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Tribuna
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Segismundo

Los clásicos, por definición, admiten múltiples lecturas. La vitalidad de una obra está en relación con la diversidad de sus planos, la cantidad de sus aristas, el fulgor de sus reverberaciones. La vida es sueño, aunque en ocasiones el verso se convierta en retórica de relleno y la trama rompa su lógica interna al servicio de mensajes obviamente ideológicos -el español suele crear en la prisa, y el arte todavía no se había desprendido de la moral ni de la didáctica- constituye, qué duda cabe, una de las cimas de nuestro teatro.Hubo un tiempo, con el primer renacimiento de Calderón a comienzos del siglo XIX, en que predominaron las interpretaciones metafísicas. La torre en la que se halla encerrado Segismundo en un monte fragoso recuerda insistentemente a la caverna platónica, así como los experimentos del rey Basilio, "más inclinado a los estudios que dado a mujeres" (en la corte madrileña, un rey con estas aficiones había que ubicarlo en la lejanísima Polonia para que resultase verosímil), despiden un tufillo inconfundible de modernidad que, claro está, el buen clérigo español denuncia y condena.

Pero, además de presentar la problemática metafísica de la modernidad, eso sí, reinterpretada teológicamente -en el título mismo se involucran, muy a gusto del barroco, la sensación de inanidad del hombre poscopernicano con la vieja sabiduría cristiana del polvo eres, vertiendo así el vino nuevo en los odres viejos-, el drama contiene todo un tratado de filosofía política, no menos tercamente reaccionario. El noble Clotaldo, a diferencia del plebeyo Pedro Crespo, no duda que "la lealtad al rey es antes que la vida y que el honor", dando pruebas espeluznantes de la inhumanidad y violencia que conlleva la obediencia debida cuando se establece como principio absoluto. La obra termina con la condena a prisión perpetua para el soldado que encabezó la revuelta que ha llevado a Segismundo al poder. Se castiga duro al pueblo amotinado, aunque al príncipe le hayan devuelto la corona. La monarquía tradicional no se legitima en la voluntad del pueblo, sino en el principio dinástico de sucesión. Justamente, el que el rey Basilio impidiese su aplicación es el delito político que Calderón fustiga implacablemente.

Muchas son las cuestiones filosófico-políticas que se podrían enhebrar a partir de una lectura detenida de La vida es sueño. Una ha ido ganando relieve, según leía el alud de noticias inauditas con que nos ha obsequiado la Prensa este verano. No he podido menos de asociar al duque de Suárez con el príncipe Segismundo en el tema apasionante de la recuperación del poder, después de haberlo perdido por culpa propia. Permitan que me explique.

Si conocemos las razones por las que en una noche el príncipe Segismundo pasó de la prisión a palacio, ignoramos, en cambio, los mecanismos sutiles por los que el último secretario general del Movimiento, con sorpresa unánime de los españoles, arribó a la presidencia del Gobierno. Los que se han ocupado de la historia de la transición reconocen que ahí está una de las claves que todavía precisa explicación. Pero nuestra ignorancia en este punto no desguarnece el símil, en cuanto ambos parten de la experiencia común de haberse visto encumbrados por voluntad ajena, teniendo que improvisar, con mayor o menor acierto, su actuación. Calderón nos informa cabalmente de los errores y hasta crímenes de Segismundo que justifican con creces su vuelta a prisión. Sobre los graves errores del señor duque, sobre sus responsabilidades políticas, se mantiene un tupido velo. Se comprende que, con Segismundo, prefiera presentarse víctima de aquellas mismas fuerzas que un día le pusieron al frente del Gobierno, esperando tener su misma suerte: que el pueblo lo saque de su ostracismo.

Hablamos de errores y de res

Pasa a la página 10

Segismundo

Viene de la página 9 ponsabilidades del ex presidente, conscientes de que sólo desde una perspectiva histórica resulta plausible el juzgar la actuación de un hombre de Estado: la inmediatez nos ofusca, llevándonos a exagerar tanto las críticas como los elogios. Si el señor duque se hubiera quedado en casa, a la espera del juicio de la historia, imprudente y hasta desabrido sería adelantarlo. Lanzado a la palestra, qué menos que dar testimonio de nuestro asombro, recordando lo obvio. El señor duque fracasó y su fracaso fue de tal envergadura que estuvo en un tris de dar al traste con las instituciones democráticas.

