La operación liberal
EN UN verdadero juego de prestidigitación la UCD, que ganó las elecciones de marzo de 1979 al amparo de la fotografía de Adolfo Suárez, ha sido transformada paulatinamente en una formación política con objetivos y valores aparentemente diferentes de los que presidieron sus orígenes. En ese sentido, el escandalizado asombro que producen a los portavoces gubernamentales las fugas, hacia la izquierda y hacia la derecha, de diputados centristas recuerda la parábola evangélica de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio. Porque si se les reprocha a los tránsfugas deslealtad hacia el electorado, algo parecido cabría predicar de un partido que ha cambiado sonoramente de líder y de dirigentes sin tomarse la molestia de pasar antes por las urnas. El respeto al electorado, y no sólo a éste sino al conjunto de los ciudadanos, toda vez que se trata del partido del gobierno, ha sido pisoteado repetidas veces por ellos mismos.Tras la defenestración de los hombres elegidos en el Congreso de Palma de Mallorca para dirigir el partido centrista, operación que fue precedida de una campaña de Prensa para sumir en el desprestigio moral a las víctimas, el nuevo presidente de UCD, que lo es también del Gobierno, y el secretario general de la organización han cooptado para los cargos directivos del centrismo a hombres de filiación democristiana, notablemente alejados, sin embargo, de los más caracterizados y energuménicos representantes de la sumamente inmoderada plataforma moderada. Pero en la nueva cúpula centrista ocupa también un lugar relevante un antiguo subsecretario de Joaquín Garrigues Walker y ahora hombre de confianza de Antonio Garrigues Walker. Pedro J. López Jiménez, vinculado previamente a Manuel Fraga, pertenece a esa curiosa tribu de políticos sin causa que han decidido ocultar su orfandad ideológica y su pasado atonal bajo el rótulo, tan prestigioso en teoría como devaluado en la práctica, del liberalismo.
La habitual equivocidad de las palabras es sometida, en el lenguaje político, a multiplicaciones vertiginosas y a tergiversaciones sin límite. De todos es conocido que el nazismo se autodenominó socialismo nacional; y el falangismo, sindicalismo nacional. Los sistemas totalitarios de los países situados en el hinterland soviético fueron bautizados por sus invasores como democracias populares y el franquismo se protegió de la derrota del Eje con el paraguas de la democracia orgánica. Ni siquiera el liberalismo se ha salvado de esas bromas macabras, ya que la sangrienta dinastía de los Somoza practicó el genocidio en Nicatagua bajo las siglas del partido liberal nacional. Aunque en España la utilización del término liberal para fines partidistas jamás ha llegado -ni de lejos- a esos siniestros límites, cabe percibir, sin embargo, claros abusos en el aprovechamiento de la ambigüedad de la palabra para apoderarse de sus connotaciones emocionales y retóricas favorables y abandonar, al tiempo, valores, creencias y hábitos que han formado el núcleo de esa corriente de pensamiento, especialmente la tolerancia política, la generosidad con el adversario, la curiosidad por las nuevas ideas y el respeto por los sentimientos y las necesidades populares. La preocupante tendencia a que los sedicentes liberales unan sus destinos políticos con personalidades atadas por abundantes votos religiosos o vinculadas a la tradición de la Santa Casa, que nunca se distinguió por su amor hacia la tolerancia y por su respeto al laicismo, terminan en ocasiones de hacer inverosímil esas pretensiones ideológicas.
Desgraciadamente, prácticas tan viciosas como la inflación del censo electoral del Ateneo madrileño en vísperas de las primeras elecciones democráticas a su Junta Directiva, que han convertido al viejo caserón de la calle del Prado en una parodia institucional de los burgos podridos, pueden invocar el precedente de los pucherazos y las redes caciquiles de la Restauración, cuando conservadores y liberales rivalizaban a la hora de muñir los resultados de las urnas. En ese sentido, cuando Calvo Sotelo reivindica la tradición liberal, amenaza con situarse, quizás ingenuamente, en una línea de continuidad con aquella clase política de la Restauración que convirtió el ejercicio del poder en una profesión vitalicia, que fue incapaz de conseguir esa "España moderna y liberal" que el actual presidente del Gobierno dice desear, que se negó a abrir las puertas del establecimiento a las fuerzas sociales y a las corrientes de pensamiento de la otra España y que propició con su ceguera la caída de la Monarquía. Esa coalición gremialista de los conservadores y liberales de la Restauración, en suma, que José Ortega y Gasset describió y valoró en 1914 con severidad y acierto en Vieja y nueva política.
En la operación liberal montada desde el Palacio de la Moncloa, están destinados a jugar un papel no sólo los pálidos reflejos del liberalismo de la Restauración, sino también gentes más á la page. En la estrategia desempeñan un papel esencial, por supuesto, hombres como Antonio Garrigues Walker, que aspira a ser llevado en andas, sin haberse buscado ese duro pan de los políticos que son los votos populares, desde su despacho de asesor de compañías multinacionales a la presidencia del gobierno o a un ministerio importante. Es lástima que los profesionales del poder que toman como punto de referencia la política norteamericana, admirable en tantos aspectos, sean incapaces de extraer las lecciones que se desprenden de la vida democrática en Estados Unidos. A saber, que los ciudadanos al fin y al cabo algún día tendrán algo que decir, si es que esto sigue siendo verdaderamente una democracia y no se transforma en el franquismo de rostro humano.
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