La tentación de intervenir
El fracaso de las políticas económicas convencionales para hacer frente a la crisis económica internacional ha revitalizado la pugna entre los seguidores del liberalismo y los partidarios del intervencionismo estatal. La tendencia casi automática a aplicar medidas proteccionistas, cuando cunde la adversidad en las economías nacionales, provocó hace tres semanas una importante discusión en Davos (Suiza), donde los tres máximos responsables de las principales organizaciones económicas internacionales (OCDE, FMI y GATT) se dirigieron a quinientos empresarios y treinta ministros de países miembros para alertar sobre los, peligros que acechan al libre comercio y al sistema de pagos internacionales. La plena dejación. al juego libre del mercado o el recurso a una mayor intervención estatal a través de medidas defensivas fiscales, monetarias o ampliando la acción productiva del sector público son los dos extremos de la controversia que busca soluciones para remediar la crisis económica. En el debate que ofrece estas páginas, un neto defensor del mercado libre (Pedro Schwartz), un partidario de un "liberalismo modesto" (Luis Angel Rojo) y un colectivo que preconiza una intervención racional y democrática del Estado (Arturo López Muñoz) ofrecen con sus opiniones el reflejo de la polémica internacional que hoy suscita el diagnóstico y tratamiento de la depresión económica.Hayek escribió en una ocasión que la fe en la libertad no descansa en resultados previsibles en condiciones particulares, sino que se basa en la convicción de que libera, en conjunto, más fuerzas para el bien que para el mal. La libertad se defiende, en efecto, como potenciadora de las capacidades individuales, de modo que los beneficios que pueden derivar de ella son, en buena medida, imprevisibles. Por ello, si la elección entre la libertad y la coerción se considera como una cuestión de oportunidad que ha de decidirse en cada caso concreto, la libertad perderá casi siempre la partida, porque tal elección se plantea entonces como referida a una opción entre la consecución de un objetivo concreto y la mera probabilidad de procesos que son imprevisibles por naturaleza.Lo anterior se refiere a las libertades en. general y, también, por tanto, a la libertad económica. El intervencionismo tiende a ganar cada escaramuza a la libertad económica porque siempre hay razones concretas e inmediatas que parecen justificarlo; las intervenciones generan nuevas intervenciones en cascada, y sólo con el paso del tiempo se adquiere una perspectiva suficiente para comprobar los retrocesos de la libertad y apreciar sus consecuencias en términos de erosión de la iniciativa individual, pérdida de flexibilidad de la economía y rigidez consiguiente de los tejidos sociales. A veces se plantean problemas, como los derivados del encarecimiento reiterado de la energía en los últimos años, que, al imponer reajustes importantes a las economías, hacen especialmente patentes los costes de la rigidez derivada de la proliferación de intervenciones; pero ni aun entonces será fácil que éstas retrocedan, porque siempre habrá intereses que, al sentirse amenazados, argumenten que tal retroceso es inoportuno. Una sociedad encorsetada por el intervencionismo económico tiende a esperar la solución de todos sus males de las manos del Estado, es decir, de más intervenciones.
Es curiosa, sin embargo, la frecuencia con que se tiende a medir con distinto rasero la libertad económica y las demás libertades y a ignorar la interrelación entre una y otras. Personas que se apresuran a denunciar (con razón) cualquier amenaza a la libertad de expresión, por ejemplo, parecen sentirse satisfechas con fuertes dosis de intervencionismo económico y con su ampliación. Los hay que, tan pronto como oyen hablar de libertad económica, la identifican con algunas dictaduras suramericanas y ponen el grito en el cielo contra los Chicago boys, el fascismo de mercado y las demás etiquetas al uso. Resulta difícil comprender que a personas con alguna experiencia en nuestras tierras se les oculte el hecho trivial de que las dictaduras aparecen ligadas normalmente al intervencionismo y que esos regímenes difícilmente pueden desarrollar políticas coherentes de libertad económica, porque son muchos los grupos de intereses con los que tienen que pactar para mantenerse; resulta extraño tener que señalar la obviedad histórica de que las sociedades faltas de iniciativa y flexibilidad en un entramado de intervenciones son las más propensas a sufrir pérdidas generales de sus libertades, y resulta, en fin, curioso que quienes atacan esas dictaduras no se pregunten por el papel que desempeñaron, en traerlas, políticas económicas intervencionistas, distorsionadoras y caóticas. No combate mejor las dictaduras quien cierra los ojos a todo esto.
