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Reportaje:Madrid se encoge en verano / 4

Los parques y las piscinas, un remedio para la fiebre de agosto

A finales de febrero, las gaviotas -gaviotas reidoras, en opinión de los zoólogos- abandonan la ribera del Manzanares al atardecer y se posan al borde de las piscinas del Parque Sindical, todavía llenas de agua de lluvia y hojas de álamo. Los automovilistas que las veían desde la carretera de El Pardo se preguntaban siempre cómo era posible que pudieran sobrevivir entre la espuma detergente del Manzanares y los restos de agua clorada. Pero el menú de las gaviotas estaba holgadamente asegurado: por la mañana perseguían, junto a los cañaverales del Puente de los Franceses, las ranas que han conseguido medrar a costa de los mosquitos del río; por la tarde esperaban a que los equipos de fútbol abandonasen el campo de juego del Parque Sindical y completaban su dieta con las lombrices, grillos y escarabajos que los futbolistas habían desalojado del césped. Luego se convertían en pájaros crepusculares alrededor de las grandes piscinas, y los automovilistas las miraban, reducían la velocidad un segundo más y se preguntaban qué demonios podían hacer gaviotas como aquéllas en un sitio como éste.Poco antes del comienzo del verano, las grandes piscinas del Parque Sindical fueron desecadas, reparadas y vueltas a llenar con agua sintética. Cuando las operaciones terminaron, las gaviotas reidoras ya se habían ido; pero el lugar que habían dejado vacante fue inmediatamente ocupado por 5.000, 10.000, 15.000 o 20.000 madrileños, según grados de temperatura y según días laborables o festivos. El valor de las entradas -125 pesetas para adultos y cincuenta para niños, o bien un bono de 1.500, más un suplemento de veinticinco por baño, para toda la temporada- está al alcance de todas las economías.

Hoy, los automovilistas que vienen de El Pardo, La Coma, barrio del Pilar y Fuencarral frenan un poco y, sin tiempo para fijar la vista en un lugar concreto, ven biquinis, álamos, familias que ocupan mesas alquiladas por veinticinco pesetas, gradas vacías y a la pareja de la Guardia Civil de Tráfico que suele vigilar el cruce carretera de El Pardo-Puente de San Fernando. Todos los madrileños, incluso los que conducen a velocidades peligrosamente bajas, frenan por algún extraño complejo de culpabilidad cuando ven a los guardias civiles de Tráfico, y a veces provocan pequeños accidentes de chapa. Otros frenan para recoger a las autoestopistas que salen de las piscinas, siempre a mediodía y al atardecer, y las dejan en la Moncloa, al lado de la primera boca de metro, después de una rápida y desalentadora conversación.

Hay, además de las piscinas que ocupan una pequeña parte de los 500.000 metros cuadrados del Parque Sindical, otras 120 piscinas privadas y públicas. Cada día de verano van unos 36.000 madrileños a las municipales, y cada año, varios de ellos mueren por hidrocución, a pesar de advertencias, precauciones y socorristas. Pero ya hay una cultura de la piscina: más de 20.000 niños han aprendido a nadar en la cubierta de La Latina, y en las descubiertas se leen, todos los veranos, cientos de miles de revistas del corazón manchadas de crema bronceadora, crema hidratante, crema regeneradora y grasa de bocadillos: los madrileños y madrileñas se queman bajo el sol, se curan y vuelven a quemarse a precios que van desde los del Parque Sindical hasta los de la piscina del Real Madrid, donde ven la torre semicilíndrica de Azca, la iglesia de los Sagrados Corazones y, de paso, las estatuas de Alberto Machimbarrena y Sotero Aranguren.

