Principios y criterios para la reforma electoral /y 2
El artículo 68 de la Constitución, en su segundo apartado, marca los dos niveles de la representación española en el ámbito electoral: por una parte, la representación territorial o de «mínima inicial a cada circunscripción»; por otra, distribuye la representación popular o ciudadana de los demás representantes en proporción a la población censada.Se aparta nuestra Constitución de la regla general o dominante en el derecho electoral europeo de otorgar la representación política únicamente a la población censa da, según el criterio de un representante por cada equis fracción de la población, dejando la división electoral geográfico-política a la parte que rige el sistema electoral propiamente dicho. Este doble criterio de la representación partida entre un mínimo por circunscripción y la proporcionalidad por población es consecuencia de los pactos derivados de la ley de reforma política, asumidos o reasumidos por los reformistas gubernamentales e integrados en el pacto constitucional de 1978, y de este modo también aceptados por los representantes de los demás grupos parlamentarios en las Cámaras constituyentes de 1977.
El segundo criterio, el de la asignación de diputados a cada circunscripción en función del número de ciudadanos inscritos en el censo electoral, fue especialmente proclive a las desigualdades en la representación en la ley de 1977, que atribuía un escaño por cada 144.500 habitantes o restos de población de 70.000, justificando que de este modo se suavizaba «en alguna medida los efectos de nuestra irregular demografía y se atiende a un mayor equilibrio territorial en la representación», según rezaba el preámbulo. Al seguirse manteniendo en la Constitución la única manera de avanzar y combinar ambos principios con el menor perjuicio es precisamente aumentar al, máximo constitucional el número de escaños que permite la Constitución, esto es, hasta el límite de cuatrocientos.
Si se aumenta hasta 399, para no llegar al límite y cifrar en doscientos la mayoría absoluta de diputados, repartiendo los 297 restantes no atribuidos por la división territorial, se obtiene un descenso en la atribución de escaños en torno a un diputado por cada 125.000 habitantes o fracción superior a 65.000.
Estas dos operaciones quedan condensadas en el cuadro adjunto, columnas C y D, referidas a los dos repartos o asignaciones, con población estimada por el Instituto Nacional de Estadística para el 31 de diciembre de 1980 (población de derecho). Queda atenuada, en los límites constitucionales, la desigualdad representativa final (territorial y poblacional), puesto que, sobre todo Madrid y Barcelona, las más perjudicadas por las atribuciones de 1977, pasan de un cociente en torno a 0,60 de infrarepresentación a otro de 0,80, lo que supone un paso de cierta consideración, aunque no resuelva definitivamente la cuestión de la desigualdad representativa, por razón de población.
Otra modificación clave del sistema electoral habría de radicar en aproximar a los candidatos y a los electores, aliviando la dictadura de hierro de los comités partidistas en la confección de las listas y frenando la huida hacia la abstención o la apatía política del electorado.
Mediante una sencilla operación de división de las circunscripciones constitucionales, esto es, las provincias, en uno, dos o más distritos territoriales electorales internos, a los cuales se atribuyen el número de puestos resultante de una división de la población, y manteniendo la circunscripción provincial para la suma de restos y demás operaciones electorales de atribución de actas y controles previstos por las juntas provinciales, pudiera avanzarse en este terreno. El ale gato, lanzado como arma arrojadiza, de que la circunscripción electoral provincial es incompatible con la división interna de la misma en distritos electorales, al exigirlo así la Constitución, olvida que, efectivamente, la circunscripción provincial no es más que una división territorial para resolver el arduo problema de la atribución preelectoral de representantes según el número de habitantes censados. Esta operación comporta, desde luego, operaciones electorales y poselectorales de escrutinio o suma total del más alto interés político, pero la propia ley Electoral española de 1977, en sus apartados 19.1 y 19.2, contempla la existencia de uno o más distritos electorales en el marco de las provincias.
