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Tribuna
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El defensor del pueblo y la libertad

La democracia se caracteriza por ser un sistema de gobierno del pueblo, con el pueblo y por el pueblo. Con estas premisas, la pregunta surge sola: ¿Para qué hace falta un defensor del pueblo en las democracias? En teoría, para nada; pero en la realidad cotidiana, el propio Montesquieu apreciaba que los detentadores del poder -aun procediendo de una elección libre- tienden a abusar de él. Por su parte, Benjamín Constand afirmaba que: "Cuando no se impone ningún límite a la autoridad representativa, los representantes del pueblo no son defensores de la libertad, sino candidatos a la tiranía".La historia es rica en ejemplos de democracias llenas de robespierres, en que, bajo la sacrosanta invocación del pueblo se han cometido abusos, desmanes y arbitrariedades del poder.

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Por eso es bueno hacerse a la idea de que el pueblo debe ser defendido, y muy especialmente, en las democracias hay que prevenir y evitar las acciones y retorsiones del poder político contra las libertades de los ciudadanos y de los individuos.

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El más noble invento de la Revolución Francesa consiste en la sumisión del poder del Estado al derecho, y este sanísimo principio es reconocido en nuestra Constitución. Pero referirse al imperio de la ley, de la justicia y del derecho no deja de ser cierto eufemismo, porque detrás de estás ideas se halla siempre un poder que las crea, apoya y respalda; y este poder, esta libre energía, ha de tener los límites éticos precisos para que su capacidad creadora genere un orden justo dentro de un pulcro respeto a las libertades.

La libertad del pueblo constituye el elemento más endeble de todo sistema político. Aunque éste sea democrático y legítimo, es fácil que pueda padecer distorsiones y reviramientos que hagan sufrir a las libertades.

Por eso la defensa de las libertades del pueblo es una de las piedras angulares de todo sistema político democrático.

Por supuesto que el primer requisito es que las libertades se hallen reconocidas, y en este punto es obligado constatar que nuestra vigente Constitución contiene la más moderna y progresiva lista de libertades a que un pueblo contemporáneo puede aspirar.

Además, las justicias ordinaria, administrativa y constitucional suponen un sistema de garantías para dichas libertades que es aceptable, moderno y avanzado.

Pero no suficiente. Por eso hemos acudido a consagrar en la Constitución al defensor del pueblo como institución que corona todo el sistema de libertades.

Esta institución tiene su precedente en viejas costumbres de otros pueblos y se constitucionaliza en Suecia en 1809, a través de la figura del ombudsman, que es una especie de comisario parlamentario para controlar las libertades y el respeto a la ley. Pero la llamada ombudsmanía es una corriente novedosa que data de muy pocos años y, cual mancha de aceite, se extiende primero a toda la Europa nórdica, llega en 1967 a Gran Bretaña con el parlamentary commissionner, y en 1973 a Francia, a través de la figura del médiateur. En 1978 se instala en España mediante el artículo 54 de la Constitución, que consagra por primera vez en nuestro país la figura del defensor del pueblo.

Este hecho es significativo, moderno y valioso para todos los partidos que contribuyeron a elaborar la Constitución, y especialmente significativo que la Constitución posicionó al defensor del pueblo al final de la lista de derechos y de libertades que regula.

Inicialmente se configuró al defensor del pueblo como una especie de fiscal defensor de las libertades ante los tribunales. En el trámite constitucional posterior se puso atención en que esta caracterización podría llegar a invalidar las facultades de los ciudadanos para actuar ante los tribunales, según las leyes procesales. Por otra parte, resultaba que se contradecían o duplicaban las funciones que al ministerio fiscal otorga la misma Constitución. También parecía desconocerse u olvidarse de las finalidades de la jurisdicción contencioso-administrativa, sobre todo en materia de control de extralimitaciones o excesos de poder. Finalmente, la Constitución reconoce a mayor abundamiento un recurso de amparo contra la violación de los derechos y de las libertades reconocidas en la Constitución.

De ahí que pasase a transformarse al defensor del pueblo de una magistratura judicial en otra de distinta naturaleza, que, en opinión de La Pergola, podría ser una magistratura popular.

En efecto, el cúmulo de garantías con que nuestro sistema constitucional envuelve a las libertades públicas devaluaba ab initio la figura del defensor del pueblo, y hubo que buscarle otra justificación. Entonces se pensó que el principal enemigo del ciudadano está en la Administración, que, si bien tiene la misión de servir el bien común, ciertamente suele estar preñada de disfunciones, incorrecciones o incluso abusos, que molestan, perturban e incluso pueden perjudicar a las libertades de los ciudadanos.

Es verdad que en estos supuestos, si se contraviene la ley y el derecho, la mejor protección se encuentra en las acciones judiciales, pero es que también es posible que se produzcan molestias y perturbaciones a los ciudadanos sin incurrir en infracciones manifiestas de la ley, y sólo para supervisar esta actividad administrativa en relación con los derechos de los ciudadanos queda reducida la misión del defensor del pueblo.

No se comprende por qué la Constitución ha constreñido, limitado y reducido tanto esta noble figura, cuando en el terreno fiscalizador de todo tipo de anormalidad o disfunción administrativa -en materia de función pública, servicios, urbanismo, etcétera- existe un amplio campo de control extrajudicial que podría ser ejercido por el defensor del pueblo con entera normalidad, y sin que sea explicable que un senador progresista y catedrático de Derecho Administrativo se preguntase en sentido desconfiado y negativo: "¿Qué va a ser esto de supervisar a la Administración pública?"

Esto revela que el defensor del pueblo aparece en nuestra escena política como un híbrido, pobremente configurado, sin orientación clara en cuanto a su finalidad. Por eso es fundamental que exista acierto en la fundación de la institución que está a punto de ponerse en marcha en estos días. El acierto de esta decisión marcará la pauta de si nos hallamos ante un fenómeno más de inflación burocrática o si se está en vías de remediar las incomodidades e indefensiones reales que el ciudadano percibe a veces cuando se relaciona con la Administración.

En todo caso, estimamos que el defensor del pueblo simboliza una idea popular y democrática. Ambos son factores positivos que contribuyen a generar una expectativa de simpatía y de popularidad en torno a esta nueva institución recientemente consagrada, pero cuya novedad encierra incógnitas e incertidumbres que deseamos y esperamos que el tiempo vaya despejando en sentido positivo y consolidador, para que llegue a ser un gran ente prestigioso y robustecedor de nuestro sistema de libertades públicas.

Antonio Carro Martínez es profesor de Derecho Político y diputado de Coalición Democrática.

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