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El laberinto

Cuando, después de más de cuarenta años, los españoles fueron a las urnas en 1977, el resultado de la votación asombró al mundo. Del caótico panorama de la sopa de letras, los electores sacaron un Parlamento equilibrado y racional, con una amplia franja moderada y el insólito equilibrio de una mayoría relativa de derecha reformista que no tenía otro remedio que pactar para la construcción del nuevo Estado de derecho con una izquierda poderosa en votos y gran capacidad de movilización, como había demostrado la campaña electoral. La derecha autoritaria y la extrema izquierda fueron prácticamente barridas en un claro síntoma de modernización o, si se quiere, de adecuación a las pautas de comportamiento electoral de los países de nuestra área geográfica y cultural. Las siguientes legislativas, en 1979, no modificaron sustancialmente ese panorama, si bien ya aparecieron otros síntomas (como el ascenso de los nacionalistas, incluidos los movimientos más radicales, en las nacionalidades históricas) que indicaban que, al contrario de lo que podía deducirse de algunas interpretaciones apresuradas, el mapa electoral español distaba mucho de estar consolidado y que su fluctuación y posible movilidad podría deparar todavía algunas sorpresas.El llamado franquismo sociológico había desdeñado mayoritariamente a Alianza Popular, excesivamente anclada en el pasado, y había elegido a UCD como un posible mejor gestor de sus intereses de futuro. En la izquierda, el PSOE, con una imagen renovadora que se ajustaba como un guante a los deseos de cambio sin traumas de una parte muy importante de la población, se alzaba con la hegemonía del mensaje progresista frente a un PCE que, salvo en Cataluña, no obtenía el previsible rendimiento electoral de sus largos años de permanecer en la vanguardia del hostigamiento a la dictadura. Estábamos, pues, en aquel bipartidismo imperfecto que presagiaba una cierta estabilidad política, con alternancia de poder entre los dos partidos mayoritarios en el Gobierno del Estado, si bien con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas de un excesivo distanciamiento entre el peso específico real de los poderes fácticos, con todas las secuelas de la dictadura intactas, y su prácticamente nula presencia en las urnas. Tarde o temprano, como se vio el 23-F, la extrema derecha iba a intentar recuperar su espacio que el país, por medio de los votos, le iba a negar siempre.

Las elecciones gallegas, en una primera ojeada, y como ya pasó anteriormente con Euskadi y Cataluña, vienen a complejizar el ya enrevesado mapa político español. Empezando por el hecho, obvio, de que no existe fijación en el electorado y que éste dista mucho de tener un definitivo diseño. Por supuesto que en unas elecciones regionales el comportamiento no es exactamente el mismo que en unas legislativas, y que basta mirar la inmensa diferencia en la configuración de los parlamentos de Euskadi, Cataluña y Galicia para evitar cualquier generalización. Pero ahí está precisamente la cuestión y lo que empieza a ser una auténtica singularidad dentro de las democracias europeas: derecha moderada en el Gobierno del Estado, parlamentos autónomos atípicos en relación con el equilibrio de fuerzas en el resto (y donde el partido del Gobierno apenas cuenta en dos de ellos, y en el tercero, es la segunda fuerza) y mayoría de la izquierda en coalición en los ayuntamientos más importantes del país. En una democracia no cabe decir que los electores se han equivocado y el veredicto de las urnas es inapelable. De modo que no caben las lamentaciones. Lo que sí se puede decir observando la realidad es que el mapa político español lleva camino de convertirse en un laberinto de muy difícil gobernabilidad. Lo cual no significa, ni mucho menos, que la democracia esté fallando. Está muy claro que sólo por medios escrupulosamente democráticos puede racionalizarse la situación. Lo que sí sucede es que el panorama que empieza a perfilarse en el horizonte va a exigir un ingente esfuerzo de diálogo y compenetración de todas las fuerzas políticas responsables. Si es que no queremos que el invento se venga abajo y que los piratas de la democracia intenten salvarnos de nuevo. La verdad es que en condiciones normales la única salida razonable sería la inmediata convocatoria de elecciones generales. Pero razones de fuerza mayor, y nunca mejor dicho, desaconsejan una solución que, sin embargo, sería irreprochable desde la pura lógica democrática. Pero ya se sabe que en España, todavía y por mucho tiempo, la lógica puede tropezar con las famosas condiciones objetivas. Y éstas, en lo que parecen estar de acuerdo todas las fuerzas políticas, no permiten una clarificación que nadie duda se haría a costa de poner en serio peligro todo el sistema. Efectivamente, llegar al 83 es algo más que una meta: es la única prueba que tenemos para comprobar la solidez de las instituciones.

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Frivolidad de UCD

Así las cosas, no hay más remedio que lamentarse de la frivolidad con que UCD ha jugado, desde dentro, a su, autodestrucción. Cuando el fantasma de la gran derecha, o mayoría natural, es algo más que una hipótesis de trabajo o de lucubración, es cuando se ve la ceguera histórica de un partido que fue fundamental en la salida de la dictadura y que puede devolvernos a ella. El callejón de la actual situación no se explica sin examinar el itinerario de las luchas intestinas en UCD y su incapacidad por un lado para desmontar el andamiaje del régimen anterior y por otro, de superar los condicionantes personales y ambigüedad ideológica. No hay más remedio que preguntarse cuál es el grado de colaboración más o menos indirecta que ha tenido Fraga en Galicia por parte de los llamados moderados y de algunos sectores económicos afines, que ahora no ocultan su moral de triunfo por el resultado electoral. El problema está en que una UCD definitivamente rota, y al contrario de lo que la izquierda sostenía hace menos de un año, es un pasaporte de inestabilidad para toda la democracia. Y unas elecciones anticipadas antes del juicio del 23-F, una audacia que se puede pagar muy cara.

Estamos en pleno laberinto. Calvo Sotelo lo tiene muy difícil. Y el país también. De poco ha servido la moderación de la izquierda, de la que es un buen índice el discurso de Felipe González en la inauguración del 29º Congreso del PSOE. Han sido los errores del partido del Gobierno los que nos han situado donde estamos. Lo malo es que recordarlo ahora sirve de muy poco. Especialmente porque la salida, si la hubiera o hubiese, no está únicamente en sus manos. El país sigue moviéndose imprevisiblemente en cada consulta electoral. De fijación del mapa político, nada. Y en medio de esa movilidad, los políticos deben encontrar una respuesta que, hoy por hoy, está en el aire. Curioso país este en que nos jugamos el todo por el todo en cada envite de esa historia que algunos se empecinan en desbaratar en lugar de construir. Ya tenemos a las puertas, como muchos querían, la mayoría natural. Y después, ¿qué?.

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