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Francia: un socialismo en libertad "vigilada"

Las flores de las revoluciones suelen ser efímeras, desgraciadamente. De los claveles del abril portugués o de las cien rosas de Mao apenas si queda una ceniza de nostalgias. Deberíamos conjurar a los dioses de la política, si es que hay alguno, para que la rosa roja de Mitterrand no siga la misma suerte. Por esta vez, hasta parece que las semillas del Mayo francés del 68, que uno creyó sepultadas bajo los adoquines de las barricadas una vez que fueron repuestos en sus huecos, rebrotaron milagrosamente en este otro mayo, trece años después. Porque el triunfo del socialismo francés no se encerró en las oscuras pantallas de los ordenadores ni en la rutina de los cuarteles generales de los partidos; descendió de nuevo a la calle, si bien, esta vez, mirando hacia adelante con fe. Uno de los más agresivos eslóganes de aquellos memorables días, Dígalo con piedras, que satirizaba una conocida frase publicitaria, se convirtió en Dígalo con champán. Para los teóricos y practicantes del tan manoseado desencanto, el ejemplo francés podría servir de estímulo y espejo, si es que no es tarde todavía. De estas páginas de historia que los socialistas franceses empiezan a escribir podríamos extraer realidades para un futuro cercano -casi presente- que son las próximas elecciones, y experiencias respecto a lo que van a aportar los días que las precedan, si es que nuestra clase política es capaz de abandonar su narcisismo y de dedicarse al estudio de la circunstancia en que se halla inmersa. Porque este programa electoral de Mitterrand no sólo es catálogo de las mínimas reformas que pueden exigirse a un partido socialista -para algo el concepto de lo social configura dicho concepto-, sino que va a ser piedra de toque respecto a la futura viabilidad de tal sistema en el seno de las imperfectas democracias que bordean el Mediterráneo.Pasa a página 10 Viene de página 9

Prescindiendo de propósitos obvios en todo programa, como es el relanzamiento económico y la disminución del paro, hay aspectos de las reformas políticas, económicas y sociales del Gobierno de Mitterrand que subyugan, y precisamente por el aspecto utópico y combativo que se les adjudica un tanto peyorativamente. Es esa futura jornada de las 35 horas. Esos dos años sabáticos que se ofrecen a todo trabajador para que a lo largo de su vida activa los destine a completar su cultura -general o técnicas. Es la abolición -¡por fin!- de la pena de muerte. El estatuto de trabajador para las esposas de los agricultores. Las asociaciones libres de médicos para ejercer su labor cooperativamente en las zonas deprimidas o la libre entrada en cárceles y cuarteles de todo tipo de Prensa. La reforma fiscal, incluso, se presenta con el aire revolucionario de la abolición de los derechos señoriales doscientos años atrás. No se habla de un impuesto sobre el patrimonio, sino sobre las grandes fortunas y sobre la propieté foncière, tan sacrosanta esta última para los franceses que el código napoleónico estuvo, casi en su totalidad, a su servicio. Hasta la polémica entrada de comunistas en el Gobierno parece haberse acordado bajo la inspiración de De Gaulle, tanto tiene de la grandeur de la Francia y de desafío a las potencias colosales. Con cierta estupefacción se encuentra uno con que la imaginación ha llegado esta vez al poder. Porque cuando a Mitterrand le preguntan por qué ha dado cuatro carteras ministeriales a los comunistas, cuando ya no los necesita, contesta lacónica y sabiamente: «Precisamente por eso».

Pero así, como no sólo de pan vive el hombre, el porvenir político de los socialistas franceses no puede vivir sólo de imaginación. Les hará falta una gran dosis de realismo para afrontar el principal problema de lo que llamamos «el socialismo en libertad», Es hacer compatible la transformación de una sociedad con su coste económico; es saber evitar que la generosidad de unos postulados políticos que tratan no sólo de crear riqueza, sino de distribuirla mejor, no se estrellen con lo que los franceses, con evidente realismo, llaman le mur de l'argent. Y este es el gran problema. Para lograr una economía más humana, para obtener los enormes ingresos que hoy se necesitan para afrontar una política social, hay que contar con los empresarios, que son los que tienen en sus manos los cordones de la bolsa -y esta última palabra puede entenderse también con mayúscula y de forma nada metafórica- Mas como los empresarios, en estas ocasiones, lo primero que suelen hacer es declararse en huelga de bolsillos caídos, hurtando su dinero a la inversión, un socialismo no totalitario o tiene que echar agua al vino de sus reformas o tratar de paliar la atonía inversora con un incremento del gasto público, un reforzamiento de las exigencias fiscales y una ampliación del campo de las nacionalizaciones.

En cualquiera de estos casos, desatando las iras del capital y entrando en callejones económicos de difícil salida.

Decía hace poco un alto cargo financiero español algo así como que las dictaduras producían más lentejas que las democracias. Pasemos por alto tan ingenioso eufemismo. Sin duda, por lentejas debemos entender ostras, ternera de Avila y salmón rosado. Pero, de todos modos, la falacia está clara, y claramente la ha expuesto Chirac, sin ir más lejos, y apenas conocido el triunfo de Mitterrand. «El Gobierno socialista arruinará la economía», se ha apresurado a decir. ¿Seremos tan tontos como para no entender que es Chirac y el mundo que representa quienes harán lo posible por propiciar un fracaso económico que habría que cargar al Gobierno de Mitterrand, que es el que está en el poder? La jugada es tan evidente y se ha repetido tantas veces que asombra que todavía se siga utilizando la vieja metáfora de las lentejas.

En París, apenas conocido el triunfo de Mitterrand, la Bolsa bajó casi veinte enteros. Se habló de las precipitadas ventas de miopes inversores que habían puesto su dinero en el tapete de Giscard, pero, según manifiestan medios financieros franceses, esto representó menos de un 10% de las bajas reales. El desfondamiento de la Bolsa fue promovido, principalmente, por ventas procedentes de capital internacional, árabe en proporción apreciable. En Le Nouvel Observateur del 18 de mayo pasado pueden leerse las explícitas razones de un director de banca parisiense que administra cuantiosos fondos de inversión de clientes de Kuwait y Arabia Saudí. «Al anuncio de la victoria de Mitterrand», ha dicho, «me he visto bombardeado por órdenes de venta de mis clientes o por interrogaciones sobre lo que procedía hacer... Yo les he convencido de mantenerse a la expectativa... Si el nuevo equipo en el poder da muestras de moderación, no hay motivo para que nuestros capitales abandonen el país, pero si los comunistas entran en el Gobierno o si la diplomacia francesa inicia una aproximación a Israel, me costaría mucho trabajo disuadir a mis clientes de repatriar todo o parte de sus fondos ... ».

Añádase a esto la fuerza enorme del capital extranjero que se halla presente en las finanzas francesas. «No hay que olvidar», añade la revista, «que pueden en todo momento decidir la suerte de la Bolsa de París y del franco francés». Procedimientos, como puede verse, que sólo difieren de los que emplea Moscú en casos similares, en su sutileza y sofisticación. El supuestamente mundo libre de Occidente no necesita tanques para derribar un Gobierno.

El principal problema de la Francia socialista, hay que decirlo con honda tristeza, es que un programa económico como el de Reagan, belicista y antisocial, hace subir el dólar, mientras que el de Mitterrand, de prioritaria preocupación por las clases deprimidas, por la libertad y por la paz, hace bajar el franco.

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