encomiable de la normalidad con que la mayor parte de los ciudadanos contemplan este proceso, y de ahí también la crispación visible de quienes hasta ahora han visto amparado por el poder un medio vital que suponen amenazado. Que en una sociedad tranquila y madura como la española un sector de sus dirigentes -políticos y económicos- se dedique a sembrar la confusión, como viene sucediendo en los últimos meses, es algo tan lamentable como preocupante. Pero en el pecado llevan su propia penitencia.
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