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Tribuna
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La transmisión del miedo

Pocos días después del innoble bombardeo del centro nuclear iraquí por aviones israelíes tuvo lugar en Jerusalén una magna concentración que la Prensa se limitó a describir, sin entrar en mayores comentarios. Los españoles sabemos lo nuestro acerca de esas «magnas concentraciones», que sea cual sea su motivación -el fervor del 18 de julio, del 20 de noviembre, el recuerdo del holocausto, del armisticio, etcétera- no se proponen otra cosa que refrescar la memoria de un acontecimiento, por luctuoso que fuera, y asombrar a los de fuera con la multitud de los congregados y el espíritu justiciero que los anima.En Jesuralén se reunieron algunos supervivientes de los campos nazis de concentración, llegados de todas partes del mundo, y en mayor número, sus hijos, sus nietos y parientes o bien simples simpatizantes de la causa de Israel que parecen haber incorporado a su personalidad los sufrimientos padecidos por sus ancestros. Se llega a pensar que todo aquel que ha pasado por una de esas experiencias, de cualquier signo que sea, que conforman decisivamente el carácter -como el colegio de jesuitas, la legión, la alferecía o el campo de concentración-, periódicamente se tiene que concentrar para demostrar al mundo y a sí mismo el orgullo con que ostenta la impronta con que fue marcado. En Jesuralén las otrora infamantes marcas sobre la piel se han exhibido como cicatrices gloriosas y los que por su juventud o por lo que fuera carecían de ellas no dudaron en embutirse en una camiseta que las reproducía, en un gesto en todo semejante al de aquella criatura disfrazada de voluntario carlista o de miliciano que en tantas ocasiones tuvimos que padecer los que fuimos testigos de la guerra civil. Según los comunicados, la escena frente al Muro de las Lamentaciones alcanzaron las más altas cotas de emotividad, y el incalificable señor Begin, pocas horas después de haber enviado a sus bombarderos a masacrar a unos técnicos inadvertidos, aprovechó la ocasión (con la mirada puesta en su infortunada campaña electoral) para recordar el holocausto sufrido por el pueblo judío y, según sus propias palabras, transmitidas por los despachos de las agencias, «mantener viva su mernoria». Igual, exactamente igual, que las cabezas visibles del fascismo español, en cualquiera de sus efemérides.

Mala cosa es que un Estado tenga que celebrar una efernéride, sea el 4, el 14 o el 18 de julio, que en cuanto fecha histórica suele ser más definitoria de su debilidad y división que de su unidad y fortaleza; pero será excusable si con el paso del tiempo la fecha pierde su carácter belicoso y es aceptada por todos como una fiesta nacional, oficial y bullanguera. No siendo ese el caso del Estado de Israel -pues hablar del pueblo judío me parece inapropiado, inexacto e intencionadamente demagógico, siendo el pueblo más divertido de la Tierra-, el despropósito se convierte en aberración cuando se trata de perpetuar la memoria de un crimen que, lo quiera o no el señor Begin, será menester olvidar para vivir en paz. Cuando a todo trance se ha de mantener viva la memoria de una cosa tan infame es porque, pese a todas las buenas palabras sobre la paz, se vive en un estado de guerra abierta o latente y cualquier judío, con un mínimo de dignidad, se sentirá a la fuerza avergonzado de la permanente explotación del crimen nazi como salvaguardia moral que ha de permitir al Estado de Israel todos los desmanes que está perpetrando en su lucha por la subsistencia. Para mí está bastante claro: la prueba de que el Estado de Israel se está comportando de manera criminal es que mantiene viva la memoria del holocausto.

Sin embargo, cuando hablo de un estado de guerra no me refiero tanto al conflicto con los árabes -que es el más aparente- cuanto a la guerra interna de una camarilla contra un pueblo dividido. Es el mismo tipo de guerra que Franco mantuvo con el pueblo español durante sus cuarenta años de paz, bajo el signo del 18 de julio; el mismo designio de mantener viva la memoria de la guerra civil, de no curar sus heridas, de no bajar la guardia ni suspender la amenaza de represión, de intentar transmitir a las nuevas generaciones de prosélitos el encono de sus mayores. Porque incapaz de resolver el conflicto que él, en parte, provocó y cuya primera batalla ganó, no quiso sino legarlo entero a sus sucesores. Si hay un crimen histórico no es abrir un conflicto, es no cerrarlo.

