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Los intelectuales programados

Ya se sabe. Los Intelectuales programados pueden crear moda. Pueden hacer costumbre de buen tono una manera de expresarse, de escribir. Y una manera de pensar. Los intelectuales programados, más que adscribirse a una ideología, lo que hacen, por lo general, es ilustrarla con sus divagaciones, barnizarla con sus ocurrencias, bruñirla con su estilo.Esto, este fluir de lo intelectual sobre la vida colectiva, origina una doble corriente. Por un lado. la insistencia del hombre de letras -quizá, en este caso, fuera mejor decir el hombre de palabras- en el flanco sensible de la comunidad labra un surco no fácíl de borrar. Por el otro, esa huella rebota, en forma de corriente de opinión, sobre ellos mismos, es decir, sobre lo que ellos, anteriormente, han ofrecido como mercancía consumible y asimilable.

De este modo va naciendo la moda intelectual. Casi siempre tarada con dos vicios importantes: la superficialidad y el malentendido. Así nos fue dado asistir a las apologías, alegres y despreocupadas, de los totalitarismos. De los de derecha y de los de izquierda. Y no eran apologías meramente estéticas, sino apologías con aire filosófico, trascendente y de una vez para siempre. Eran, en suma, la moda.

Para revitalizarla, para inyectarle energía operante, se echaba mano del pasado. En unos casos, del pasado histórico. En otros, del pasado ideológico. Y, en ambos, con evidente falseamiento de las premisas y subsiguiente adulteración de las consecuencias. Pero los intelectuales programados se las prometían muy felices. Alguno, recuerdo yo, entre intelectual y político doctrinario, que, encaramado en un falso pedestal de cartón piedra, lanzaba dardos envenenados estólidos sobre don José Ortega y Gasset. Pero todo esto va es agua pasada. Agua que no mueve ningún molino y que hoy ya es sólo charca. Así son las cosas.

Nietzsche no tenía nada que ver con el nazismo. Evidentemente. Pero unos y otros lo utilizaron, prostituyéndolo. Y. en su propio país, se cambiaron sus textos. Se falsificaron. Los trabajos de Karl Schlechta bien lo demuestran. Y se llegó a más. La hermana de Nietzsche regaló el bastón del filósofo a Hltler. ¡Qué curioso destino el de los hombres verdaderos, el de los hombres que crean la cultural En cualquier momento, cualquier fanatismo les da la vuelta v los convierte en fantoches. O en servidores de los alucinados. Porque Europa ha atravesado, y aún atraviesa, un período de alucinación, y el resultado puede ser, de hecho es, la dimisión colectiva en el manicomio occidental.

Pero aún hay más. En otras ocasiones, la operación intelectual consiste en retorcer la historia para interpretarla a sabor del que manda y sin respeto alguno para la extraña realidad en la qué la historia consiste. Por descontado que esa realidad es muy difícil de apresar en todas sus contradicciones, sus absurdos y sus rocambolescas aventuras. "La historia", decía Dedalus, el protagonista del Ulises joyceano, "es una pesadilla de la que trato de despertarme". Ese aire de quimérico ensueño se acentúa y aún cobra matices de disparate ininteligible cuando los ideólogos serviles manipulan la entraña del pasado. En la programación de estos descomunales desafueros hay siempre un rancio olor a instancia muerta, a acontecimiento agostizo, Es la conversión de la vida en pergamino. De la existencia en tumbo para eruditos.

De ahí la sensación de muerte que ciertas lucubraciones irradian. Es el pasado que no ha pasado nunca porqué nunca existió. O lo hizo de otra manera. Es el pasado sin sustancia. Sin consistencía. El pasado, repito. como alucinación. La irrealidad absoluta. La moda intelectual. Pero el colmo de la moda -lo advierte Jean Cassou, un inteleetual auténtico-, el colmo de la moda, digo, es utilizar lo que ha pasado de moda. Se vive, entonces, en un mundo de cenizas, pasivo, inerte. De esa forma, los nitelectuales programados pierden el carnino, se desorientan y, al final, ya no atinan con el norte de sus vidas. Y cuando pasa la mala racha y vuelven las realidades reales a hacer acto de presencia, el intelectual, el falsario, ya no tiene nada que decir. Se le han a,otado las manías.

