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Tribuna:GENTE DE LA CALLE
Tribuna
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El telespectador

Antes se salía a la calle a por noticias; hoy se sacan las noticias a la calle porque al mentidero de ayer de las esquinas ha sucedido el mentidero de hoy, introducido en los hogares por la radio y especialmente por el televisor. Antes había quien decía: "No salgo nunca y no me entero de lo que pasa". Hoy dicen: "Como estoy todo el día fuera y no veo la televisión ni escucho la radio, no sé las noticias". Antes se decía: "¿Qué ruido es ése? Asómate a ver qué pasa". Ahora se llama por teléfono: "Poned la tele, porque están dando la manifestación..., o la boda real..., o, ¡ay!, el asalto al Congreso de los Diputados". La importancia de la televisión no estriba sólo en que esté en todos los hogares; también está la lavadora y no hay lavadores como existen telespectadores, algo que imprime carácter, algo que resulta ya un adjetivo fijo; como antes se decía español y naturalmente católico, ahora podría decirse español y lógicamente telespectador. No ha habido nunca una igualdad entre los hombres de este país como la que marca la televisión. Jamás se han hermanado los españoles más bajo una madre común (quizá en la Iglesia y en la monarquía del siglo XVII) como ahora lo hacen bajo la sigla mágica de Televisión Española.Es el gran igualitario del país, muchísimo más que lo pudo ser el toro en su mejor momento o el fútbol unos años más tarde. Porque a la plaza o al estadio iban sólo los que gustaban de ese espectáculo, mientras los demás se alejaban de ellos. Hoy la televisión la ven con igual ansia los que aprecian sus programas y los que los odian. La prueba es la forma precisa con que el enemigo de Su turno, por ejemplo, describe cada uno de los minutos del mismo..., que a pesar de todo, ha visto. El "aparta de mí ese cáliz" se convierte aquí en el "déjame beberlo hasta la última gota, aunque me repugne". En principio, parece un caso de masoquismo, pero, probablemente, no es más que el derecho del pataleo ante un hecho imposible de eludir.

Elemento nacional y elemento igualitario. Desde esa iglesia del XVII en que comulgaban el duque y el campesino con la misma fe no había vuelto a ocurrir en España situación de identidad pareja. Uno puede pronunciar la palabra -clave del momento- Dallas, por ejemplo, y verá iluminarse con la misma intensidad los ojos de los que le escuchan en el palacio ducal, en una cena de matrimonios, en un bar de Cuatro Caminos. Eso, en lo vertical. Y en lo horizontal, igual reaccionará el gallego, el bilbaíno, el malagueño, el extremeño y el catalán. Nada de lo que es televisivo le es ajeno a nadie..., ni siquiera al intelectual que se burla de la caja tonta, opio de masas, ilustración de imbéciles, pero que acude, perdiendo el rabo, cuando alguien le invita a asomarse a ella.

Y esa alusión (a Dallas, o a Gozos y sombras, o a Ramón y Cajal) se repite porque es típica, porque el telespectador necesita verter hacia fuera lo que acaban de depositar en su interior. Cada vez que funciona ese altar (está situado en lugar preferente, las sillas de los devotos alrededor, el silencio se impone como en misa) y surgir una situación dramática o cómica, los iniciados no se limitan a comentarla entre ellos. Tienen que expander la buena nueva al día siguiente, en la oficina, en el autobús, en la peluquería, en el mercado. "¿Viste? ¿Qué te pareció? ¿Qué crees que pasará?" Llamar sólo difusión al fenómeno televisión es como llamar tití a King Kong. La telemanía es una ola que arrastra, revuelca, levanta y casi ahoga. A favor de la independencia de criterio sólo quedaba un arma: su fugacidad. Pasaba tan deprisa que las nuevas imágenes servían, si no para borrar, al menos para situar a las anteriores en su debido lugar temporal, de anécdota. Pero ahora, con la llegada del vídeo, la ola se inmoviliza, se congela sobre las cabezas del telespectador, que cuando termina su programa puede insistir en él, repetirlo, acariciarlo, desvestirlo, desmontarlo y volverlo a montar hasta llegar a la completa entrega, a la estupefacción total. Llegará el día en que el telespectador habrá transformado su físico al adaptarlo lentamente a la labor que realizan sus miembros. Y así tendrá débiles piernas y grandes posaderas -de estar sentado e inmóvil-, unas manos con dedos largos y muy dúctiles para manejar botones, y unos ojos inmensos a los que darán sombra. gigantescas orejas de alta fidelidad.

Será un monstruo, claro. Y, probablemente, un monstruo feliz.

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