Agosto: momento de los parques

Además de seguir acudiendo al viejo Parque Sindical, los madrileños de agosto han rescatado definitivamente otros parques. Las familias pacíficas y solitarias han colonizado las bandas de césped próximas al aeropuerto de Barajas, pequeños pinares y parterres de Arturo Soria, herbazales de Vicálvaro y la Alameda de Osuna y sobre todo, el Retiro y la Casa de Campo. Al Retiro van niños, viejos y artistas, y a la Casa de Campo, niños, atletas, maletillas, mujeres de vida inequívoca, viejos, novios y excursionistas. Varios miles de expedicionarios aparcan sus coches en los márgenes de alguna de las carreteras, elevan el capó en una precaución que nunca habían tenido antes, abren todas la puertas y extienden manteles para desayunar, almorzar o merendar Otros se reparten entre la piscina El Lago, el propio lago, las terrazas de los chiringuitos, el Parque Zoológico y el de Atracciones.

Zoológico: millones para las focas

En los meses de abril, mayo y junio, decenas de colegios de primaria hacen el recorrido turístico del zoo en grandes filas. Durante la visita ponen a prueba las bolsas de los pelícanos, el cuello de los avestruces, los reflejos de los perros de las praderas, la paciencia mineral de los elefantes y las crisis depresivas de los monos, que persiguen chicles, copos de algodón de azúcar, cromos y pelotas de papel hechas con los tickets de doscientas o cien pesetas, y con envases de plástico previamente estallados en la palma de la mano y luego rellenos con tierra y flecos de césped.

En verano, los colegios son sustituidos por grupos casi siempre formados por dos familias, en las que los mayores se turnan para defender los leones, osos y leopardos de los ataques de los niños. Unos días de agosto con otros, el número de visitantes varía entre 4.000 y 5.000, en proporción inversa a la temperatura.

Detrás de la valla, José Antonio Cabello se preocupa por que el elefante marino, que ya pesa setecientos kilos y puede llegar a 3.000, tenga diariamente a punto sus treinta kilos de pescado fresco. Las ocho otarias, o focas, consumen sólo diez kilos cada una, pero hacen, a órdenes de José Antonio, toda clase de volatines y ejercicios en sus soportes helicoidales. El presupuesto anual para la manutención y cuidados del equipo de focas se aproxima a los cinco millones de pesetas, incluidas las pagas a los dos cuidadores y el precio de vendas y esparadrapos que ambos tienen que utilizar cuando no calculan bien las distancias. Desde la pequeña grada, los espectadores suelen dividirse entre focas, paos y flamencos rosa; se sabe que algunos de ellos, sin duda los menos ilustrados, comentan al pasar: "Los flamencos son bonitos; lástima que tengan las patas de madera".

A unos cincuenta metros de distancia, Nadis, el experto en serpientes, da conferencias mientras maneja pitones, anacondas, etcétera.

En el Club Papagayos, la acción estelar del parque, Margarita Carballo, la cuidadora, dirige los ejercicios que ejecutan seis guacamayos y cuida a muchos otros loros de varias especies. En estas últimas semanas, Margarita está muy concentrada en su próxima boda que tiene prevista para después de agosto; pero consigue (que Zampa, un Ara militaris de color verde botella, ice la bandera del club y abra el espectáculo en el que sus compañeros, Sensi, Don Pepino y demás, patinen, suban en bicicleta sumen y resten y jueguen a la máquina electrónica. Después del pase de las 8.30 horas se los lleva al refugio, donde tiene otros veinticinco, los pesa uno a uno y les da de comer. Antes de volver a casa echa una mirada muy especial a guacamayo jacinto, un pájaro imposible, de color azul cobalto, que es una de las grandes figuras del zoo.

A la misma hora, Chang-Chang y Shao-Shao, los dos osos panda consumen su ración de bambú, cosechado en las terreras del parque. Luego se quedan quietos y se con vierten, hasta el otro día, en enormes osos de felpa.

Alphonse: el mayor espectáculo del mundo

A las ocho de la tarde, media hora antes de que comience el espectáculo de Margarita, la familia Bugler-Tonelli abandona sus remolques Luxus y se dirige hacia el extremo más bajo del cable descendente de trescientos metros, mientras una voz metálica anuncia desde los altavoces el Tonelli Show. Cada día de agosto se congregan en el Parque de Atracciones de 4.000 a 5.000 personas; en sábados, el número sube a 25.000, y en domingo, a 35.000. Muchas de ellas van a ver el gran espectáculo de alambrista Tonelli Show.

