No más exilios, nunca más
Muchos de los escritores españoles que en fechas recientes nos encontrábamos en la ciudad de México (como participantes en el III Encuentro Internacional de Escritores de Lengua Española) vivimos unos segundos, unos minutos de desconcierto y de temor, cada uno en su habitación, en el mismo hotel, debajo de la ducha o a medio vestir, cuando, al amanecer del 24 de febrero, comenzó con un fuerte bombardeo la toma del Palacio Nacional, en la inmediata plaza de la Constitución. Las explosiones eran tan cercanas que hacían temblar las paredes y retumbaban en los cristales, de los que, por cierto, era conveniente alejarse, para evitar el efecto de cualquier rebote. Fue un fuego denso y concentrado, muy ruidoso, aunque durara poco tiempo y acabara ante nuestras ventanas con la alegre lluvia de miles de papeles con los colores verde y rojo de la bandera mexicana, a cuya conmemoración anual -y a la sustitución, por una nueva, de la ennegrecida por la contaminación urbana- asistía en los mismos momentos una gran multitud en el Zócalo. No tuvimos pudor en contarnos unos a otros, luego, nuestra ridícula experiencia del inexistente golpe mexicano, de cuyo síndrome, sin embargo, éramos portadores quienes por entonces vivíamos de lejos, y con innegable preocupación algunos, el comienzo del consejo de guerra contra los golpistas españoles.Quienes hayan viajado en estas últimas fechas al extranjero, y concretamente a países de tradición acogedora para con los que cualquier día pueden verse obligados a abandonar su patria, como la consolidada por México con los españoles al final de la guerra civil, seguramente habrán escuchado, como broma de gusto dudoso, aunque con la mejor intención en la mayoría de los casos, alguna que otra invitación de hospitalidad para el caso de que fuera necesaria. No es posible tener una medida del significado de cosas como éstas, pero lo que sí parecen indicar es que la estrategia del miedo programada por el golpismo, todavía no agotado, por lo demás, ha ido alcanzando objetivos demasiado sensibles.
El exilio es siempre una posibilidad -una amenaza- para el español; ha venido siéndolo, al menos, históricamente. Ser liberal aquí es ser exiliado en potencia, sentenciaba ya Larra en su tiempo, más o menos literalmente. Hay en el proceso histórico español una constante, que obsesionaba a Vicente Llorens, según la cual se produce periódicamente el fenómeno de la expatriación, el destierro, el exilio de unos españoles, de una parte de ellos, acuciados por la coacción de otros,. de otra parte de españoles; que ya para un exiliado como Alcalá Galiano, uno de los primeros en definir las peculiaridades de este drama, venía acompañada "de excesos atroces, de una persecución feroz".
Sin tener que referirnos a los grandes éxodos a que fueron forzados judíos y moriscos en siglos pasados, nuestra historia moderna está marcada, en efecto, por la expatriación de una parte de
España -casi siempre la misma, en la larga confrontación entre las dos Españas-, desde el mis mo momento en que, a finales del XVIII, hace su aparición en la Francia revolucionaria la voz emigración, en el sentido político que modernamente tiene el exilio; el siglo XIX español registra luego un constante desplaza miento o huida, a uña de caballo literalmente en ocasiones, hacia tierras extrañas, (le los sucesivos perdedores en los avatares políticos y bélicos típicos de cada momento. Cruzar la frontera vino a convertirse así, entre nosotros, en la única garantía cierta de salvar el pellejo ante la saluda persecución del buen hermano, del justiciero compatriota, del adversario instalado en el poder y transformado por ello en enemigo implacable y cruel. Aunque en la última de estas; grandes catástrofes, el más cuantioso, trágico y dilatado de los exilios sufridos por los españoles -o una parte de ellos, hay que: repetirlo, para hablar con mayor precisión-: el resultante de la guerra civil, ni si quiera haber ganado tierra extranjera permitió a muchos salvar la piel y la vida permaneciendo en ella, como es bien sabido. O en los casos en que la imposibilidad misma de abandonar el país lleva a otros a abandonar definitivamente el mundo pegándose un tiro, como hicieron en los muelles levantinos algunos de los vencidos, en la primavera de 1939, al ver desaparecer vacíos los barcos que debían salvarles; o compareciendo luego ante los pelotones de ejecución.
Para qué seguir. Casi todo se sabe hoy en relación con el exilio, y concretamente con el último exilio español: en cifras, por profesiones, con nombres propios.. . Los que regresaron, al cabo de los años; los que se quedaron, los que murieron allá y los que vinieron a morir o a continuar aquí su vida: "Mal corregidos de nuestros principios y con honra", como diría en su tiempo el mismo Alcalá Galiano, puesto que "no era perdón lo que podía contentar nuestra soberbia". ¿Qué es lo que tenían que dejarse perdonar, además, aquellos y estos exiliados?
Años, lustros, décadas. Al final, un día, cuarenta años después, los últimos supervivientes asisten inmóviles, ausentes, a la ceremonia de arriar por última vez la bandera española en tierra extraña, aún siendo ya para muchos tierra propia; y el último presidente de la República española en el exilio recibe el abrazo mudo del general Lázaro Cárdenas, en el que le da el nuevo presidente mexicano: todo ello envuelto en una dignidad y en un patetismo seguramente muy españoles.
La situación de destierro del exiliado es provisional, pasajera: un principio, una esperanza que a menudo contradice el tiempo, a cuyo paso, por cierto, el desconcierto y la orfandad iniciales son sustituidos, en algunos casos, no en todos, por la adaptación y el hábito. La pérdida del caudal cultural, científico, simplemente ciudadano, producida para el país por el desgajamiento es ya irreversible. Algunos de los hijos del exilio, además, nuevas generaciones transterradas, han visto para siempre segada la hierba de su identidad bajo los pies. No son de aquí ni son de allá, como dice la canción.
Lo comentamos con ellos mismos paseando de noche por el grandioso Zócalo mexicano, en cuyo centro ondea ahora la bandera nueva. Es tarde, demasiado tarde, pero al menos ahora -desde hace unos pocos años- ya todos pueden volver cuando quieran. Eso lo sabe todo el mundo. Pero lo que no todo el mundo sabe verdaderamente, lo que alguna gente parece incapaz de entender v de sentir, aún sabiéndolo todo sobre el exilio, es que el exilio no es una palabra, ni es un drama, ni una estadística, sino que es un vértigo, un mareo, un abismo, es un tajo en el alma y también en el cuerpo cuando, un día, una noche, te hacen saber que aquel paisaje tras la ventana, aquel portal, aquella casa, aquel libro, aquel papel, aquel trabajo, aquel amigo, aquella silla y aquel hueco en aquel colchón, aquel sabor, aquel olor y aquel aire que habías perdido, lo has perdido, y lo has perdido para siempre, de raíz y sin vuelta.
Demasiado demoledor para pensar que pueda repetirse. Pero es eso. Ese vértigo hay que pararse a sentirlo, y se puede sentir. Así, sintiéndolo, siendo capaces de sentirlo, siquiera un instante, tal vez pueda evitarse volver a caer en él nunca más.
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