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Tribuna:
Tribuna
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La Fundación: un defensor colectivo del pueblo

Ese sino obstinado y maligno que preside la conducta colectiva de la joven democracia española, y que ha hecho de la cratobulimia, el chanchullismo, la incapacidad, la político-patrimonialización y el navajeo sus heredados y más inseparables compañeros, amenaza con agostar una iniciativa que hubiera podido -¿aún podría?- contribuir a dotar a nuestro desvalido marco político-institucional de una robusta vida ciudadana. Hablo de lo que hemos dado en llamar la Fundación. Antes de que acabe de asomar la cabeza, las ambiguas impaciencias de algunos de los centros y los agresivos recelos de bastantes de los de fuera se habrán movilizado en su contra y habrá comenzado su obra destructora nuestro más temible virus político: el chisme de restaurante.Un apresurado y parcial inventario de aquellos que, por la amplitud de su onda, han llegado hasta mí -y que aquí venteo con voluntad de transparencia y de exorcismo- nos presentan a la Fundación como: antesala de ministros, tapado de partido, mafia tecnocrática, ensayo de plataforma electoral, catapulta de secretarios de Estado, sociedad de bombos recíprocos y de ayudas mutuas, escuela de medro social, etcétera. Su personalizada etiología gira en torno a este diario y a los nada analtecedores comportamientos-designios que se imputan a algunos de sus grandes protagonistas, que lo son también de la Fundación. Cito sólo tres: el pacto Polanco-Cabanillas (doyte por vía indirecta resonador asociativo y periodístico y dasme por vía directa la primera cadena privada de televisión); el furor revanchista y la incontinencia ministerial de Ramón Tamames, dispuesto a hacer su cesto político en cualesquiera mimbres ideológicos y a poner dentro lo que caiga a mano; la cautelosa automarginación de Juan Luis Cebrián, que le permite manejar los hilos desde detrás de las bambalinas y esperar confortablemente la hora H en que pueda desde EL PAIS, como Balsemão en 1974 desde El Expresso, dar el salto a la dirección de ese partido-bisagra que los editoriales de su periódico reclaman y la Fundación prepara.

La incorporación de intelectuales al PSOE

Con esta marca chísmica al fondo no es de extrañar que la incorporación al PSOE de un pequeño grupo de destacados intelectuales se haya presentado como una saludable y necesaria reacción defensiva frente a los peligros fundacionales e incluso como el paradigma de todo proceder político-intelectual que desde la izquierda se quiera a la vez, digno y eficaz. ¡Cuando el hecho importante que está poniendo de relieve la Fundación es la extraordinaria disponibilidad política de los altos cuadros de la vida profesional española! Lo que los partidos deberían preguntarse es de dónde le viene a la Fundación esa notable capacidad de convocatoria que le ha permitido congregar, en tan poco tiempo y sin contrapartida visible, más Intelectuales y expertos de relieve social que ninguno de ellos tiene. Porque reducir las motivaciones de las 264 personas que asistimos a la asamblea fundacional al síndrome senil de la voracidad de poder social y político no es de recibo.

Acusar a Ramón Tamames (aunque nos debe aún su autocrítica) de incontenible carrerismo es olvidar que con otras ideas seguramente hubiera. sido ministro de Franco o de los primeros Gobiernos de la Monarquía. Y pretender que Polanco o Cebrián necesitan de una impredecible asociación para confirmar su poder es ignorar el poder que EL PAIS es. Lo que está probando la Fundación no es que todavía hay espacios políticos por ocupar -que eso es harina de otro costal-, sino que la virtualización política del espacio social (sin la que la democracia es un puro juego de sombras) y la recuperación ciudadana de los que se han autoexcluido del cursus honorum de la política institucional y de partido es una hipótesis practicable, a la que muchos parecen dispuestos a apostar.

Los problemas de la Fundación

Habría que decir, autocríticamente, que casi a nuestro pesar. Pues los inicios de la Fundación no han podido tener peor fortuna democrática. Comenzando por el nombre. ¿Por qué llamar Fundación, con la carga denotativa y connotativa de celebración personal y de mecenazgo paternalista que la palabra arrastra, a una experiencia que se dice plural y abierta a todos -las 20.000 pesetas aparte-, que se quiere productora de modernidad y progreso y que además, de jure y de facto, va a ser o es ya una asociación? Y su acto fundacional. Aprobamos, en principio, unos estatutos, casi sin leerlos, y salimos casi tan entusiastas e ignorantes de nuestros medios y objetivos (comisiones y anuario aparte) como. entramos. Lo que leímos luego en este periódico -sigo con la autocrítica- tampoco nos ayudó a comprender lo que allí había pasado. Más bien al contrario.