En la opinión pública española, sin especial sensibilidad ni tradición democráticas, el concepto de responsabilidad política apenas está elaborado. Muchos incluso ni siquiera la diferencian de la responsabilidad penal o moral, a su vez dos categorías bien distintas. El asumir la responsabilidad política que corresponde en razón del cargo que se ocupa, aunque esté fuera de toda duda que no existe la menor responsabilidad penal o moral por los hechos que se deploran, no sólo no encaja en el horizonte de nuestros políticos -el caso del aceite de colza ha sido a este respecto especialmente flagrante-, sino, lo que es mucho más grave, la opinión pública casi no lo echa en falta. En el Reino Unido, un ministro de Asuntos Exteriores sale del Gobierno porque le sorprende la invasión de unas islas lejanas. Un canciller de la República Federal de Alemania dimite al descubrirse un espía entre sus colaboradores cercanos. En Berlín Occidental, el alcalde-gobernador presenta la dimisión porque un policía mata de un tiro a un estudiante en la represión dé una manifestación. La responsabilidad penal corresponde al policía; la política, empero, al jefe del Ejecutivo. En España se secuestra al Parlamento, se sacan los tanques a la calle y nadie asume la responsabilidad política. El lector compruebe cuál es el abismo que nos separa todavía de una democracia de verdad.

De los sucesos del 23 de febrero, la reponsabilidad política recae plenamente sobre el presidente entonces en funciones. No la penal, ni mucho menos la moral; antes al contrario, el comportamiento de Adolfo Suárez en la noche de marras salvó el honor del Parlamento, dando prueba cabal de su entereza, pero sí la política y en un doble sentido: inmediatamente, porque no detectó a tiempo los preparativos y no pudo abortar el golpe; mediatamente, porque la política que llevó a cabo, y en particular su política militar, no eliminó de raíz esta posibilidad. Es trágico acabar una magistratura de la forma y con los sucesos que acompañaron la dimisión de Suárez, pero en política hay que saber asumir las responsabílidades, aunque no se sea penal ni moralmente culpable.

Como Segismundo, Adolfo Suárez se ha visto elevado al poder por designios ajenos, y como el príncipe polaco, despeñado en una noche. Ambos despiertan del sueño del poder, conscientes de sus errores pasados. El programa que ahora presenta el nuevo Segismundo se lee como una palinodia de su anterior política. Tres puntos principales incluye. Organizar "desde fuera del poder" un partido de centro, homogéneo y ideológicamente coherente; llevar a cabo un programa de reformas reales que hagan posible la consolidación de la democracia, todavía muy débil y amenazada, lo que supone en la práctica un gobierno de coalición de centro-izquierda como el más adecuado para conseguir este fin; practicar y defender el principio constitucional de la "supremacía del poder civil", reestructurando, acorde con este principio, las relaciones Gobierno-Fuerzas Armadas. Tres enunciados programáticos que reflejan negativamente los tres graves errores de su política anterior: primer error, intentar construir desde el poder un partido político sin otra trabazón que el cebo del erario; segundo, aplazar sine die las reformas imprescindibles para adaptar Estado y sociedad a los preceptos constitucionales, ocupado por completo tanto por las reyertas intestinas como por el afán de impedir por cualquier medio la única fórmula que hubiera hecho factible una política de reformas: una coalición con los socialistas; tercero, una política militar que, en concreto, no conocemos, pero sí sus trágicos resultados.

Toda vida, desde su interior, se vive como un fracaso. Todos quisiéramos, como Segismundo, dar marcha atrás, recuperando la ocasión en que erramos gravemente para esta vez obrar bien. Es una de las viejas ilusiones de la humanidad, como el anillo que nos hace invisibles o el pacto diabólico que nos devuelve la juventud, que ha explotado a fondo la literatura de todos los tiempos. Si pudiéramos volver a ser jóvenes, si recuperásemos la posición perdida, sobre todo aquella que nunca alcanzamos ni alcanzaremos ya nunca, pero que pasó por delante de nuestra puerta sin apenas percibirla o reaccionando a destiempo. Aceptar el que somos, muy distinto del que hubiéramos,querido haber sido, dicen los psicólogos que es prueba de que hemos llegado a la madurez.

En la vida pública, sobre todo para el que ocupó un cargo en la cúspide y tuvo que abandonarlo, enredado en la madeja de sus propios errores, no suele haber segundas partes. Sí el señor duque hubiese madurado lo suficiente, hubiéramos deseado que el apólogo orienta¡ del príncipe que pierde y recupera el poder se convirtiese en realidad. Pero, cuando con todo su vigor juvenil nos asegura que se lanza a una nueva aventura, en rápidas secuencias pasan por la mente los altísimos costes que hemos pagado y los que aún tendremos que pagar por los errores cometidos en período tan crucial, y uno se pone a temblar. La política de un país no es la selva en que desahogar la sed de aventuras. Sosiego, señor duque, y algunas horas más de lectura y reflexión.

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