En pequeño, ese es el mayor mal que puede hacer una generacíón a la siguiente, un padre a un hijo o un maestro a un discípulo: inculcarle y transmitirle sus temores. Yo no he sabido nunca -ni lo he querido saber, tal vezcómo se consigue una buena educación, cómo se hace para transmitir lo que a uno gusta y ahorrar lo que molesta sin deformar ni coartar posibles tendencias en dirección a terrenos muy distintos de los propios. Me parece, con todo, que si cualquiera es muy libre de tratar de imponer a su entorno sus gustos, sus predilecciones y divergencias, en cambio es un crimen de lesa pedagogía inculcar los temores propios y tratar de que el prójimo participe de ellos. Eso, si no inmoral (pues por paradoja nada parece más moral y consuetudinario), es lo más nocivo que conozco, por cuanto sólo sirve para conformar al aprendiz, cuando menos, con una debilidad. Por un mínimo de respeto hay que dejar a cada persona, o a cada generación, que sufra libremente los temores que ella misma se procura, sin sobrecargarla con otros ajenos, pues si además -y aparte de una imposición de la personalidad y una perpetuación de las creencias- con ello lo que se busca es una ampliación del sistema defensivo y una alianza que ayude a conjurar el peligro, bien puede asegurarse que se consigue todo lo contrario: porque el peligro crece si el miedo se extiende. Así, a lo largo de un progreso que de manera constante está enendrando nuevos peligros, en virtud de la conservación y transmisión de los viejos temores, el universo de los fantasmas (en el que no se produce ninguna baja, tan sólo altas) está superpoblado. De esta suerte, por ejemplo, la derecha tradicional española sigue temiendo el reformismo europeo del siglo XVI, la conjura contra España del XVII, la llustraclón y las ideas revolucionarias del XVIII, el liberalismo, el anarquismoy el socialismo del XIX, el comunismo, el bolchevismo, la protesta juvenil y la guerrilla del XX... Todo, lo sigue temiendo todo. Verdaderamente, no hay gente en el mundo más cap¿,citada para temer. Y la izquierda igual, sólo que con una historia más breve, pues ¿a cuál de sus enemigos tradicionales no ya le ha tendido la izquierda la mano sino tan sólo ha arrinconado al cuarto de los trastos viejos? Yo comprendo que la Iglesia, que me parece que en España tiene menos fuerza que una gaseosa, quiera seguir siendo tradicional, porque si no es eso, ¿qué va a ser la pobre? Pero lo que ya nocomprendo tan bien es que algunas cabezas en apariencia bien zolocadas le hagan el juego y respondan a sus agravios con un anticlericalismo de los tiempos de Dicenta, que no conseguirá sino colocar una lente de aumento ante los ejemplares de una especie que ha evolucionado hacia el raquitismo.

Nada me hace sentirme Lan a gusto en este país como saber que en el momento actual no hay ninguna efeméríde que corimemorar. Me digo que es el primer paso para mirar al futuro con confianza. sin acordarse de ninguna fecha, sea de febrero, julio o Iciembre. Que hemos llegado aquí, al puro presente, y a través de mil fechas gloriosas y luctuosas, sin tener que pagar un tributo especial a cualquiera de ellas. Y que si logramos mantener el calendario tan sólo animado por las fallas, los sanfermines o el Corpus podemos respirar tranquilos. Hasta la saciedad se ha dicho que ha que pagar un precio muy alto por la libertad, que es muy difícil asumirla, que hay que cuidarla como a una criatura indefensa. Si es real la democracia me parece el régimen más fuerte y que mejor se defiende a sí mismo y a ese tenor por aquí sólo veo, dentro de mi reducido campo de experiencia, que estén sobrecogidos unos pocos círculos de intelectuales que, a mi modo de ver, mejor harían en callarse si no tienen otra cosa que ofrecer al público que su zozobra. Pues si tienen miedo es que no tienen fuerza y si no tienen fuerza, ¿acaso confían en adquirirla por el contagio del miedo?

Más que la libertad lo que me parece difícil de asumir es, para un hombre o para un pueblo que durante la opresión ha respondido con la queja y no con la rebeldía, la falta de enemigo. Cuando el rebelde se libera empieza una nueva vida sin grandes atascos en la conciencia. Cuando lo hace el quejoso será para reanudar un nuevo calvario, porque, a diferencia del rebelde, ha incorporado el lamento a su manera de ser. Y para justificarlo tendrá que inventar una tiranía imaginaria, afirmar que pese a las apariencias prevalece la vieja opresión -más dura e hipócrita que antes, si cabe- y conmemorar abierta o clandestinamente las fiestas del martirio. Cosa que seguirá haciendo cuando le llegue el momento de convertirse en opresor, como no hay duda de que lo son muchos de los congregados en Jerusalén, para mantener viva la memoria de un holocausto que por los si -los y los si los alimente, con una inspiración extraída del Antiguo Testamento, el espíritu de la revancha.

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