Magia para la sociedad de consumo
Sólo nos faltaba que los medios de comunicación de masas se hicieran portavoces de magos, pitonisas, curanderos y astrólogos. En todos los periódicos nos sirven ya, como tostadas para el desayuno, el horóscopo del día. Por todas partes hay cursos de concentración mental, elevación del yo y comunión con el mundo astral. Hoy es de tan buen tono entre la jet society el consultar a la vieja echadora de cartas como el concurrir a las conferencias del Club Siglo XXI. Hay que acudir al astrólogo antes de comprar acciones o cambiar de amante. Y la televisión nos gratifica con los ritos vudú, las curaciones por imposición de manos y el monocorde discurso del lúgubre Jiménez del Oso.Y a todo esto, los sociólogos de ocasión no cesan de hablarnos de la necesidad de lo maravilloso que aqueja al ser humano, de esa irrefrenable e instintiva tendencia a creer en lo mágico, como si se tratara de algún indubitable componente del subconsciente colectivo. Olvidan que la educación que recibe el ser humano desde su infancia no es precisamente un entrenamiento en el cristicismo y el libre examen. Envuelto en maravillosas mitologías de ángeles, ogros y hadas. Enfrentado a unas realidades que bajo el pretexto de una necesaria idealización rehúyen por la tangente los grandes capítulos de la vida -nacimiento, procreación o muerte-, incluso aprendiendo la religión no como una concepción ética y moral, sino como un conjunto de ñoñas revelaciones y barroquismos rituales, el ser resultante, al ser adulto, difícilmente poseerá la dosis necesaria de agnosticismo que le permita alcanzar por sí mismo el camino de la verdad. Unamos a este aporte primerizo de lo maravilloso, que le penetra por vías tanto conscientes como subliminares, ese constante bombardeo que televisión, Prensa y radio le propinan con la metasíquica, la parapsicología y el ocultismo sin el menor rigor científico ni crítico y tendremos a un desconcertado ciudadano que ya sabrá si la telepatía es con o sin hilos o si el alma es sólida-o gaseosa.
Porque los medios informativos, cuyo efecto multiplicador actual es bueno en unos casos, es nefasto en otros. Casas embrujadas, endemoniados, adivinadores del porvenir, mágicos de la medicina y almas en pena los ha habido siempre. Pero las supersticiones que antaño se trasmitían al reducido círculo de la lumbre aldeana, hoy poseen una audiencia multitudinaria, y es muy sospechoso el papel que estos medios juegan como popularizadores de lo maravilloso. Parece como si vulgarizados los misterios de la religión, por cotidianos y familiares, se pretendiera crear un mundo mágico de recambio a través de la pequeña pantalla.
Trivializar lo sobrenatural
Cuando hace ahos, en el programa televisivo de Uri Geller, éste enseñó a toda España algo tan importante para su supervivencia como doblar cucharillas a distancia, el presidente de la Sociedad Española de Parapsicología dijo, con mucha razón, que el lugar adecuado para tratar de estos hechos es el laboratorio de psicología expeánental y no la televisión. No obstante ello, este medio informativo insiste en presentar a muchos millones de españoles los disparates científicos e históricos, cuando no las puras tonterías de la emisión "Más allá". El intérprete de esta desdichada serie, que cree en todo lo increíble -hadas, voces de los muertos, levitación, telekinesia, cuerpos astrales y nigromancia-, empieza también a delirar en el terreno de la historia y nos ha demostrado cómo a través de un madero hallado en el monte Ararat, cual si del colmillo de un animal prehistórico se tratara, capaz de ofrecer la exacta reconstrucción de su poseedor, ha obtenido la manga, la eslora y el puntal del arca de Noé. Incluso el número de mamíferos embarcados -exactamente 2.000-, con lo que uno se pregunta por el destino de los que faltan hasta el millón que compone la fauna de ahora y de entonces.
Lo más triste es que lo sobrenatural, que era asumido en tiempos pretéritos como un componente de la vida, hoy se trivializa y se convierte en un bien de consumo. Por la televisión, la magia se entrega a domicilio como el pedido de la compra. Y no se le va a pedir a un detergente que intervenga en la vida del espíritu. En la vieja película El exorcista, por ejemplo, nos inventan un diablo -un pobre diablo más bien- que cambia de sitio los muebles, hace girar la cabeza de la posesa y le produce vómitos de precioso color esmeralda. Su mensaje del más allá se parece más bien al comportamiento de un violento gamberro suburbano. Nada tiene que ver con el clásico Fausto, con el espíritu del mal, razonador, sofista, que ha de ganar las almas a través de su dialéctica persuasiva y que no desdeñó tentar a Jesús y discutir con Lutero. El destino que los antiguos escribían con mayúsculas, ese ananké de los griegos que gravitaba sobre los humanos, se nos revela ahora en los posos del té, los huesos de una gallina o los cartoncitos polícromos de Heraclio Fournier. Ya ni la soledad de los muertos se respeta, como dijo algún vate de segunda fila. Desde que los hermanos Fox, hace poco más de cien años, iniciaron el espiritismo dando golpes con los pies al respaldo de una cama, cualquier grupo, normalmente de escasa o nula cultura, alegra el tedio de una tarde de domingo convocando el alma de egregios personajes alrededor de una mesa de tres patas. Estos espíni tus itinerantes se dedican a hacer cosas tan importantes como mo ver un vaso, sacar el pañuelo de los bolsillos de los caballeros o dar pellizcos a las damas de buen ver. Napoleón nos trae recuerdos de Josefina, Platón dice tonterías con acento andaluz, y Dante recita algún verso cojo. La verdad es que estas apelaciones a los poderes del más allá resulta excesiva; para hacer tales estupideces ya nos bastamos los vivos.
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