Claro está que cuando menos se piensa nos salen con otras que, en definitiva, son las mismas. Ahora, la realidad, la historia, se impone por sí misma y no como una moda. Es la realidad que nace y prospera por propia necesidad interna. Porque en ella bulle, silenciosa y eficaz, la savia de la vida. Pero aun entonces veréis a los programadores darle la vuelta de nuevo a lo que allí está, a lo que allí se les presenta, para buscarle el arbitrario empalme con lo oretérito. Para meter la existencia en los infolios plismados de lo histórico. Para suscitar Una nueva moda en la que instalarse cómodamente. Contentos, por dos razones. La primera, porque con su proceder de artifíciales legitimadores de la vida comunitaria, lo que hacen es paralizarla, esclerosarla, esquilmarla. Y la segunda, porque a través de esa aridez sirven de nuevo a la muerte por anaccción. A la muerte por inmersión en la nesadilla nefasta de la historia que no fue historia.

Porque, digámoslo de una vez, la vida convertida en intrascendente dato histórico ya no es vida. Es escritura imaginada. Es relato y falsificación. Durante cuarenta años hemos asistido inermes y desvalidos, al apergaminamiento de la existencia colectiva. Hemos asistido al. envaramiento de la existencia ciudadana. Todo semejó en aquellos tiempos cosa de autómatas esquemáticos, rígidos y obedientes al mandato de la voz todopoderosa. Así, de ese modo tan peculiar, retornó hacia nosotros, se nos echó encima, toda una imaelen de España que nos aseguraban venía del pasado, pero a la que nadie le había visto las credenciales. Era la imagen en bloque de una España entre furibunda y enajenada, contra la cual siempre habíamos luchado, a la que, una y otra vez, habíamos rechazado. La imagen que fuera de aquí se admitía, porque siempre era lo que aparecía en primer plano casi absoluto. Yo me cansé de explicarles a mis amigos extranjeros que aquello no era el país, que el país era otra cosa más veraz y más sustanciosa. Nunca acabaron de creerlo del todo. Pero cuando ya parecía que la verdad iba abriéndose camino en algunas mentes egregias, he aquí que salta de nuevo el pistolón y todo lo demás. La imagen retorcida reclamaba otra vez sus derechos. Y los amigos de fuera, con sonrisa irónica, me reiteraban su viejo convencimiento: "Ya te lo decíamos. Seguís como siempre. No hay otro país".

Y, sin embargo, lo hay. Está en muchas cabezas, en muchos estilos civilizados de vida. Está en muchos callados designios que apenas se atreven a asomar su perfil por temor a la burricie programada y a los exabruptos cerriles. Pero no desmaya. Es la antimoda. Es lo que posee energía subterránea. Es lo que nos empuja silenciosamente desde los rincones más decididos de nuestra conciencia colectiva. Y eso, esa realidad, no precisa de ideólogos serviles. Precisa de otra cosa. ¿Cuál? La buena voluntad, el espíritu de convivencia y el volverle la espalda a lo que fue sin ser. El rechazo de la mala historia. En suma, el no dejarse llevar por las lucubraciones gratuitas y patrioteras de los intelectuales programados.

Si alcanzamos a practicar esa mínima ascesis y no permitimos que nos ahoguen los demás con grandes palabras falseadas, habremos accedido al meollo mismo de la realidad. De una realidad que constantemente nos hace guiños de llamada por encima de las doctrinas de poco alcance y las miopías esterilizadoras. Habremos escapado a la moda. Y habremos liberado de ella al inmenso problema, al entrañable problema que es España.

El bastón del filósofo sólo al Filósofo le pertenece.

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