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Inventario de otoño
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Guillermo Marín en el carro de la farándula

Manuel Vicent

Lo más evidente son las bolsas de sus ojos, su mirada risueña de chino; después, esa pálida nitidez de cera en la cara, en la calva tan abierta. El actor Guillermo Marín vive solo en un piso-almena con los fantasmas del pasado clavados con chinchetas en las paredes. Hamlet, el Tenorio, Segismundo, el retrato de su caniche muerto, las sombras de unos amores perdidos entre medallas, diplomas y pitilleras. Es un piso de soltero, con carrito de licores, revistas eróticas y tresillo amoroso frente al televisor. Un día, a Guillermo Marín sólo le quedaban unos miles de pesetas en el bolsillo. Analía Gadé, María Jesús Berlanga y Amparo Soler Leal lo llevaron atado a casa del notario y le obligaron a agarrarse a algo sólido y escriturado en la vida. Este piso es lo único que Guillermo Marín puede exhibir ante el inspector de Hacienda. No busques más. Pero aquí dentro él es un pequeño emperador de su memoria. Bajo la lámpara, el actor sonríe con dos pliegues de conejito y el filo de la mirada que le raya las ojeras carnosas.-Nací en Madrid, en la calle de San Vicente, número 29, en una casa que era del torero Luis Mazzantini. Estoy bautizado en la iglesia de Maravillas, de modo que soy chispero de cepa, aunque he recorrido cincuenta veces España de un lado a otro en un carromato de farándula. He ido a pie y en burro por aldeas y cortijos a dar funciones de teatro y he recitado a Calderón en corrales llenos de gallinas. Mi padre fue militar y murió cuando yo tenía seis meses. Mi madre era actriz, también hija de militares, que no veían con agrado este oficio. Entonces las señoritas se dedicaban a tocar el piano en casa y a hacer mermeladas, mientras a los cómicos apenas se les enterraba en sagrado. Ella lo hacía, lo dejaba. Tuvo dificultades, pero me inculcó mucho la afición y la tuve desde los seis años. En el colegio escribía yo mis comedias y las representaba en un teatrito que había allí. Una de las obras que me entusiasmaba, la clave de mi vida, era Don Juan Tenorio. Después he sido el actor español de todos los tiempos que más veces ha hecho el Tenorio. Tengo el récord. Lo he interpretado en cincuenta versiones distintas. Era un adolescente de catorce años cuando decidí hacerme cómico y me enrolé en una compañía ambulante que iba a pie, en burro o en carro por los pueblos de La Mancha, Extremadura y Andalucía dando funciones en plazas, descampados y corrales, sin sitio para dormir y comiendo pan con aceite. Hacía papeles importantes, y además me encargaba de la sastrería, lo que hoy se llama regidor. No cobraba nada. Un día nos corrían a pedradas, otro nos invitaba un alcalde, así íbamos tirando, como una reata de zíngaros con oso y pandero, o como una caravana de saltimbanquis que acampaba en las afueras. A veces venían de un pueblo vecino a contratarnos, y entonces la compañía se dividía para atender el compromiso. Unos se iban allí a interpretar La vida es sueño sin decorado, sobre unos bidones, y otros se quedaban aquí haciendo La casa de la Troya entre cuatro. A treinta céntimos la entrada, podíamos con todo. Entonces yo era un niño que en los ratos libres me ponía a jugar a las bolas con los chicos de la aldea. Así estuve hasta los dieciocho años. Ahora paso a veces en coche con mi hijo por algún paraje de aquéllos, y le digo: «Mira, dentro de ese corral de gallinas he recitado yo el monólogo de Segismundo».

Actor con jubón

Guillermo Marín es un actor que uno imagina con jubón, golilla y calzas de seda, sentado en el café Dorín con el caniche enredado en los pies, hablando en verso calderoniano de la Seguridad Social con un agente de teatro o vestido con camisa de tergal, corbata con pintas y la raya del pantalón planchada, como un registrador de la propiedad, morreando la yugular de doña Inés y escarbando su corpiño en el reservado de un cabaré frente a una botella de champaña de San Sadurní de Noya, mientras le propone un fin de semana en Benidorm. Guillermo Marín lo lleva mezclado todo en la cabeza, la reverencia galante y el manotazo castizo a las cachas, el bordado lírico y el salto de mata.