Añadamos que el empecinamiento de UCD en despoblarse por la izquierda y en desocupar el terreno elientelar que se extiende desde Herrero de Miñón hasta Enrique Múgica tampoco va a ponerle fáciles las cosas a una Fundación que no se contempla como partido, ni siquiera como partido-anti-partido, y que se autoasume como factor de movilización social en defensa del pueblo y de la democracia. Por dos razones y un corolario: 1. Porque en política no hay espacios vacios y, por ende, hasta que se colman, tienden a aspirar hacia su hueco las voluntades públicas más disponibles. 2. Porque la lógica democrática de los sistemas pluralistas y representativos funda su estabilidad en la convergencia entre dominante parlamentaria -mayoría directa, mayoría resultante de la articulación de minorías o funcionamiento mayoritario de una minoría-, dominante de las fuerzas sociales y dominante de las grandes instituciones públicas. 3. Y de aquí, y en virtud de la pugnacidad de sectores importantes de estas últimas, la conveniencia de no dejar que la primera -la dominante parlamentaria- se escore demasiado acusadamente hacia la izquierda y tenga que gobernar en solitario, ni que se encuentren frontalmente encaradas, a ni vel convencional, una derecha-derecha y una izquierda-izquierda de imposible conciliación parlamentaria y gubernamental. Esta consideración inmovilista y conservadora de la práctica democrática, que yo contesto, es, sin embargo, prevalente en los análisis de los expertos y en los cálculos de los políticos, y por ello se constituye en pauta determinante de las acciones y decisiones públicas más importantes.

Por eso, ahora más que nunca, los partidos, en vez de pronunciar descalificaciones a límine y de complacerse en hostigamientos inútiles -que provocan una obligada, y lamentable reacción de patrioterismo grupal- lo que tienen que hacer con esa asamblea de notables que es hoy por hoy la Fundación, es emplazarla en su terreno y aceptar su reto, tomarle literalmente la palabra y ponerla sin desamparar a pie de obra. Pues lo que dice querer hacer no es competitivo ni menos aún sustitutorio, sino fundante y complernentario de los objetivos propios de los partidos.

Un ámbito de reflexión política

La Fundación, en cuanto a sí, es, por lo menos, desde la consideración de bastantes de sus miembros de a pie: 1. Un ámbito de reflexión política y social. 2. Una plataforma de debate público; y sobre todo, 3. Un instrumento de inversión social. La actividad que corresponde a la primera dimensión es la que ha salido a luz pública al comenzar a crearse comisiones de estudio. Aunque sus denominaciones sectoriales y su organigrama puedan inducir a error, por su convencionalidad partidista y parlamentaria, es obvio que su propósito no es el de preparar programas de gobierno, sino el de proceder a una exploración en profundidad de los grandes problemas que tiene planteados la convivencia democrática de los españoles. Problemas que los partidos, en función de la forzosa inmediatez de su perspectiva y de la Inevitable orientación transaccional de'sus soluciones, no pueden atacar con radicalidad. Más aún el de promover y lanzar un examen global del funcionamiento actual de la democracia -no en España, sino en sí y por sí misma-, de sus quiebras y limitaciones -angostamiento del horizonte de cambio político, falseamiento de la representación, oligarquización de los partidos, desparticipación ciudadana, reducción de la opinión pública a las respuestas a un cuestionario, etcétera-, de sus posibles lecturas contradictorias -la democracia como marco de estabilización social y sistema de control ,político y la democracia como proceso de transformación social-, de sus exigencias últimas: libertad, pero con igualdad; plenitud para la vida de uno, pero con seguridad para la existencia de todos, etcétera.

He oído sostener que la Fundación debería ser otro Club Siglo XXI. ¡Qué disparate! Ese Club fue, durante mucho tiempo, altavoz del más hermético franquismo; luego, en los primeros hervores de la democracia, sirvió a los líderes políticos de la izquierda tradicional para su leglumacion social por parte de la derecha, y hoy parece que vuelve a sus orígenes. La Fundación, por el contrario, tiene que ser, a mi juicio, un foro abierto a todos los vientos del progreso, una asamblea permanente donde sin tapujos y sin agresiones se aborden todos los temas fundamentales, en particular los inabordables, un ágora que haga del espacio público, en sentido habermasiano, el centro de la vida democrática. Comenzando por sí misma, por sus estatutos, por sus fines, por sus medios.

La Fundación no es un partido

La Fundación tiene que buscar su diferenciación de los partidos en una intensificación de su comportamiento democrático intragrupal. El principio de su acción tiene que ser el contagio. Los miembros de la Fundación, militantes específicos de la democracia, tienen que actuar ex abundantia democrática. Sólo desde ella podrán cumplir su función más eminente: la intervención social. Abandonando a los partidos, a las tendencias y a las personalidades, las inacabables disputas por el poder, la Fundación tiene que hacer de la sociedad el campo privilegiado de su ejercicio. En lo más concreto y cotidiano. En lo más inmediato. ¿Cómo es posible que casi seis años después de la muerte de Franco sigamos con la ley de Asociaciones de 1964? ¿Cómo son posibles Herrera, Almería, Tejero, el aceite de colza? ¿Para qué quiere la Fundación a tantos juristas ilustres, sino para constituirse en acusador privado o en defensor público de las causas que merezcan acusación o defensa democráticas? Y si los miembros de la Fundación, lejos de agruparse para consolidar o extender sus parcelas individuales de dominio o de influencia social y política, las conjuntan para formar un colectivo al servicio de todos. ¡Qué imparable máquina de guerra democrática! En eso estamos. La Fundación: un defensor colectivo del pueblo.

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