Del camello a la era del petróleo en veinte años
¿A cuánto asciende mi botín?", pregunta el jeque a su banquero británico. En la costa del Golfo, denominada antiguamente costa de los Piratas, la palabra ghazawat sirve todavía, en el dialecto beduino, para designar indistintamente los trofeos de guerra y el dinero. "Mi patrón desea conocer el saldo acreedor de su cuenta", traduce el apoderado libanés. "A un poco más de tres milliards (3.000 millones) de libras esterlinas", responde rápidamente el gentleman de la City. El jeque se sume en una larga reflexión. "Refrésqueme la memoria" -susurra finalmente al oído de su hombre de negocios-, "dígame qué suma corresponde a un milliard...".
La generación de camelleros y pescadores que, en el espacio de una veintena de años, se ha visto propulsada a la era del petróleo, no se ha extinguido todavía. Pero el comportamiento de este jeque es excepcional. Sus pares, mal que bien, se han adaptado a su nueva vida de multimillonarios. Atentos oyentes radiofónicos, grandes viajeros a través del mundo, han tomado conciencia de las complejidades del mercado petrolero y de sus relaciones con el sistema monetario, del enmarañamiento de los intereses económicos y políticos.
Una elite bien informada
Sus hijos, sus hermanos menores, los jóvenes originarios de familias o tribus locales, constituyen progresivamente la elite dirigente. Educados muchos de ellos en las universidades más prestigiosas de Norteamérica o Europa, políglotas, son ministros, altos funcionarios del Estado, banqueros, tecnócratas u hombres de negocios. La tecnología de punta no tiene secretos para ellos.
Gracias a la telemática se enteran instantáneamente -por las terminales instaladas en sus oficinas- de la cotización del oro en Johannesburgo, del precio del cobre katangués, de las cotizaciones bursátiles en Tokio o en Nueva York, del último sondeo de opinión referente a la popularidad de los dirigentes franceses o de los resultados de las elecciones en El Salvador. Los teléfonos inalámbricos instalados en los automóviles o en la arena, en pleno desierto, donde les gusta acampar los fines de semana, les unen por satélite con las grandes metrópolis mundiales.
En general, están mucho mejor informados que sus homólogos occidentales. Y con razón. Sus transacciones, de carácter planetario, son fuertemente tributarías de la coyuntura internacional, tanto económica corrio política.
Tanto los individuos como los Gobiernos del Golfo han agotado prácticamente las posibilidades de inversión útil en sus propios países, demasiado despoblados como para constituir unos mercados a la altura de la liquidez disponible. Menos de seis millones de habitantes autóctonos en seis Estados del Golfo (*) disponen anualmente de más de 200.000 millones de dólares, según un reciente estudio de la Liga Arabe. Aún incluyendo a los trabajadores inmigrados, la renta por habitante de la región es la más alta del mundo, situándose en cabeza del pelotón Kuwait y el Estado de los Emiratos Arabes Unidos, con una media superior a los 25.000 dólares anuales (alrededor de 2.575.000 pesetas).
Nunca en la historia de la humanidad, sin lugar a dudas, una colectividad tan reducida ha gastado tanto dinero en un lapso de tiempo tan corto.
Ciertamente, se han desarrollado los campos y las reservas petrolíferas, se han creado unas industrias petroquímicas más o menos rentables, se han construido extraordinarias infraestructuras -que se cuentan entre las mejores del mundo- en unos paisajes lunares. Pero, ¡a qué precio! ¡Y con qué despilfarro! Mosaico en piezas sueltas -inventado por el poder colonial británico para dominar mejor-, las grandes poblaciones del Golfo, ascendidas al rango de Estados, se han lanzado a lo loco a la aventura del desarrollo.
Despilfarro extraordinario
De esta manera, en la realización de proyectos, indispensables algunos, infructuosos o supérfluos otros, se han consumido decenas de miles de millones de dólares. Entre Bahrein y Dubai, con una población cada uno de ellos de menos de 350.000 habitantes, se hacen la competencia dos fábricas de aluminio, que dan salida con pérdidas a su producción, y dos diques secos, considerados como los mayores del mundo, uno de los cuales no funciona desde hace años por falta de clientela.
El Estado de los Emiratos Arabes Unidos -equivalente, a nuestra escala, a siete municipios y comprendiendo en total 1,2 millones de habitantes- cuenta con cinco aeródromos y siete puertos de una amplitud y de un lujo impresionantes; cuatro ejércitos, uno de ellos supuestamente federal, que se equipan en el extranjero a altos costes; tres estaciones de radio, dos emisoras de televisión, con sus sofisticados equipos, sus distintas direcciones y programas; sin contar los 396 bancos y sucursales cuyas presuntuosas fachadas de cristal y acero rodean estos oasis de prosperidad.
Los Estados del Golfo se han asociado para proporcionarse una agencia de Prensa y una compañía de aviación comunes -símbolos de su unidad-, pero cada uno de ellos ha conservado sus respectivas agencias y compañías nacionales que, naturalmente, se dedican a hacerse una competencia tan insensata como ruinosa. Cuatro de estos Estados -Arabia Saudí, Kuwait, Qatar y los Emiratos- rivalizan con ardor en otorgar donaciones y préstamos a los países pobres del Tercer Mundo, frecuentemente a los mismos.
No resulta fácil dilapidar un botín tan fabuloso, ni siquiera cuando se adquiere sin esfuerzo. La lluvia de petrodólares, transformada en torrente después de la cuadruplicación de los precios del crudo en 1973-1974, ha saturado, o casi saturado, a los países beneficiarios. A pesar de sus dispendios y de sus liberalidades, de las inversiones productivas y de los créditos consagrados al bienestar de las poblaciones, los cuatro Estados más ricos de la península arábiga (Arabia Saudí, los Emiratos, Kuwait y Qatar) han acumulado en el extranjero una fortuna de casi 300.000 millones de dólares, de los que más de la mitad pertenecen -a tal señor, tal honor- al Gobierno de Riad. ¿Bendición o maldición del cielo?