En el preámbulo, Gipsy, una niña de diez años, vestida con un bañador azul bordeado de lentejuelas, desciende, colgada de un pie, desde lo alto del cable, tendido en la cúpula de la terraza giratoria El Platillo Volante. Su padre, Jam, y su tío Alphonse amortiguan la llegada con dos frenos manuales. Abajo, su madre, Sylvia, y su hermana Evelyn observan la maniobra como si se tratase de un trámite. Realmente, es natural que lo consideren así. Son la rama europea de la Familia Valenta, los únicos funambulistas que han conseguido hacer la pirámide humana sobre el alambre, si bien casi todos murieron en uno de los intentos. Hace sólo unos meses, Televisión Española pasó una película en la que se contaba la tragedia de los más célebres hombres y mujeres de la estirpe.

No obstante, Alphonse entró el pasado 11 de junio en el libro de récords: logró hacer un recorrido de 560 metros sobre el cable, con lo que batía la marca mundial.

Hay, junto al platilla volante, una torre de piezas metálicas muy parecida a las antenas de las emisoras de radio. En la cúspide está encajada una larga barra vertical de acero que termina en un pequeño estribo. Gypsy y Evelyn miran hacia arriba: ahí es donde el tío Alphonse hace el más escalofriante de sus ejercicios.

La voz metálica anuncia la altura de la punta de la barra. Son 52 metros sobre el suelo. O, dicho de otro modo, diecisiete pisos. El tío Alphonse tiene el mentón cuadrado, brazos de gimnasta y una amplia nariz de puncheur. Con los ojos vendados trepa hasta la mitad de la torre por un alambre inclinadísimo. Antes de dar cada paso balancea un poco la pértiga de equilibrio, tienta el alambre con la puntera del pie adelantado, y luego, con la lentitud del gato en la chimenea, da un nuevo paso. Al final del alambre se despoja de la capucha y sigue ascendiendo a escala, y desde el pináculo de la torre en adelante, ayudándose con los pies. Unos metros antes del extremo de la barra, pliega la bandera española para reducir los efectos del viento. Y llega arriba.

Una vez allí, y durante unos cinco minutos, o acaso durante cinco malditos años, el tío Alphonse, uno de los últimos Valenta vivos, se pone cabeza abajo, hace una presa de manos sobre el estribo y empieza a forzar la barra hacia ambos lados un metro, dos, tres..., ¡ocho metros! sobre la avenida de las Fuentes del parque y en mitad de la bandada de vencejos que sobrevuela la Casa de Campo. En la avenida, sólo se atreven a mirarlo los niños. A las 8.30 horas, el tío Alphonse y el resto de la troupe desaparecen de nuevo en el remolque: hay que cenar aprisa y tener la digestión hecha para la sesión de las diez.

La entrada al Parque de Atracciones vale cuarenta pesetas en día festivo, y treinta en laborable. Los niños pagan quince. Hace recaudaciones medias diarias de 400.000 y 500.000 pesetas. Ajenos al tío Alphonse y al vértigo, los visitantes jóvenes frecuentan, sobre todo, las montañas rusas y el enterprise o rueda de góndolas, y los mayores, el cine de verano, donde están echando La fuga de Alcatraz y otras películas de evasión.

Otros madrileños, que aún no han superado el aterrizaje de las vacaciones luchan también contra sus instintos de huida. De momento, acorralados por el calor y los horarios, miran las guías de espectáculos, el termómetro y las listas de precios, y descubren las piscinas y los parques. Los que pasan de madrugada por el Puente de los Franceses oyen, sorprendidos, las ranas del río Manzanares que lograron salvarse de las gaviotas y sienten que les llega un poco el invierno.

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