Las terrazas de Europa
«Los poderosos de este mundo casi siempre acaban viendo las catástrofes de la historia desde una terraza». Creo que esta «boutade» era de André Gide hablando de Nerón asomado a la azotea del palacio romano, próximo al Coliseo, para solazarse en el incendio de su propia capital. Pero no es de esa clase de contemplación, entre cínica y estoica, la que comentaré hoy aquí. Me refiero a otro género de miradores que nos ofrece el viejo continente de la libertad y de la cultura y que se disfrutan de un modo especial en las jornadas anticipadas del estío.Gusto de vagabundear por el puro delite de los sentidos en torno a los mares interiores de Europa buscando en sus riberas el mensaje de la belleza escondida. Nietzsche escribió que los pensamientos no eran sino la sombra de las sensaciones valorando estas últimas más exaltadamente. Los grandes lagos de Europa se arraciman en torno al gigantesco macizo del Alpe, que es el gene específico de nuestra geología común. Tienen un mismo hontanar de hielos y nieves que los alimenta, pero cada uno se define con identidad propia y aire conocido. Las ciudades que rodean esos estanques inmensos se asoman a las orillas para mirarse unas a otras sobre el espejo de las aguas. El agua lacustre helvética tiene un color que tira al verde más que a ningún otro, quizá por el reflejo de las pendientes y laderas que circundan su perímetro con la explosión de la clorofila vegetal. La montaña suiza es, en verano, pradera, fronda, bosque, pinar, hasta que arriba se termina en el techo de las perennes nieves, coronadas por la roca azul o rosada.
Desde esas terrazas se contempla el paisaje de los lagos de la Europa central. Los lejanos perfiles de las comunas urbanas -la Europa de las comunas no es una mera locución verbal- permiten adivinar el contenido de su pasado. El arte románico con su empinado campanil solitario, pregona en sus breves ojivas apareadas el empuje lombardo que se dirigía hacia el Norte, En otros templos se adivina, en cambio, la cebolla lustrosa y dorada de la torre eclesial que anuncia el viento del Oriente. Hay, más allá, en otro pueblo, un barroco germánico con agujas blancas y escarlatas de la Iglesia reformada. Cada templo eleva hacia el cielo, en la abigarrada variedad de sus formas erguidas, los anhelos de la esperanza creyente. Muchas de estas terrazas que se asoman al lago son el antuzano de un gran edificio «pompier», hotelero o señorial, de lo que se ha llamado la belle époque. Fue ésta el largo período europeo que empezó después de Sedan y acabó con el pistoletazo mortal de Raoul Villain contra Jean Jaurés en el café du Croissant, de París, el 31 de julio de 1914. Dominaba entonces la escena internacional la gran aventura del colonialismo europeo a ultranza. Era el tiempo del desfile viajero de los emperadores y de los príncipes; de la supremacía naval británica; del auge de las curas hidrotermales con ruleta incluida; del inquietante y prometedor diván vienés de Sigmundo Freud y de las instrospecciones literarias infinitas de Marcel Proust. Planck y Einstein no habían sacudido aún los fundamentos de la ciencia clásica, ni las coordenadas estables de la cosmología vigente. El monóculo de D'Annunzio hipnotizaba a las cantantes de ópera, y la cintura gallega de la Bella Otero avasallaba el gotha-ghota de París. Lenin no asaltaría hasta años más tarde el poder en la Rusia derrotada en nombre de la clase trabajadora.
Los lagos helvéticos son en parte multinacionales, es decir, muestrarios de la pluralidad de la soberanía acuática. Francia está presente en el Lemán para no perder de vista la estatua de Juan Jacobo, el ginebrino que convirtió el francés en la lengua de la fraternidad universal y cuya efigie ve renacer al Ródano sentado en su isla bajo los sauces melancólicos.
El Bodensee, tiene de socio ribereño al gigante alemán y un poco a la nación austríaca, que posee su pequeño balcón de lago en Bregenz. Los «ferries» de Constanza son rápidos, ordenados, como blancos avisos de guerra, y atracan en los muelles a gran velocidad entre los postes y planchas de desembarco que los esperan. La vieja ciudad conciliar en la que Vicente Ferrer trató de apaciguar en 1415 el cisma de Occidente con otro «Compromiso de Caspe», esta vez para la Iglesia católica, tiene asimismo una larga terraza que domina el multicolor espectáculo de los pequeños veleros, deslizándose, a miles, en las enrachadas aguas. El lago de Lugano es semejante al de Garda que esperaba a Goethe para enseñarle -como a Wilhelm Meister- el aprendizaje del mundo entendido como contemplación estética y hacerle aspirar la perfumada flor del timonero. «Nosotros, los hombres meridionales, no comprendemos la fascinante atracción que el Sur ejerce sobre el Norte», escribía desde el Báltico, Angel Ganivet. Los lagos italo-suizos desbordan en la primavera de vegetación lujuriante. Los tilos se estiran como jirafas sobre el rebaño del boscaje de álamos, castaños, pinos, cipreses y prunos. Las terrazas, ajardinadas y sonrientes, se abren al sol de junio desde los viejos edificios que aparecen en su interior., escenarios decadentes de un filme de Fellini.
La Europa que hoy se sienta a descansar en estas explanadas es en gran parte juvenil, abigarrada y bulliciosa; se viste a lo hippy con deliberada informalidad; habla todas las lenguas nacionales y regionales; se ríe, grita, suda, chupa sorbetes, bebe refrescos sin alcohol, canta sin venir a cuento; patina sobre ruedas entre la multitud; pega oídos al transistor estentóreo; y de cuando en cuando atruena y desborda la caravana automovilista incesante que surca lentamente las rutas con el petardeo de sus máquinas, en una hilera velocísima de luces y ruidos que son como la vanguardia motorista europea que se viste de astronauta de las carreteras y viene buscando bajo el casco reluciente y el anorak negro y rojo -colores stendhalianos- su propia identidad.
Las terrazas de Europa son, en la canícula vacacional, una tribuna desde la que se observa un inmenso desfile humano con la montaña verdiblanca al fondo y las aguas del deshielo al pie. Todos los días nace entre balbuceos otra Europa más justa, más libre y más democrática en el sedimento común de los pueblos que la forman. Europa es a un tiempo iniciativa y esperanza. La radiografía de sus estratos sociales y económicos tiende a la similitud. Cuando la sociedad europea se vaya convirtiendo en un tejido no uniforme, sino homogéneo, la unificación del continente se irá cristalizando lentamente en formas irreversibles.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.