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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Una nueva ley Electoral

Como es bien conocido, las primeras elecciones generales del régimen democrático, emanadas de la aprobación de la ley para la Reforma Política, fueron reguladas mediante un decreto-ley -el 20/ 1977, de 18 de marzo, sobre normas electorales- que, a su vez, y en virtud de la autorización que concedía la disposición transitoria octava de la Constitución, rigió, con algunas salvedades referentes a la edad para el voto y al régimen de incompatibilidades e inelegibilidades, en el segundo proceso electoral, que tuvo lugar tras la disolución de las Cámaras propuesta por el presidente del Gobierno y decretada de oficio por el Rey.En consecuencia, y si bien está en vigor una ley de julio de 1978 que regula las elecciones locales, no existe normativa alguna que desarrolle las previsiones constitucionales acerca de la elección de los diputados y senadores; habiendo, sin embargo, de ser electos estos últimos «en los términos que señale una ley orgánica», según el artículo 69.2 de la Constitución.

El artículo 70 de la ley fundamental menciona de forma explícita la «ley Electoral» referida a la provisión de ambas Cámaras indistintamente, de donde habrá que deducir que esta ley es la misma que aquella orgánica que se cita en el artículo anterior. Por consiguiente, si no se quiere caer unavezmás en la chapuza jurídica, la ley Electoral habrá de ser orgánica, por lo que requerirá el apoyo parlamentario de la mayoría absoluta de la Cámara baja; un apoyo que, por lo polémico de la materia de que se trata y por lo conflictivo de la coyuntura política, no será fácil aunar.

En los últimos tiempos se han oído voces de todos los signos sugiriendo la dirección idónea, a juicio de cada una de ellas, del sistema electoral que ha de regir en la elección de los diputados. La Constitución tan sólo habla de «criterios de representación proporcional», previa asignación de «una representación mínima inicial a cada circunscripción », de manera que caben infinitas soluciones concretas a tan inconcretos límites, y como de la naturaleza de la ley Electoral depende en gran medida la configuración del mapa político, no es extraño que cada cual trate de arrimar el- agua a su molino: el PSOE, con mayor implantación urbana, pretenderá reducir esta representación mínima inicial de las circunscripciones y acentuar la proporcionalidad; la UCD, con predominio en las áreas rurales, intentará aumentar aquel mínimo de partida; Alianza Popular, deseosa de forzar la creación de la «gran derecha», habrá de preferir aquella corrección de la proporcionalidad que más asemeje el sistema al mayoritario; los partidos estatales idearán todas las triquiñuelas jurídicas concebibles que perjudiquen a los nacionalismos, en tanto que éstos harán lógicamente cuanto puedan en sentido contrario... Y ello sin contar con las aportaciones técnicas, de mayor o menor contenido político, con que cada legislador quiera contribuir individualmente a la norma. Por el momento se ha hecho pública ya una proposición de que las listas dejen de ser bloqueadas, como hasta ahora, proposición cuya pa ternidad corresponde a un grupo de diputados de UCD.

Por todo ello, y puesto que no hay argumentos de peso que permitan asegurar que nuestra demo cracia mejoraría sus mecanismos de participación o acentuaría su arraigo sociológico alterando el sistema electoral que ha regido en nuestra corta experiencia -de existir estos argumentos es obvio que todos los regímenes de mocráticos habrían implantado el sistema electoral óptimo-, lo sensato y lo verdaderamente de mocrático sería que las principales fuerzas políticas decidieran elevar el decreto-ley que ha venido rigiendo en las dos ocasiones anteriores a la categoría de ley orgánica.

Pienso que es evidente que no se: sostiene en pie en absoluto la afirmacion, esgrimida con cierta frecuencia, de que las tasas de abstención elevadas, los chirridos. constantes del régimen político e, los fallos resonantes en los mecanismos de representación y participación proceden del sistema electoral. La experiencia secular en todo el Occidente demuestra sin lugar a equívocos que cuando el pluralismo falla, la libertad se corrompe y se limita, la solidaridad se enrarece y la convivencia se degrada, la culpa es siempre de los hombres, de los protagonistas de la gran ceremonia del Estado. Sin duda alguna, el pueblo acudirá a las urnas y se sentirá plenamente representado en las instituciones cuando la clase política aquilate su sentido del deber y ponga a punto una dis-, posición magnánima y patriótica, no cuando haya cambiado una cierta norma secundaria. Máximo cuando el cambio tampoco obedecería ciertamente al propósito al truista que declararían de segurci sus instigadores.

Antonio Papell es comentarista político e ingeniero de caminos.

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