La era de las vacas flacas
Pase lo que pase, la era de las vacas gordas ha terminado. La recesión existente en Occidente, que ha ocasionado la caída brutal de la extracción de crudos en los países de la OPEP -desde 31 millones de barriles diarios en 1979, hasta menos de dieciséis millones a partir del primero de abril de 1982-, ha alcanzado de lleno a los países del Golfo, víctimas de su economía basada en la monoproducción. Este año, los ingresos de Arabia Saudí y del Estado de los Emiratos Arabes les permitirán cubrir sus gastos.
"¡Algunos años de recesión constituirían para nosotros una experiencia saludable!", exclama el dinámico ministro de Finanzas y Planificación de Kuwait, Abdel Latif El-Hamad. Se explica como sigue: "Hemos llegado a la edad de la madurez después de haber crecido demasiado aprisa. Necesitamos ahora una larga pausa para asimilar las experiencias, adaptarnos a la vida adulta y preparar las distintas etapas del porvenir...".
Una superpoblación extranjera
La penuria de mano de obra -considerada como mucho más grave y amenazadora que el problema del desempleo en Occidente- es abordada, desde una extremidad del Golfo hasta la otra, con preocupación o angustia, como si de una enfermedad vergonzosa e incurable se tratase. Los censos, cuando existen, son considerados como secretos de Estado. Sin embargo, gracias a la conjunción de múltiples informaciones recogidas en distintas fuentes, se conoce la extensión del mal: cerca de la mitad de las poblaciones de los seis Estados del Golfo, tomadas globalmente, está constituida por trabajadores inmigrados. En tres de ellos, los ciudadanos son claramente minoritarios: Kuwait (35% a 40%), Qatar (25% a 30%) y Emiratos Arabes Unidos (15% a 20%).
La proporción de extranjeros en la población activa es todavía más elevada que su importancia numérica: desde el 70% hasta el 90% según el país. Este desequilibrio es imputable, al menos, a dos factores: la población autóctona se reserva las profesiones nobles -principalmente el funcionariado y el comercio-, dejando los trabajos manuales y productivos a los inmigrantes; al no estar estos últimos autorizados para hacerse acompañar por sus familias, se encuentran, casi en su totalidad, insertos en la vida activa.
Esta situación, por lo menos insólita, no deja de tener ventajas para los gobernantes. Los trabajadores inmigrados, muy contentos con haberse librado del paro y de la miseria en sus países de origen, no hacen política. La mayor parte de ellos, los asiáticos -indios, paquistaníes, coreanos, filipinos, tailandeses, etcétera-, ni siquiera hablan el árabe. Con ellos, la paz social está asegurada: por miedo a ser, deportados, se abstienen de formular cualquier tipo de reivindicación o de entregarse a cualquier clase de agitación.
Sin embargo, muchos intelectuales ilustrados distan mucho de sentirse tranquilos. "El gusano está en la fruta", advierte un profesor de Sociología de la Universidad de Kuwait, "y tarde o temprano nos daremos cuenta de que la fruta está podrida. Minoritarios en nuestro propio país, beneficiarios de una riqueza de la que nosotros ino somos los artífices, tenemos que esperar que la mayoría extranjera de la población muestre algún día su desacuerdo con nuestro monopo o de la ciudadanía, con todos los privilegios que ésta lleva consigo, e incluso con nuestro derecho a gobernar".
Por supuesto, las fuerzas de seguridad velan por el mantenimiento del orden establecido. Pero ¿están lo suficientemente motivadas como para resultar fiables? En la mayor parte de los países del Golfo, los ejércitos -desde la cúspide hasta la base- están constituidos en gran medida por mercenarios extranjeros: ingleses, jordanos, egipcios, norteamericanos, para el cuerpo de oficiales; omaneses, yemenitas, sudaneses, marroquíes, baluchis, indios, paquistaníes, para la tropa. El Ejército de los Emiratos Arabes Unidos no cuenta con menos de veintitrés nacionalidades...
"Este desequilibrio demográfico constituye, a cierto plazo, el principal peligro que amenaza la estabilidad política de nuestros países", afirma con energía el ministro de Planificación de los Emiratos Arabes Unidos. Como muchos jóvenes tecnócratas, Said Ghobbash opina que para reducir la proporción de los inmigrantes sería preciso frenar más la producción petrolera y las inversiones, con el riesgo de ganarse la enemistad de los privilegiados, que obtienen beneficio del desarrollo acelerado, así como de la parte acomodada de la población, que se ha visto atrapada por el frenesí del consumo.
Frente a este dilema, el Consejo de Cooperación del Golfo (CGC), que los seis Estados de la región constituyeron la pasada primavera, aparentemente ha elegido el statu quo. En todo caso, no ha tomado ninguna medida significativa, como tenía la intención, para resolver "el problema demográfico" o para armonizar las economías de los países que lo integran. Más que hacer de dicho consejo el equivalente árabe de la Comunidad Económica Europea (CEE), algunos de sus miembros, con Arabia Saudí a la cabeza, tratan de transformarlo en una especie de "santa alianza de los jeques" contra los peligros exteriores que amenazanan la región.
(*) Arabia Saudí, Bahrein, Estado de los Emiratos Arabes Unidos, Kuwait, Omán y Qatar. Para comodidad en la escritura, los seis Estados serán designados en adelante, en esta serie de artículos, como "los Estados del Golfo".
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