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Reportaje:Justicia en Madrid, un colapso permanente / 2

Más de doscientas sentencias pendientes de ejecución en un solo juzgado

Nada expresa con tanta exactitud el agobio de los juzgados como una guardia de veintiséis horas. Pero en un día cualquiera todos los juzgados de instrucción reciben a casi cien personas, entre testigos, demandados, querellados, curiosos y personas que han llegado hasta allí por error. A las dos de la tarde, al final de la jornada, la situación es siempre la misma: hay ante los funcionarios una enorme montaña de expedientes. En muchos casos, las sentencias tienen que esperar un tiempo próximo al año sobre las mesas, hasta ser definitivamente tramitadas. Este proceso se dispara de forma continua y progresiva.

Cansados de esperar la llegada de furgones de conducción Y las listas de ingreso en calabozos, a veces los familiares de los detenidos se alejan por algún tiempo de la plaza de Castilla. Tienen el aspecto, alternativamente inquieto y resignado, de los viajeros que aguardan la llegada de los trenes en las grandes estaciones ferroviarias. Suelen volver pronto a los falsos andenes del nuevo Palacio de Justicia con bolsas de plástico, tamaño supermercado, llenas de ropa y de comida; bolsas anónimas y vulgares que puedan pasar inadvertidas y que tienen el aire inofensivo de las cosas domésticas. Se trata de que los hijos, los padres o los hermanos puedan soportar mejor la sensación de miseria inevitable en un primer día de prisión.De nuevo en la plaza de Castilla, algunos, los que conocen la distribución del Departamento de calabozos, se acercan a las claraboyas y, después de cerciorarse de que no son vistos por nadie de cuidado, llaman en voz alta a su gente a través de la espesa y desgastada rejilla exterior. A veces, los detenidos responden desde abajo, desde el frío espacio metálico que separa una litera de otra. "Bien, estoy bien", o incluso bromean para quitar importancia al caso. Hace sólo unos días, alguien oyó decir desde la calle "No, bocadillos no: lo que quiero es una buena lima".

Cuerda de presos: la soledad de los calabozos

Lo que quieren los detenidos son órdenes de liberación. En la soledad hermética de los calabozos, nadie se atreve a complicar aún más su situación. Salvo los acusados de grandes delitos y los reincidentes, seres resignados a ir a la cárcel, todos confían en el efecto atenuante de un buen comportamiento y esperan encogidos en las esquinas, como el Anthony Perkins de Psicosis, la llamada a declarar. Luego siguen a los funcionarios Marcos y Candel a paso lento y, con los brazos caídos, en una actitud de sumisión que sólo abandonan para encender un cigarrillo ante la mesa de los funcionarios judiciales, para firmar en las esquinas de los papeles de oficio o para recoger sus impersonales bolsas de plástico, antes de volver a los calabozos en silencio.

Al otro lado de una puerta de gruesos barrotes pintados de rojo, Elena y Rosa, las dos funcionarias de prisiones encargadas del departamento de mujeres, se turnan para atender las llamadas de las detenidas. "La que acaba de ingresar ha pedido una aspirina". Igual que en el departamento de hombres, en las celdas femeninas es muy fácil perder la noción del tiempo; la falta de luz natural, la irregular llegada de los furgones y la propensión al abandono hacen que un minuto sea exactamente igual que otro. Durante todo el día, el pequeño grupo de peligrosas sociales con incrustaciones de atracadora se entretiene en esperar; sólo las chicas impacientes buscan entre sus ropas una barra de labios para apuntar nombres y fechas. El 26 de agosto, una pesimista escribió sobre los azulejos "La cárcel: cementerio de hombres vivos / donde se pagan las deudas / y se pierden los amigos", y otra "Hay dos clases de hombres: quienes hacen la justicia y quienes la padecemos". Sin embargo, casi todas prefieren escribir simplemente Adolfo o Angel, o dejan frases incompletas como "Si alguna vez admites que te mire a los oos y...", o dicen "¿Te imginas pasarte un mono gordo en la DGS, y que aquí te duelan las muelas? Le tiene que pasar a La Carmen", o pintan corazones en todos los tonos posibles de carmín: Marga o Manoli se atrevieron a confesar lo que hasta entonces habrían considerado inconfesable, y escribieron dentro de uno de ellos "Marga y Manoli se quieren".

A última hora, Elena y Rosa, las funcionarias, oyen el zumbador de un timbre, cierran por un momento sus libros de sociología, olvidan la leche que habían puesto a calentar en el hornillo de pared, y se acercan a la puerta blindada que comparten cinco chicas. "¿Quiere apagarnos la luz?", dice una voz. Rosa da media vuelta a la llave; desde entonces, sólo se oye en el pasillo una voz que habla del Juzgado 5, y sólo se percibe en la celda, un fuerte olor a bodega.

Juzgado 5: aumenta la inundación

A las nueve y media de la mañana de ayer, lunes, M., de veintiún años, soltera, llegó a la secretaría del Juzgado de Instrucción número 5 con una cédula de citación en cuyos casilleros se leía el nombre de un día de la semana, lunes, y una hora, las 9,30. Había también una letra en un recuadro, exactamente una pe. Ella preguntó en seguida a quién tenía que ver. Alguien miró el papel y, le dijo ¿pe?, tiene que ver a Pedro Gómez: está allí, en el despachito del fondo.

