Los hijos de la guerra
Madison Avenue es una arteria neoyorquina en donde cada año se negocian miles de millones de dólares en publicidad. Allí, no en toda la avenida, que también tiene su zona miserable, sino en una parte distinguida de ella, están situadas las agencias más importantes del planeta, multinacionales con facturaciones superiores a los presupuestos de muchas repúblicas. Venden cualquier cosa, desde colmenas con abejas hasta presidentes de Estados Unidos. El escritor-tendero personal de Richard M. Nixon -Joe McGinniss- lo ha contado en un librito muy divertido y sanguinario. La «venta» de Jimmy Carter -cuando ganó- está en «Running for President», pero su autor, Martin Schram, no aportó nada nuevo. Ahora, en Francia, el mago es el catalán Jacques Seguela, un hombre al que los socialistas admiran mucho, pues ha sido quien ha logrado que el actual presidente de la República Francesa se dejara de pamplinas, cambiara de sastre, atemperara su nervioso caminar y acudiera al dentista para que le serrara dos caninos draculinianos. No será extraño que dentro de poco aparezca un libro titulado A la cuarta va la vencida. Ultimamente, los brujos de Madison, hombres astutos y con el corazón pintado de verde, nos han sorprendido con una noticia avalada por unos organigramas más complejos que los Utilizados en la batalla de Birmania. Parece que el talento, el pedestrismo, la imaginación, la envidia, la ilusión, la virilidad, la insulsez, el altruismo, la bazofia, son motivaciones a derramar en espectros más maduros. Dicho de otra manera: los infanto-juveniles que mueven el esqueleto en las discotecas y que gracias a la diadermina perfumada -grasa animal con un poco de extracto- sueñan en alcanzar la fuente de Juvencia, tienen que pasar a segundo plano. Ahora el dinero hay que invertirlo en gente cercana a los treinta años, y de ahí en adelante, pues los nietos de la guerra -mundial, coreana, vietnamita, española- han dejado de ser el grew businness. ¿Qué ha sucedido?Eran las tres de la tarde de un día de primavera. En aquel 4 de mayo de 1970, en la Universidad de Kent, Ohio, 14.000 estudiantes se pusieron de acuerdo en convocar una manifestación pacífica de protesta contra la intervención de Estados Unidos en Camboya. Cuando terminó el desfile, pacífico, las familias contabilizaron cuatro hijos muertos y 350 detenidos por la policía. Los médicos atendieron a ochocientos heridos, y los sociólogos anotaron en sus cuadernos el fin de una época en la historia de la rebelión juvenil. También ellos repasaron viejos apuntes en busca de alguna explicación. Si la marcha era pacífica, ¿por qué los muertos?
En 1961, meses después del juramento de John Fitzgerald Kennedy como 35 presidente, aparecieron, a lo largo y ancho del sur norteamericano, las llamadas «marchas por la libertad». Estos desfiles iniciaron una nueva etapa en la lucha negra por los derechos civiles y el nacimiento de una coalición, desconocida hasta la fecha., de fuerzas antistablishment. Era la fusión de los jóvenes blancos con la gente de color. La adolescencia comenzaba a romper los nudos de la apatía y el letargo en la que había vivido durante la década de los cincuenta. Pero mientras los estudiantes nacidos en la posguerra tomaban por asalto las aulas de los colegios secundarios y las universidades, Madison Avenue hacía explosionar astutamente un nuevo cohete: el baby boom. El consumo juvenil trepa a billones de dólares, pero no todo el campo es orégano. Millones de estudiantes que repartían sus dineros entre el ice cream soda y la marihuana comenzaron a exigir una mayor participación en el manejo de las cuestiones universitarias; al serles negadas estas peticiones, en todo el país estallaron protestas de violencia inusitada. Esta actitud archivó, por lo menos en apariencia, la pasividad que hasta entonces había caracterizado a sus predecesores universitarios, en mayor parte ex G. I. s, jóvenes veteranos de la guerra de Corea que estudiaban becados por el Gobierno y que, a fin de cuentas, estaban agradecidos a un sistema que les. permitía obtener gratis una carrera. Los iracundos contestatarios encontraron el filón de la protesta masiva contra el reclutamiento, la guerra de Vietnam, la contaminación del aire, la discriminación racial y los programas educativos.