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-Siendo muy pequeño, un día mi madre me llevó al teatro Español a ver una obra de Lope de Vega. Es curioso. En su tiempo, a Lope lo acusaban de hacer cosas triviales para complacer al público y salir del paso. Entonces escribió una comedia que tituló Cuando Lope quiere, puede. O el castigo sin venganza. Esta obra se representaba aquel día en el Español con un gran reparto: Carmen Moraga, Pepe Romeu, Carmen Seco y Paco Fuente. Estaba yo balanceando mis patitas en la butaca cuando un actor comenzó a decir de manera sublime unos versos de amor. Le pregunté a mi madre: «¿Quién es?». Mi madre me dio con el codo: «Chisst, cállate. Es Ricardo Calvo». Quién me iba a decir que aquel gran hombre, con el tiempo, sería mi suegro. Ricardo Calvo lo ha sido todo para mí, lo que se dice un maestro en la vida, en el decir y en el hacer. Me contrató de galán joven en su compañía antes de entrar en quintas, y en 1924 me llevó con él a Buenos Aires y estuve cuatro años por toda América hasta salir por Nueva York. Estaba yo, el tercer día de navegación, metido en el camarote, todo mareado, cuando vinieron a decirme que el primer actor había muerto. Ricardo Calvo llegó con un montón de manuscritos en los brazos. «¿Te atreves a reemplazarlo?». Le dije que sí. «Pues toma. Aquí tienes esto. Empieza a estudiar». Se me pasó el mareo. Y al llegar a Buenos Aires se me cayó el pelo. Quiero decir que me quedé completamente calvo. Lo acepté sin traumas. Creo que ha sido algo que me ha servido mucho en la vida, porque mi calva es inconfundible y me ha dado popularidad. Soy calvo desde los veinte años, y tanto es así que fui el primer galán que salió a decir amores a todas las primeras actrices de España, y se los he dicho con mi calva, porque yo pensaba: si hago el amor fuera de escena y me da resultado, ¿por qué no va a funcionar en el teatro? Y decidí no ponerme aplique. Resulta que un día allí, en Buenos Aires, tuve un amor con una chica que en el momento más íntimo de la almohada me dijo: «Hay tres cosas que me gustan mucho de ti». Le contesté: «Pues tú me dirás cuáles son». Ella continuó, jadeando de pasión: «Me gusta tu nariz, me gustan tus ojos y me gusta tu calva». A mí eso de la calva se me quedó grabado aquí. Al día siguiente, en el teatro, tenía que decirle amores a Amparo Martí, y salí con la cabeza pelada. Amparo me dijo: «Que se te olvida el aplique». Le contesté lleno de orgullo: «No se me ha olvidado. Es que voy a salir así». Hice el amor exactamente igual y el público se lo tragó. Después continué. Sólo me he puesto postizo cuando no ha habido más remedio, en el Tenorio, por ejemplo. Fuera de escena mis amores también comenzaron muy pronto. Me enamoré por primera vez a los catorce años de una niña de Madrid que se llamaba Carmen. No me hacía caso y eso me daba, como siempre, más ímpetu. Un día le di un beso en el moflete y salí corriendo por la calle de San Bernardo. Desde muy joven he vivido libre y solo, de modo que amé con relativa facilidad; unas veces por ti y otras por ella, uno se ha visto siempre liado. Amores corrientes he tenido muchos; pero fundamentales, sólo dos o tres. Sí, a mi mujer la quise, aunque al poco tiempo ya no nos entendíamos y nos separamos. Eso no alteró en absoluto mi amistad con su padre. Ricardo Calvo y yo seguimos igual. De Niní Montián guardo un recuerdo cariñoso. Ella me llevó de primer actor al teatro Español, donde estuve treinta años seguidos en su época grande. Es una mujer excepcional, ha sido muy guapa y tenía una figura espléndida. Después nos separamos, pero nos queremos mucho y nos llamamos por teléfono. He tenido muchas mujeres en mi vida, amores sonados que no voy a decir, dada mi innata caballerosidad. Luego, cuando nos hemos encontrado, me han abrazado, me han besado y me han dicho: «Como tú, ninguno».

Dos reales en el bolsillo

Antes de Ilegar a la gloría, que es ese cañón de luz color hueso proyectado sobre la chácena del escenario donde ya estás tú solo vestido de Hamlet, hay que pasar por la experiencia ratonera de llevar dos reales en el bolsillo, después de tres días seguidos sin comer, y entrar en el café de artistas como un héroe orgulloso y famélico a sonreír al agente, invertir los cincuenta céntimos en un cortado en taza mediana, dar la espléndida propina de una perra gorda al camarero y esperar a que los dioses caigan del techo sobre el velador. Guillermo Marín ha pasado por todo: desde el pajar donde duermen los juglares, las pensiones de provincias con guisotes de coliflor, los trenes borregueros con un boniato en el bolsillo de la chaqueta junto a un libreto de Molière, hasta el repeluzno en la rabadilla, que son los ángeles tocándote el arpa, bajo los aplausos del público en las noches más memorables del teatro Español.