Los recelos frente al liberalismo económico proceden, con frecuencia, de la idea errónea que lo identifica con el abstencionismo gubernamental, con la política de no hacer nada, con la política de manos fuera. Pero las cosas no son así, al menos desde mi punto de vista. Una política de libertad económica significa, en primer lugar, un esfuerzo por mantener un clima de competencia practicable y, por tanto, una lucha continua para abrir los mercados y mantenerlos abiertos; significa crear las condiciones adecuadas para que el sistema de precios reflejadas escaseces relativas de recursos reales (incluyendo aquellos recursos cuya escasez no se expresa habitualmente en precios de mercado); significa aceptar el mayor grado de descentralización compatible con la eficacia; significa un sector público que se ocupa de proporcionar buenos servicios públicos y una adecuada atención a las necesidades colectivas y de financiar bien esos gastos, y que se desentiende de otros campos de la producción de bienes y servicios donde la iniciativa privada lleva toda la ventaja; significa crear redes básicas de seguridad que protejan a los ciudadanos en la adversidad y el infortunio, pero asegurándose de que los costes en que se incurre son atendibles con los recursos existentes y no exceden del punto a partir del cual se estimula el despilfarro, se desalientan la previsión y la iniciativa privadas e incluso se fuerzan las preferencias de los ciudadanos; significa, en fin., preocuparse más de forjar marcos, normas e instituciones estables que de acosar diariamente a la economía con intervenciones cambiantes, desalientos, estímulos, protecciones, etcétera, que ocultan los problemas reales y entorpecen los mecanismos básicos de la economía y generan disfunciones que conducen, con frecuencia, a resultados opuestos a los deseados.
Todo esto exige una política activa, compleja y valiente, porque ningún grupo socioeconómico es partidario de la competencia si puede evitarla, nunca es sencilla la renuncia a la concentración de poderes y decisiones y nada hay tan difícil como dotar a un país de instituciones estables y eficientes. El intervencionismo es más cómodo y más fácil.
Tiempos de dificultad
Con lo que antecede no pretendo sentar plaza de purista liberal. Carezco de credenciales para ello y los doctores relevantes encontrarán seguramente insuficiente e incluso sospechoso lo que he escrito. Creo, sin embargo, que un modesto liberalismo basta y sobra para defender la conveniencia de mayores grados de libertad económica aquí y ahora, en este país y en la situación actual de nuestra economía.
Largos años de intervencionismo condujeron a una economía con fuertes elementos de corporativismo, una economía llena de rigideces que sólo podía funcionar razonablemente dentro de la fase de intensa expansión de la economía mundial que se cerró en 1973. Las distorsiones y los costes eran grandes, pero la expasión podía disimularlos mientras durase. El problema consiste en que la expansión se interrumpió con brusquedad bajo reiterados impactos depresivos que imponían, además, fuertes modificaciones en los costes y los precios relativos y, por tanto, en la estructura de la demanda, en las técnicas productivas deseables y en la rentabilidad del capital productivo. Y así, no sólo afloraron las distorsiones acumuladas en la etapa anterior, sino que las rigideces e inercias se han encargado de intensificar los problemas y de entorpecer los ajustes necesarios para encontrar una nueva senda de crecimiento razonable. Las economías no se adaptan a una brusca variación de circunstancias con la facilidad y rapidez con que cambia una decoración de teatro. Basta con echar un vistazo a Europa para comprobarlo. Pero, cuanto menor sea la flexibilidad de una economía, más largo y costoso será el proceso de ajuste.
Claro está que las dificultades económicas son la gran tentación del intervencionismo; y está también claro que todo el que se sienta amenazado por la apertura y el ensanchamiento de un mercado se apresurará a denunciar el intento como falto de oportunidad. Así que siempre existe un fuerte riesgo de que, en un período de dificultades corno el actual, persistan y aun se acentúen los factores de rigidez y esclerosis que generan paro y estancamiento, mientras se desvía la atención hacia el peculiar intento de sustituir reajustes reales por recetas monetarias. El riesgo existe. Y por eso es más importante comprender, frente a las vacilaciones y las tentaciones intervencionistas, que nuestra economía necesita más flexiblidad, mercados más abiertos, reformas institucionales -de las que la relativa a la Seguridad Social es un ejemplo conspicuo- inspiradas en la sensatez y una conciencia clara de la importancia de evitar los derroches de recursos si ha de abreviarse la adaptación a las nuevas condiciones económicas del mundo.
Luis Angel Rojo es director del Servicio de Estudios del Banco de España y catedrático de Política Económica de la Universidad Complutense de Madrid.
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