No todos los estudiantes siguieron ese camino. Algunos, hartos de magullones, pusieron pies en polvorosa para transformarse en los herederos de los violentos de los cincuenta. Nacen entonces los beatniks, cuyo centro de actividades -San Francisco-, se convierte luego en el foco del movimiento hippy. Descubiertos por la Prensa en 1965, ésta pasa el dato a Madison Avenue y se desencadena una ola productiva sin precedentes. Una vez entronizado por los medios de comunicación de masas, el auténtico culto hippy olvida su ideología, pero sigue devorando monstruosamente todo lo que le envía el mercado.
La influencia de los war barbies -los hijos de la guerra-, con edades oscilando entre los veinte y los veintiséis años, logró modificar sustancialmente la vida de una nación con más de doscientos millones de habitantes y, también, el punto de vista de media humanidad. Entre los mayores de treinta años irrumpió un auténilco culto a la juventud, imitativo de la contracultura hippy: el cabello largo, la ropa extravagante y algo que era alimento habitual casi exclusivo de los músicos de jazz, las drogas. Los analistas que trabajan en las agencias de publicidad también detectan los cambios en la economía del país; la alta costura pierde la autoridad suprema que alguna vez tuvo en la industria del prêt-a-porter; las peluquerías tradicionales cierran por falta de clientela y los más avispados ponen anuncios informando que se han transformado en «especialistas en cortes modernos». Las empresas grandes y las multinacionales contratan equipos de relaciones públicas para que promuevan «imágenes ya que de lo que se trata ahora es de conquistae a la new generation.
El impacto de la new generation no sólo afectó al consumismo, sino que también se hizo servir en otras áreas; Lyndon B. Jhonson decidió abandonar la política -y sus ebúrneas secretarias- por la impresionante fuerza del movimiento juvenil antibélico; el viejo sistema de reclutamiento de «todo joven sano y capaz» en re los dieciocho y veintiséis años se reemplazó, al principio, por un sistema de sorteo, y más tarde, condicionándolo a voluntad. La Administración de Nixor. puso fin a la guerra de Vietnam y la 26ª, enmienda de la Constitución dio por fin el derecho a voto a todos los mayores de dieciocho años.
Sí. El 4 de mayo de 1970 los acontecimientos de la Universidad estatal de Kent pusieren fin a toda una etapa en la vida norteamericana, y su onda expansiva se hizo sentir pronto en todo el mundo, incluido también nuestro país. Téngase en cuenta que todavía hoy, la lentitud en recuperarnos de la recesión económica enfrenta con la realidad toda una generación de optimistas políticos que consideraban que la sobreabundancia estaba a afincada para siempre en España.
Esta gratuita y ya pasada prodigalidad debería hacer que nuestros gobernantes reflexionaran sobre un punto gravísimo, origen de tantos problemas; me refiero a la educación, a la carencia de planes y objetivos. Entre nosotros, ahora, un título significa muy poco en la práctica. Hemos caído en la trampa harto conocida del tercermundismo, en la creación de una numerosa elite de universitarios desocupados preparados para trabajar en cargos ficticios y desempeñar tareas inexistentes. Esa es una de las tantas lecciones que el mayo de 1970 dejó al mundo la Universidad de Kent.
Hoy, como ayer, los altos ejecutivos de Madison Avenue seleccionan sus desplazamientos. Cuando sobrevuelan San Francisco deploran que las antiguas ruinas del barrio hippy Hight-Asbury -que tantos dividendos produjo- se hayan convertido en una hiedra carnívora que devoró el trasero de los añorados, flower children, aquellas criaturas con flores en el cabello, como les encantaba denominarse a los hijos de la guerra. Luego llegaron los panteras negras, pisoteando jardines y triturando cráneos, y el cuento de hadas se acabó.
A mediados de junio de 1980 un estudio realizado entre alumnos y ex alumnos de cincuenta universidades norteamericanas, alertó a los hombres de la avenida Madison; los resultados reconocían la culminación del proceso conocido como «el fin del poder joven»; el 68% de los alumnos entrevistados opinó que «no existía mucho interés en la protesta organizada»; los ex alumnos cercanos a los treinta o cuarenta años dijeron que «en aquella época estábamos todos un poco locos. Pretendíamos parar la maquinaria de la universidad con nuestros cuerpos, y casi nos destrozan».
Los barrigudos hijos de la guerra controlan hoy la economía más pujante de la tierra; en las universidades, en vez de furiosas marchas, se organizan entretenidos parties. Los chicos han dejado de comprar calcomanías y las flores se adquieren sólo el Día de la Madre. La juventud -gorras, cazadoras, guitarras, flautas, globos- no quiere líos y exige un lugar seguro en el paraíso prometido por Ronald Reagan. Los jóvenes continúan siendo una buena inversión, pero han dejado de ser el Gran Negocio.
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