Grateful Dead reviven en Barcelona las vibraciones "hippies"
El pasado lunes, más de 6.000 personas acudieron al Palacio de los Deportes de Montjuich, en Barcelona, para escuchar el primer concierto del grupo norteamericano Grateful Dead en España. Después de más de ocho años sin venir a Europa, el más significativo grupo de la psicodelia californiana demostró cómo las vivencias de una época pueden volver a la vida por medio de la música.
Fue hace muchos, muchos años. Entonces, hacia 1966, una serie de jóvenes americanos que no gustaban ni del fútbol ni del béisbol descubrieron el ácido bajo el sol de California. Así nacían los hippies, la psicodelia: así nacía Gratefur Dead, su grupo más representativo y el único fiel a sus orígenes.
Pero nadie vaya a creer que la presencia de los Dead en Barcelona, el pasado lunes, y en el Palacio de Deportes, fue un viaje hacia tiempos más floridos. No; todo aquello era real, ocurrió en nuestro tiempo y así debe entenderse. Eso sí, resultaba curioso percatar se de que todavía existen hippies que visten como tales; resultaba chocante ver a gentes disfrazadas de muertes agradecidas, con su guadaña y todo; resultaba emocionante ver a esas familias (papá, mamá y los niños) con sus macutos a un lado y la expresión arrobada. Habían venido de lejos ("Del cielo, del cielo", decían unos), habían surgido de la vuelta de la esquina, pero allí estaban todos, dispuestos al trance. No hace falta explicar cómo el chocolate era principalísima materia prima; no es posible describir tanta escena de bella ternura, pero sí constatar que allí no sólo había la tirada pereza del colocado, sino una suave marchita que finalmente conduciría al personal a lo largo de unas tres horas y media de concierto. Muchas horas y mucho concierto.
Mal comienzo
Los primeros sones de Grateful Dead no pudieron ser peores. El bonito y discreto equipo no sonaba por ninguna parte, y por mucha fe que se pusiera, por mucho que se les amara, era obvio que aquello no podía seguir así. Pero la gente parecía encontrarse en uno de esos estados de ánimo que hacen posible el milagro, que efectivamente ocurrió. Poco a poco, aquellos trinos desgalichados fueron dando paso a una verdadera avalancha de notas que lo llenaban todo, de canciones típicas que iban adquiriendo mayor y mayor peso hasta lograr lo que es el alfa y el omega de este tipo de cosas: la vibración.Los componentes de Grateful Dead estaban sobre el escenario como en su casa; se permitían errores porque eso es humano, pero salían de ellos como si hubieran encontrado de repente una inspiración que iba dando tumbos por la sala y a todos llegaba. Hacían cosas como nunca se han visto en este país, grandes y larguísimos enrolles de todos los instrumentistas (Jerry García, a la cabeza) que -sorpresa, sorpresa- casi nunca caían en la autocomplacencia habitual en muchos héroes de la guitarra.
Chicos con carisma
Cualquiera podía darse cuenta de que los, canosos chicos de allá arriba poseían carisma, se lo creían y se divertían. Había momentos tremendos y daba lo mismo cuál fuera la canción (Tennesse Jeg, Daydream, entre muchas otras), ni cuál el estilo (country, blues, rock, tantos otros). Lo importante era cómo se hacía, con esa voz asombrosa de Bob Weir y esa voz fina y vulnerable de Jarry García. Era cuando todos ellos se encontraban bien y trataban de sacar nuevas ideas de donde teóricamente ya no quedaban; era cuando el personal decidía darse una vuelta por el bar solo, para encontrarse con que allí también sonaba la música, como colgada del aire.Había defectos, cómo no, pero era la gente elevando sus brazos hacia ningún sitio la que ayudaba al grupo; y era la gente la que, superado el bache, aplaudía como loca, encantada, pero no histérica. Y la sensación se hacía más potente según crecía la noche y pasaba el tiempo, superado ya ese momento donde los ojos se cierran y uno, más allá de cualquier resistencia física, se sitúa en un estado, que puede, aguantarlo todo y que, sólo espera el final porque lo sabe necesario, aunque nunca exigido.
Ellos, los Dead, no estaban muy contentos de su música, pero sí de un público que les recordaba su San Francisco soleado. Y hacia allá vuelan ahora, como unos reyes magos de la alucinación, unos dulces pero enérgicos provocadores de sensaciones. Y, como los reyes magos, volverán.
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