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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Un pacto para la ley electoral

En efecto, como ha señalado Fraga, hemos entrado, con el nuevo año, en período electoral. Nadie discute ya que en el plazo de un año -el límite legal es mayo de 1983- tendremos elecciones a Cortes Generales. Por consiguiente, a partir de ahora la actividad de todos los partidos estará teñida de ese ingrediente que despectivamente se denomina electoralismo, pero que, se quiera o no, es indefectiblemente algo consustancial a toda democracia.Sin embargo, y he aquí la gran paradoja nacional, no disponemos de una normativa electoral vigente, como ya intenté demostrar en este mismo lugar hace unos meses (EL PAÍS del 16,18 y 19 de agosto de 1981). El decreto-ley de 1977 agotó, por una parte, su vigencia después de las elecciones del 15 de junio de ese año, únicas que, según su artículo 1, debía regir. Y, por otra, volvió a agotar nuevamente su vigencia, prolongada por el poder constituyente, tras las elecciones anticipadas, por disolución de las Cortes, del 1 de marzo de 1979, al cumplirse lo establecido en la disposición transitoria octava de la Constitución.

Nos encontramos pues en una situación que, de no remediarse pronto, podría dar lugar a un cierto grado de esquizofrenia política, poco recomendable en el actual contexto español. Un sistema democrático y constitucional, como es el nuestro, exige la seguridad jurídica en todos los campos, pero especialmente en lo que afecta a un tema crucial de la legitimidad del sistema democrático, como son las elecciones. ¿Qué piensa nuestra clase política con respecto a este vacío jurídico?

La impresión general es que en este terreno, salvo manifestaciones o acciones aisladas de algunos políticos, asistimos a una especie de tancredismo generalizado, que consistiría en no hacer nada y esperar que las próximas elecciones acabaran rigiéndose fatalmente todavía por el agotado decreto-ley de 1977, y ello a pesar de lo dispuesto en los artículos 68, 69 y 81 de la norma fundamental, que exigen una ley orgánica electoral.

Esta curiosa posición, incluso podría encontrar la defensa heterodoxa de algunos juristas, pero tal proceder iría en contra de lo que debe ser el Derecho en una democracia. Ciertamente, el Derecho en general, y el Derecho constitucional en particular, desde esta óptica, aparece como una forma de autolimitación del Estado, dirigida a enmarcar el poder frente a posibles actuaciones arbitrarias. Por tanto, si la autolimitación voluntaria que representa el derecho no la practican los gobernantes, y la clase política en general, se asistiría a una quiebra de los principios que fundamentan y diferencian las instituciones democráticas de las existentes en los países autoritarios, dictatoriales o tercermundistas.

En idéntico sentido, tampoco se respetaría tal autocontrol si el Gobierno, ante la premura de la convocatoria electoral, dictara un nuevo decreto-ley con vistas a su regulación. Y ello, porque esta figura jurídica ya no posee la misma naturaleza que en el año 1977, según la legalidad del régimen anterior, y porque se entraría en una zona de clara inconstitucionalidad al violentar el mandato constitucional de los artículos citados y, en especial, el señalado en el 86, párrafo primero.

Una ley orgánica

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No queda, en consecuencia, más camino que el de una ley orgánica electoral. Ahora bien, no se puede ocultar que, manteniéndose en este supuesto, caben dos posibilidades. La primera sería aprobar una ley orgánica, con un artículo único, que convalidase el contenido total o parcial del caduco decreto-ley de 1977. Pero semejante proceder equivaldría un típico caso de fraus legis y que es una forma, como definió el profesor Pérez Serrano, de eludir el precepto de manera inteligente y refinada, consiguiendo así, y por medios desviados, burlar una prohibición o incumplir un mandato. La segunda posibilidad, la más lógica y constitucional, sería elaborar, mediante proyecto o proposición de ley orgánica, la nueva normativa electoral que resulta de todo punto necesaria.Claro está que, en este último caso, existen dos principales obstáculos: el tiempo y la dificultad de lograr un acuerdo entre las fuerzas políticas. Ambos están intimamente conexos: cuanto más difícil sea el acuerdo, más tiempo se tardará, con el consecuente peligro de la aproximación del plazo electoral, que penderá sobre las discusiones y fases procesales parlamentarias como una amenazadora espada de Damocles.

Se puede adivinar fácilmente que este acuerdo, a causa de la complejidad de la mecánica parlamentaria (sistema bicameral y fases de ponencia, comisión y Pleno), sería tan problemático de obtenerse como el sortear un campo minado. El hecho, por un lado, de que el Gobierno vea cada vez más restringida su mayoría en el Congreso -a causa del fenómeno del transfuguismo político- y, por otro, de que cada partido considere -en gran parte equivocadamente- al sistema electoral preferido como el talismán que le puede favorecer en las elecciones, contribuiría, sin duda alguna a imposibilitar el logro de la mayoría absoluta que se requiere en las leyes orgánicas.

¿Cómo salir entonces de este aparente callejón sin salida? A mi juicio, no cabe ya otra solución, ante lo cargado que se presenta el programa legislativo con que se enfrentan las Cortes en lo que resta de legislatura, que recurrir a un pacto electoral, protagonizado fundamentalmente por los dos grandes partidos nacionales del momento. Del mismo modo que en las actuales circunstancias españolas se ha impuesto la necesidad de un pacto autónomico para salir del laberinto de las autonomías o de un Acuerdo Nacional de Empleo frente al paro y la crisis económica, se hace necesario y urgente un pacto sobre la ley electoral futura.

Comisión de expertos

Pacto que comprendería los aspectos técnicos y políticos del futuro sistema electoral. En lo que se refiere a los primeros, no creo que hubiese muchas dificultades para ponerse de acuerdo en temas como la creación de una administración electoral profesionalizada, la delimitación de un censo fiable o un sistema racional y tecnificado para el recuento de votos. Mayores dificultades, obviamente, comportaría el consenso respecto de las cuestiones políticas, pues, evidentemente, cada uno querría arrimar el ascua a su sardina.No obstante, partiendo de un documento de base elaborado por una comisión de expertos, consensuados previamente, y teniendo en cuenta el poco margen que deja la Constitución en esta materia, sería posible la conciliación, en breve espacio de tiempo, sobre una serie de puntos que, por encima de los intereses partidistas, exige el interés nacional. Señalemos, entre los más importantes, la necesidad de primar a los grandes partidos nacionales -y regionales, en ciertos casos- para evitar la fragmentación en las Cámaras a la vista de lo que exige un sistema políticamente descentralizado como es el que se está configurando entre nosotros; la adopción de una fórmula electoral en el Senado, que sea más justa que la actual; y, por último, el logro de un medio que permita un mayor protagonismo del elector, como sería el voto preferencial.

En definitiva, todavía es tiempo de que se imponga el sentido común, porque, de lo contrario, como ha escrito, en un sugestivo artículo sobre la Constitución, en este periódico, Francisco Umbral, "unos legisladores que comienzan por no respetar lo que trabajosamente han escrito se están deteriorando a sí mismos, al deteriorar el papel invicto, y se ve que quieren pasar sutilmente de lo legal a lo sacerdotal".

Jorge de Esteban es vicedecano de la facultad de Derecho de la Universidad Complutense.

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