Entendemos, por tanto, que es perfectamente constitucional la posible división interior de la circunscripción provincial en distritos electorales, siempre y cuando se mantenga la circunscripción como unidad o suma global preelectoral y poselectoral en las condiciones indicadas. Con este sistema se puede avanzar manteniendo 33 circunscripciones sin cambios, donde circunscripción, provincia y distrito.electoral coinciden plenamente y eligen tres diputados (seis provincias de 90.000 a 172.000 habitantes), cuatro (nueve provincias), cinco (seis provincias), seis (ocho provincias) y hasta siete diputados (tres provincias, entre 590.000 a 695.000 habitantes censados).
Las demás provincias, las más pobladas, son diecisiete, que habrían de dividirse en dos o más distritos electorales, cada uno de los cuales elegiría igualmente entre un mínimo de tres y un máximo de sie$e representantes. Madrid y Barcelona, tomando como base de referencia. siempre que fuere posible el distrito de cinco diputados, alcanzarían cada una siete distritos de cinco diputados y uno de siete.
Con este procedimiento de división electoral por provincias, circunscripciones y distritos electorales (hasta 82) se vendría en la práctica a erigir el distrito (palabra de rancio sabor peculiar español) en unidad electoral básica, distrito de un mínimo de tres a un máximo de siete diputados, sin perjuicio de mantener la circunscripción pro vincial, mientras la Constitución así lo exija, como unidad territorial preelectoral y de escrutinio global, atribución de restos y demás ope raciones electorales.
La famosa y debatida regla D'Hont para establecer el cociente electoral en el escrutinio de atribu ción de escaños según número de votos por lista electoral debe ser, en todo caso, reexaminada para operar en el marco del distrito que se postula o para ser sustituida por otro cociente y atribuir, según el principio de la media más fuerte, los restos por circunscripción a partir de un determinado umbral provincial.
El umbral mínimo de acceso a la representación nacional parlamentaria es un mecanismo que atenúa, en efecto, la tendencia a la fragmentación partidista. Parece de todo punto necesario elevarlo al 5%, puesto que el 3% de la ley de 1977 no impidió la llegada, ni en 1977 ni menos aún en 1979, y pro bablemente lo será aún menos si se mantiene para 1.983, de una miriada de representantes únicos de micropartidos.
Otra cuestión harto difícil es la de la relación entre representación nacional del 5 % y representación de comunidades autónomas multiprovinciales o, aún más complejamente, en las uniprovinciales. Con un 5% de umbral nacional, sólo las grandes constelaciones nacionales, esto es, las cuatro grandes fuerzas, u otra que sumase tal mínimo, pueden tener acceso al Congreso. La forma de resolver el umbral nacional y el de comunidad autónoma sólo puede afrontarse recurriendo al mecanismo de partidos operantes en comunidad autónoma, sin voluntad de participar en otras circunscripciones y distritos, y exigiéndoles en tal caso un umbral mínimo del 10% de votos válidos reclutados en la comunidad autónoma para acceder al Congre so de los Diputados.
El sistema electoral no puede, sin embargo, en ningún caso tender a cerrar la innovación y la libertad de creación de asociaciones, partidos de nueva factura, o que obedezcan a nuevas demandas sociales, o que sean el resultado de espacios políticos reales sin representación política relevante o susceptible de serlo.
La nueva ley Electoral debe atenuar la fantástica propensión a la concentración del poder electoral en las dos grandes máquinas que hoy lo concentran, particularmente por su capacidad de movilización de recursos financieros y medios materiales y humanos. La exigencia de un moderado depósito previo y la obtención de los pode res públicos de medios mínimos para quienes presenten en cada circunscripción o distrito electoral unos mínimos recursos humanos y programáticos garantizarla a todo el sistema una imagen de credibili dad muy superior a la que hoy se transmite a los ciudadanos.
Por último, pero no la cuestión menos importante, la ley Electoral debe adentrarse en el espinoso camino de la regulación de los medios de comunicación y favorecer una comunicación más fluida y de más posibilidades al debate público.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.