-A través de Ricardo Calvo he conocido a muchas personalidades. A Antonio Macha-

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do, por ejemplo. Ellos dos eran como hermanos y se veían casi todas las noches en el café Español. Tengo su imagen todavía entre aquellas columnas, espejos y divanes rojos. En cierta ocasión, Ricardo Calvo heredó una fortuna de su padre, 100.000 duros o cosa así, que entonces era una enormidad. Cogió a Antonio Machado y se lo llevó a París. Y allí estuvieron los dos, muy jovencitos, dilapidando el dinero hasta que se acabó. Después vivieron gracias a la caridad de Oscar Wilde, que tampoco andaba muy sobrado. Este les daba de comer en un bistroqué, y al final subsistieron de cualquier forma, robando latas de sardinas en las tiendas de comestibles. Oscar Wilde les pagó el viaje de vuelta a Madrid, eso es algo que muy poca gente sabe. Luego Ricardo Calvo tuvo un coche, comprado a plazos, que conducía siempre yo. En él iba todos los días a recoger como un mecánico a Machado para llevarlo a la tertulia. Era un coche muy célebre, que muchas veces estaba parado por falta de dinero. Felipe Sasone le hizo una cuarteta: «El automóvil mendigo / está parado en una esquina / porque no encuentra un amigo / que le ponga gasolina». Entonces la gasolina estaba a seis pesetas los diez litros, y ni eso teníamos. Ricardo Calvo era un manirroto, como lo he sido yo. En esto también he salido a él. Me quería igual que a un hijo. Bueno, yo iba en el coche por don Antonio Machado y lo llevaba al café. Yo he sido un hombre muy corto, muy achicado tratando a las personalidades, aún hoy me pasa, pero un día estábamos los tres solos en la tertulia del Español y me atreví a decirle: «Don Antonio, yo me sé muchos versos de usted ». El me. palmeó cariñosamente la rodilla y contestó: «Recita alguno; hijo mío». Entonces, lleno de ánimo, le dije El viaje, una poesía preciosa: «Y alegría de un viajar en compañía / y la unión que ha roto la muerte un día / mano fría que aprietas mi corazón / tren, camina, silba, humea, acarrea tu ejército de vagones...» Al oírlos versos anteriores a Machado se le humedecieron los ojos. Cuando terminé, me cogió una mano, me la apretó y, mirando a Ricardo Calvo, le dijo, casi entre lágrimas: «¡Qué bien recita el chófer!». Después cogía el coche y les iba dejando en casa a las seis de la mañana. O a las siete. Eso cuando yo no tenía algún amor que atender. Entonces se lo decía a mi suegro: «Yo me voy, que tengo un asuntillo». Y él, que era muy humano, muy comprensivo y más mujeriego que yo, me suplicaba lleno de envidia: «Anda, cuéntame adónde vas, hijo mío». Eramos íntimos amigos. Cuando a veces él se escapaba por ahí, yo también lo tapaba. Por aquella tertulia pasaba Unamuno siempre que venía a Madrid. Hablaba poco, sobre todo si no se le daba la razón desde el principio. También venía Valle-Inclán. Y le oí contar cómo perdió el brazo de treinta formas distintas, de todas menos del garrotazo que le dio Manuel Bueno, que era la versión auténtica. A veces se ponían muy pesados y gastaban noches enteras discutiendo cosas intrascendentes. Yo iba de escucha, no me atrevía a abrir la boca. Pero Machado, por ejemplo, era muy gracioso, tenía mucho sentido del humor. Cuando se estrelló aquella expedición italiana que iba al Polo Norte con profesores y técnicos, se comentaba que los supervivientes se habían devorado unos a otros. Machado se levantó en la tertulia y comenzó a recitar aquello de Calderón, Cuentan de un sabio que un día. Y terminó así: «Que otro sabio iba comiendo las raspas del profesor».

68 años en el teatro

Guillermo Marín va siempre esmerilado, como recién salido de la ducha, el nudo de la corbata hirsuto, los puños y el cuello de la camisa relampagueantes, el traje recto, hecho un señor. Una pañería impecable para un alma de bohemio meticuloso. Este hombre de 76 años ha usado 63 en el teatro y otros tantos para lances de amor en la vida privada. Treinta años de primer actor en el Español, ocho de cabecera en el María Guerrero. Y así sucesivamente, saltando de catre en catre, del camerino a escena. La crítica lo ha considerado como el mejor galán del teatro en verso. La prosa de amor la ha dejado por cobertizos, buhardillas, divanes y hoteles.

