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El sabueso

Busco, pero no con linterna como aquel sabio, sino con certeza perruna, al fugitivo que escapó, porque es preciso, absolutamente necesario, atraparle. Empecemos por el estado de cosas, tal como las dejó, y veamos lo que con más urgencia -bien quisiera poder decir acierto- nos afanamos - en arreglar, el mundo de los jóvenes. Primera nota imprecisa, ¿dónde empiezan a ser considerados jóvenes? Dónde terminan es mucho más dudoso, pero importa poco, porque eso atañe de modo singular a cada uno: si anticipamos, más o menos, el calificativo, la responsabilidad es nuestra. Como es sabido y natural, lo que más interés sus cita es la primera juventud, la juventud incipiente, que es casi imposible desenredar de la infancia. Imposible e inconveniente, porque desenredarla sería desustanciarla, desviarla del caudal primigenio que la informa, cuyo valor esencial no es nada positivo, nada que se pueda cultivar ni enriquecer, sino solamente entender y venerar, la inocencia.¡Este es el intríngulis! -trataré de aclararlo-, esta es la gran dificultad, entender que nuestro empeño debe andar con un temeroso silencio y un tacto más allá de lo concebible.

No sé cómo formular un sermón contundente, una filípica incontestable contra los bienes intencionados, contra los que se pertrechan de fórmulas grandiosas, confiando en su música -digo, en la letra- y dicen -¡y hacen!- Dejad que los niños se acerquen al micrófono...

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¿Qué es lo que vemos en los niños televisados? Importantes, sumamente importante es lo visual del asunto, porque lo que vemos es lo inexistente, lo que, no teniendo entidad real, nos sorprende por ser forzado a manifestarse, a formular lo que queda fuera de su orbe, ofreciéndonos la imagen de su impotencia. La pura negación -la inocencia- se muestra en la pantalla como lamentable defecto, como braceo de minusválidos en el piélago de lo racional. Conviene, si lo que queremos es el sumo bien, el mundo entero para ellos, mirar con implacable juicio el angustioso simulacro a que se someten. Si pudiéramos decir que los someten, sería menos grave, porque confiaríamos en su rebeldía, pero no es este el caso; los párvulos, amamantados por las puras nociones inmediatas, adoran el bonito juguete que les dejan un rato. Lo adoran porque lo conocen del cine, que enseña a ver sin más explicación. Conocen la profusión de sus cables, que asemeja un sistema arterial por donde alguna vida circula y también conocen -por experiencias domésticas, maternas, tal vez dramáticas- el valor, en pesetas, del montaje que todo ello exige, y, por el valor de esas pesetas, calculan la autoridad promotora de tal tinglado. En fin, los encanta porque el juguete en sí mismo es encantador, porque el susurro que hay dentro refleja la palabra como un espejo sonoro. El juguete es maravilloso, lo arduo es dirigir el juego.

Si hablamos de los jóvenes, poniendo suma atención en losniños, que nunca se sabe dónde empiezan ni dónde acaban -según Quevedo-, hay que tener, sobre todo, infinito cuidado en no convencerles de que son una corporación, con su consecuente espíritu de cuerpo. Hay que evitar que crean -o admitan- que ellos son los niños o son los jóvenes, categorías esencialmente transitorias. Hay que impedir que se encuentren cómodos (comodidad mental, que anula el interés más necesariamente inquieto cuanto más cómodamente transcurra la vida física), cómodos en ese estado que atraviesan, desde el cual se permiten -por su aceptado distanciamiento- ver en el mundo de los adultos una impenetrable hostilidad... ¿Vamos a ignorar el natural descontento que los jóvenes, los niños -los simples, los ignaros, los patentemente inocentes-, sufrieron a causa de represiones desmedidas?... Claro que no, pero más que acompañarles en su aversión a las represiones valdría hacerles ver que sólo el pensamiento racional puede derribarlas.

Había un tono cordial en la antigua rebeldía -pasional, más bien-, en el que bullía lo más noble y genuino en el hombre, el deseo. La privación era la piedra de toque del deseante. Ahí, en la lucha por alcanzar lo prohibido, se ejercitaba la potencia, se ponía a la vista la pugna trepadora de cucañas o el anhelo arrollador hacia la excelsitud... ¡Veo rictus sarcásticos ante esta palabra!... La repito. La excelsitud -moderemos, lo excelente- era conceptualmente compatible con la rebeldía, era, como ideal bien ideado, su mejor acicate; un ideal sólido consiste, simplemente, en plenitud. Menospreciar al enemigo no ennoblece la lucha. La lucha es proximidad y el bando menospreciado contagia su estilo, su garbo o falta de garbo, y el asaltante repite la mediocridad que se le impuso.

De todo esto se trata cuando los niños o los jóvenes se acercan al micrófono. Doy suelta a este comentario porque veo todos los días a estas ovejuelas llevadas por el cordón del micrófono ante

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El sabueso

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los doctores, directores de diarios, ministros, ¡presidentes!..., y todos estos grandes hombres les exigen lo que palmariamente ellos no pueden dar. Los niños no tienen opiniones, tienen deseos -si no los tuvieran, no serían hombres-, pero sobre sus deseos no tienen opiniones válidas -si las tuvieran, no serían niños-. Su braceo agónico es un espectáculo que, con un pesimismo metódico -más sano de lo que parece-, se calificaría de hecatombe infanticida. ¿Puede parecer este juicio detractor de las actividades televisivas?... Me condero el más adicto contemplador de la Televisión Española, y me esfuerzo en afirmarlo para que no se pueda pensar que critico frívolamente. Me harta el rechazo a la televisión que ostentan muchos, argumentando que come cocos, expresiva ¡y estúpida! idea. La accion del muncio televisivo convendría definirla con una frase popular francesa, que no tiene equivalente justo en nuestro folklore.

Lo que hace la televisión con las juventudes es meubler son cerveau, instalar en su mente un ajuar adecuado, hacer de ella una mansión confortable, en la que encuentren todo lo necesario para su nutrición, porque lo que importa es que sepan que van a crecer, que quieran crecer y llegar a adultos, que no se adormezcan ni envanezcan con la idea de que son jóvenes... ¿Qué habría que hacer para deshinflar este movimiento de captación de las juventudes, que parece una dádiva, siendo una usurpación de su visión futurista?... Negando lo que bulle en la realidad cotidiana no se consigue nada. Lo único que podría desviar la atención de los jóvenes (los niños requieren capítulo aparte) es la visión renovada del adulto. Claro que tal imagen no puede dársela la Televisión Española, si no es teóricamente.

Haría falta que alguien -alguien que tuviese el don que se llama autoridad, les pusiera ante los ojos la imagen del hombre..., en fin, que les enseñase, de modo eficiente, lo que es un hombre, lo que es ser hombre.

La nariz que sigue las huellas va, echando el bofe, en busca del fugitivo, del que no se muestra ante los que van a ser hombres, porque no sabe cómo es él mismo, hundido -sin inocencia- en la niebla infantil.

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