El poder de la televisión
Convertida en el medio de comunicación de masas más poderoso de nuestro tiempo, la televisión, como bien se ve ahora en España, es centro. de las más fuertes codicias políticas, económicas y sociales. Sociólogos, psicólogos y expertos en comunicación han multiplicado sus análisis sobre los efectos entre la imagen de la pantalla y la del espectador que, en apariencia, asiste pasivamente a ella. La acción nociva o virtuosa de la televisión, sus usos alternativos, pero finalmente su capacidad para cambiar la misma idea que la humanidad ha tenido de sí misma una vez que se ha contemplado global y simultáneamente en ella, forman en buena parte el núcleo del debate internacional que hoy ofrecemos.
Televisión y cultura española
En los veinticinco años transcurridos desde la primera emisión pública de nuestra televisión hemos pasado de la edad mágica y reverencial en que el receptor fue entronizado como un penate que gratificaba todas nuestras expectativas, pues sólo le pedíamos el milagro tecnológico de que al encenderlo llegase la imagen y su cualidad de pregonero de un status económico, pasando por un período de indiferencia en que adquiere su condición electrodoméstica de compañía cotidiana, al momento actual de desencanto crítico.Tanto la inicial adoración como la pretendida indiferencia posterior, como la actual irritación, más inducida que auténtica, son producto de malentendidos. El malentendido de la España del desarrollo; el de la España retrovisor que mira una imagen pasada; el de la España democrática que decide mirar por el parabrisas y se encuentra con un panorama difícil. El primer período finaliza el 18 de julio de 1964, cuando Franco inaugura los estudios de Prado del Rey; tiene su momento cumbre el 15 de diciembre de 1960, con la retransmisión de la boda de Balduino y Fabiola, y su símbolo en el viejo chalé del paseo de La Habana, en donde crecen enormes antenas. Es un tiempo mítico, dorado por la nostalgia, como el fútbol de las porterías al hombro, en que la programación es un regalo al que no se mira el diente. El personal que se recluta procede del SEU, de una cierta intelectualidad tronada, y de hijos de funcionarios del Ministerio de Información que no son demasiado buenos estudiantes. Culturalmente representa "las ideas, conceptos y valores que tiene una sociedad" en un momento determinado, es decir, uno de los conceptos de cultura que señala Fulchignoni en su libro La imagen en la era cósmica. Su mito de lenguaje, el directo, no sólo en las retransmisiones, sino en los dramáticos o musicales.
La segunda época tiene su catedral en Prado del Rey; su Arca de la Alianza, en el Estudio 1; su mito de lenguaje, en la grabación y montaje de video, que desemboca lógicamente en la consagración del filmado. El ministro Fraga Iribarne da la consigna de reclutar gente procedente de la Escuela Oficial de Cinematografía desde 1966 y consagra un despotismo ilustrado que ve en la cultura del medio "la actividad de divulgación del arte auténtico" o "el residuo de la cultura de elite". Se introduce de algún modo un latente inconformismo que busca libertad de expresión de todas las maneras posibles, se multiplican los controles y, sin embargo, hay unos ciertos ámbitos de creatividad que obtienen su fruto en los festivales internacionales.
Es una realidad contradictoria porque coexisten las diversas migraciones profesionales; la primera y segunda cadena, con sus dos diversos estilos; los programas del viejo orden y aquéllos que intentan una renovación del lenguaje desde los presupuestos del cine. Conviven como programas teatrales Estudio 1 y Teatro de siempre; se crea Cineclub, programa de la segunda cadena que todavía hoy permanece, que llega a dar un cielo del gran director japonés Mizoguchi Kenji, revisa a Preston Sturgess o estrena en España Un rostro en la multitud, de Ella Kazan, o Las uvas de la ira, de John Ford. Las series de Marsillach o Armiñán y Ficciones u Hora 11 tienen intención y creatividad. El espectador consume sin grandes reparos; la segunda cadena se constituye en gueto para inquietos, y cuando hay un programa conflictivo que ha sido premiado en un festival extranjero, como Juan soldado, de Fernando Fernán Gómez, se pasa después de las doce de la noche.
Pero la domesticación es más aparente que real, lo mismo en la televisión que en la sociedad. Los profesionales más inquietos buscan libertad, del mismo modo que los consumidores de cine acuden a Biarritz o Perpiñán. La estructura económica se tambalea por su base especulativa, lo mismo que la infraestructura técnica de televisión, que no se renueva y es sometida a productividades suicidas. El proceso 1.001 contra los sindicatos, ilegales entonces, tiene su correspondencia en la inquietud sindical de la casa. La invención del bucle para los programas en directo, tras el escándalo del frontón de Anoeta, y el control cada vez más férreo de los informativos, grabados o filmados, mantiene tranquilos los hogares bastante más allá del 20 de noviembre de 1975.
Vivimos hoy la etapa del desencanto, mejor que de la crítica, pues para que la crítica sea válida hay que saber sobre la forma o codificación de los mensajes para descodificar sus contenidos. Cuando la transición o la reforma llega a televisión, con cinco años de retraso, se apuesta, sacando las cárnaras a la calle, por una cultura entendida como "el arma popular que produce y consume una sociedad" o como "los valores inherentes o derivados de los medios". La gente comienza a decir lo que piensa ante las cámaras, sin que haya ni profundización ni creencia en un área específica cultural del medio. Abolida la televisión eunuco, existiendo un propósito que encarna en el llamado periodismo electrónico de ver, como recomendaba Juan de Mairena a sus discípulos, lo que pasa en la calle, la irritación se despierta, convenientemente manipulada por gran parte de la Prensa, y se pone la esperanza en la televisión privada, en el desarrollo tecnológico que nos proporcionará la caverna electrónica con sus videos, casetes y videodiscos e incluso antenas que recojan, por medio de satélites, las emisiones extranjeras, cualquiera que sea la ignorancia de idiomas que tenga el espectador. El símbolo de esta etapa es la torre de la M-30, y sus hombres deberían ser los licenciados en las ramas de Periodismo o Imagen de la facultad de Ciencias de la Información, que, cualesquiera que, sean sus limitaciones, son en gran medida los que se están planteando seriamente una reflexión sobre una posible estética específica de los medios. Son los únicos intelectuales que, frente a los procedentes de otros campos, herederos del desprecio a cuanto ignoran, están lejos de fáciles posturas apocalípticas.
Hoy en los poderes milagrosos de la televisión como conformadora de la sociedad sólo creen los políticos y los publicitarios; los primeros, pensando que en ella se deben predicar los valores que ellos encarnan; los segundos, porque confían en suministrar los estímulos para el consumo o los modelos familiares que les convienen para el mismo.
Una realidad, en definitiva, contradictoria, que por el desarrollo tecnológico lleva a una cultura internacional en el sentido que le da Edgar Morin, así como por la dependencia que la televisión privada, por razones económicas, tendrá de las multinacionales de la producción, frente a los principios de defensa de la cultura nacional y de los derechos de las minorías y marginados que garantiza el Estatuto de Radio y Televisión y los principios básicos de la programación dictados por el Consejo de Administración del Ente Público, en la gran batalla de hoy, la edificación de una televisión de Estado.
El símbolo como programa de esta última etapa fue la grabación del asalto al Congreso del 23 de febrero. Pero, con ser un programa muy importante, la cultura del medio debe ser mucho más, porque toda cultura es reflexión y elaboración, en definitiva, lenguaje.
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