M. miró a su alrededor, y vió, por orden, a Alberto González, Francisco García, Mary Carmen Cervantes, Fernando Tendero, Dionisio Angel Martín, Begoña Rodríguez, José Manuel Calvo y Jorge Yagües, detrás de centenares de expedientes, atestados y grandes informes, No llegó a preguntarse qué estarían haciendo allí, pero, como de costurribre, todos están resolviendo los asuntos admitidos en los turnos de guardia y los asignados por el Decanato. Dionislo está tramitando diligencias previas y registrando los expedientes, más de diez, enviados desde el Decanato por turno de reparto; Mary Carmen gestiona diligencias preparatorias, recursos de juicios de faltas, cumplimientos de cartas-órdenes, expedientes gubernativos y exhortos; Fernando se ocupa de los sumarios, Begoña está aconsejando a un desconocido, mientras otro la interrumpe y un tercero manipula distraídamente un sumario; Jorge, Alberto y Paco repasan preparatorias, procedimientos orales y ejecuciones de sentencias. M. entra en el despachito. Ha denunciado su caso en la última guardia del Juzgado 5. "¿Qué día fue?", pregunta Pedro Gómez; "Fue el dieciocho", responde M.

Pedro comienza a tomarle declaración. "Fue en Canillas, ¿verdad?", "Sí: yo estaba con un amigo en un bar. Al lado había tres hombres. Al poco rato, los tres hombres comenzaron a discutir con mi amigo y, a continuación, a pelearse con él. Después me obligaron a ir con ellos, me hicieron subir a un coche y me llevaron a un descampado de la zona. Una vez allí, y en la parte trasera del coche, me violaron, uno a uno". Pedro trata de dar el contenido exacto a la declaración. Llega un abogado, "Oye, ¿sabes dónde está el sumario numero... numero... Pues ahora no me acuerdo del número", un denunciante pregunta quién lleva los asuntos de tráfico, M. deja de hablar, Pedro trata de no confundir las violaciones con los accidentes, el abogado desaparece, entra un tercer hombre, convencido de que aquello es el departamento de información, y pregunta dónde están los urinarios, Pedro mira hacia la pared, M. mira hacia atrás y ve, a un metro de distancia de la ventana de cristal blindado, las macetas de Mary Carmen, que alivian mucho el ánimo. Pedro hace una última lectura de la declaración, "Tiene usted que ser reconocida por nuestro forense, el doctor Ayuso". M. vuelve al despacho grande de Secretaría.

Ahora han llegado diez o doce denunciantes, querellados, testigos, particulares y denunciados. El secretario firma y vuelve a firmar. El juez lee, firma y recibe a familiares de presos: nadie puede contener al padre o al hermano de un encarcelado. "Verá usted: su hermano fue ingresado el día...". Hacia las doce y media, las citas se disparan. El primer abogado está buscando algo en un enorme montón de documentos. "¿Qué busca usted?", "El sumario: ya me he acordado del número". Le dicen que espere. La mujer confunde la respuesta y replica que ella hace un mes que está esperando, y que no aguanta ni un minuto más. Forzadas por el peso de los expedientes, las estanterías de chapa se están combando. Las montañas de papeles bajan y suben. Alberto está luchando a muerte contra las ejecutorias. Tiene a sus pies una caja de cartón por cuyos bordes asoman varias madejas de lana blanca y amarilla, procedentes de alguna incautación. Sobre los muebles hay bolsos de mano; cacharros de manivela que parecen molinillos del café o viejos gramófonos o churreras mecánicas; hay maletas y envoltorios bajo las capas eternas de polvo de oficina. Crecen las maletas, el polvo y la gente de la plaza de Castilla, que viene a esperar los furgones de mediodía.

Alberto dice algo entre dientes mientras está cuadrando un Impreso en su máquina de escribir. Hoy tendrá que llevarse otra vez trabajo a casa, como muchos de sus compañeros. "Tengo noventa ejecutorias sobre la mesa; algunas, de un año de antigüedad. Y eso equivale a decir que hay noventa sentencias dictadas, algunas hace un año, que aún no han sido cumplidas". Pero no son las únicas: se calcula que el Juzgado de Instrucción número 5 hay más de doscientas. Cuando Alberto termine con la más atrasada, habrá dos más atrasadas, y después, cuatro.

Ante los depósitos de papeles, los funcionarios recuerdan que ni siquiera han conseguido que el Estado les costee las comidas en los turnos de guardia, tal como hace con los detenidos. Hay enllendros, gabardinas, geranios y querellantes en Secretaría: únicamente los geranios están en su sitio. Viene una familia a pedir noticias sobre un desaparecido. Se enfada un procurador; "¿Dónde está la salida?", pregunta un vecino de Hortaleza, "La salida, de qué", dice el procurador junto a la puerta. Hay una luz blanquecina en la plaza. Pero no es la misma luz que recorre infinitamente los calabozos y se confunde con la leche que está desbordando el cazo y derramándose sobre el viejo infiernillo eléctrico de Rosa y Elena.

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