-En plena República, Ricardo Calvo, Alfonso Muñoz y yo estrenamos El divino impaciente, de Pemán, en el teatro Infanta Beatriz. Yo iba de galán en el papel del traidor Ataide. Aquello fue algo asombroso. Azaña acababa de decir que España había dejado de ser católica, y como este pueblo siempre lleva la contraria, se ve que pensó: «¿Que no hay católicos? Ahí vamos». Claro, aquello era la representación auténtica de la monarquía, con Pemán a la cabeza, y desde el principio se politizó la función. Yo jamás he visto a un público levantarse y avanzar hacia el escenario aplaudiendo, ya te puedes imaginar, entre gritos y vítores mientras Ignacio le daba los consejos a Francisco Javier antes de partir hacia la India. Fue la locura. Se tuvieron que formar tres compañías. Yo hice El divino impaciente dos años y pico. Estábamos tan hartos que Alfonso Muñoz inventaba versos por su cuenta, de carácter político, para caldear aún más el ambiente. Llegamos al teatro Cervantes, de Sevilla, y cómo sería la cosa que Alfonso Muñoz en escena, por lo bajo, me dijo: «Fíjate, Guillermito, hay entradas en la claraboya». Efectivamente, en la claraboya del techo se veían veinte o treinta personas asomadas, que asistían a la función desde el tejado. Eso es lo más político que he hecho en escena. Comprenderás que el teatro clásico no da para esa clase de pasiones. Pero hace unos años representé a Mussolini. Yo tengo ciertos rasgos físicos del personaje. Me afeité la cabeza y era Mussolini clavado. No dio dinero. En el estreno ya nos pusieron una bomba. Y otro día, con el teatro lleno, se adelantaron dos jóvenes vestidos de negro y me gritaron: «¿Cómo hace usted esto, señor Marín?». Me arrojaron un paquete a la cara. Lo peor de un actor es el aburrimiento. Noel Coward decía que se había retirado del teatro porque cuando llevaba más de cien representaciones le daban ganas de morderle la nuez al señor de la primera fila. Después llega un día y en medio del verso te quedas en blanco. No suele suceder al principio. Yo he tenido dos lagunas memorables. Una, con Hamlet. Empecé a decir «ser o no ser». Y me atasqué. Me puse la mano en la frente y, me fui hacia Ofelia, la miré desvalido, como suplicándola algo. Ella no supo entender que yo no podía seguir. Más apesadumbrado todavía me dirigí lentamente a cajas y grité: « ¡Ser o no ser, qué! », Me contestó el regidor Chapete: «Esta es la cuestión». Y ya seguí. El público no se dio cuenta. Otra vez, En Flandes se ha puesto el sol, de Marquina, tenía que decir: «Española en el sentir, / caprichosa en el cantar, / y el recato, casera». Me lié, me trabé la lengua y comencé a gritar: «Cachipún en el cantar, / cataputa, catapán / catipún y yo soy el capitón». El público me aplaudió, puesto en pie. Lo único que quiere el público es que no te rías de él. Yo jamás me he reído en escena.

Uno de los momentos estelares de Guillermo Marín fue su interpretación de Hamlet en el teatro Español, en 1947. Veinte años antes, él había visto a John Barrymore en Nueva York dar una versión intimista, psicológica, reconcentrada del personaje, sin gritos, en una cámara negra, con moqueta negra, una escalera, el traje negro y un foco blanco. Guillermo Marín se acordaba de aquella representación y el todo Madrid de la posguerra quedó sorprendido. Después fueron cayendo Tenorios a mansalva, todo el repertorio clásico y moderno fue pasando por las cuerdas de este actor. Tardes de ajedrez con Benavente, noches en el café Castilla con Jardiel Poncela, hasta quedar inmortalizado en una caricatura de Sirio en la pared.

-Yo no he sido un don Juan; -ni siquiera he llegado a Chiutti. Esas son cosas que se cuentan. He amado mucho, me han amado mucho, he sabido tratar a las mujeres, he tenido siempre mucha deferencia con ellas. Aparte de que yo siempre he puesto el corazón; esto es gracioso, no he servido para decir, esta mujer me gusta, pues, hala, me voy con ella. No, no; yo he tenido que hacerle la corte a la manera clásica. Y me han hecho sufrir. He sido complicado en el amor, siempre pendiente del teléfono, acabar la función y salir corriendo hacia el hotel a esperar la llamada. Mi último amor se fue hace siete años. No quiere decir que esporádicamente, ¿verdad? Pero siempre que viene alguien y me dice que quiere quedarse en casa le digo que no. El otro día, en la Gran Vía, una señora se me puso de rodillas y comenzó a abrazarme las piernas. «Usted, es el actor más grande del mundo». Y yo; «Por Dios, señora». En fin, ese de la foto es mi perro Willy, que murió hace tres años. Era un perro sorprendente que cedía el paso a las señoras. En el teatro Español danzaba por todas partes, pero al oír que el regidor Chapete me decía: «Mister Williams, qué, ¿se puede empezar?», el perro, donde estuviera, se metía en mi camerino y ya no salía hasta el final de la función.

Guillerrno Marín sonríe al retrato de Willy rayando con la mirada húmeda sus ojeras carnosas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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