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Tribuna
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El valor de la crítica

La dinámica política no se atiene de manera exclusiva a la coherencia lógica. Pese a ello, si hemos procedido con prudencia y cordura en la iniciación de la democracia, debemos tener ahora la perseverancia de abundar en ella, conquistarla poco a poco y conservarla. Sin embargo, hay cierto desfase entre este juicio de valor y el juicio de hecho. En el ambiente se capta la sensación de que resulta más difícil proseguir en la democracia que lo ha sido llegar hasta ella.Desde un acontecimiento que está en la mente de todos, y tras la acentuación cualitativa de los actos terroristas, están tomando cuerpo cierto desenfado de algunos y como una incertidumbre de casi todos. Lo que en el plano de los hechos fue amenaza o intento conjurado, y lo que, en todo caso, es grave transgresión de la ética de la convivencia civilizada, adquiere todavía mayor entidad como síntoma y presagio.

Se ha introducido en el lenguaje coloquial de. las conversaciones y en el lenguaje informativo de los medios de comunicación social la desestabilización de la democracia. Confoo en que no penetre en el lenguaje definitivo de la historia. No obstante, por ahora, ahí está.

La democracia deambula por la escena política revestida de adjetivos poco alentadores. Se la califica de débil, frágil, vigilada, vi . caria, acosada, amenazada, amedrentada, desinformada... La lista no es completa. A veces, el adjetivo no basta. Así suelen expresarse los convencidos. No hablo de los no convencidos.

¿Hasta dónde llega la realidad y dónde empieza la exacerbación? ¿No ocurre, tal vez, que el propio defensor de la democracia puede, con el mejor deseo, echar leña al fuego?

Debo decir que, en mi interior, encuentro motivos para la preocupación; pero también para la esperanza; más esperanza de la que capto en muchos ambientes.

La democracia, en tanto que obra de la voluntad libre de los hombres, o, dicho de otro modo, en cuanto metodología de la libertad como fundamento de la persona, de la convivencia y de la autoridad, es constitutivamente débil. Debilidad no quiere decir flaqueza. En esa cierta debilidad, que significa razón y humanismo, se encuentra su fuerza; pero se trata de una fuerza moral que excluye todo absolutismo, hasta el absolutismo de la mayoría, como dijo Kelsen. Por eso hay que cuidar el fortalecimiento de la democracia. Para mantenerla, sí, aunque evitando erigirla en dictadura, porque ella muestra indisolublemente asociadas, la libertad, que es igual para todos, y el límite, que modera y legitima el ejercicio del poder.

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La democracia es utopía, promesa de un ideal del que, como ocurre con los ideales, siempre queda distante, y es también sistema, procedimientoo, más ampliamente, forma de vida. El idealismo democrático corre dos peligros: uno procede de los que Sartori llama realistas, es decir, sus impugnadores por fragil y deletérea. El otro peligro procede de su mismo seno, esto es, de los que el propio autor llama perfeccionistas o idealistas,- yo los llamaría exigentes o utópicos, sin conciencia de la historicidad.

Los españoles (formulo siempre con preocupación estas estimaciones globales que permiten toda clase de excepciones) propendemos quizá a representarnos la democracia como algo que nos ha de ser dado en su acabada perfección antes que como forma de vida. Falta en muchos el sentido de la coherencia entre la meta y el camino. Y la democracia empieza y se afirma precisamente en el trayecto hacia ella, en la participación ciudadana, que no consiste sólo en la respuesta a la consulta electoral o en el ejercicio de los derechos, sino también en el trabajo, en la cooperación y en el sentido de la responsabilidad.

España tiene actualmente una estructura democrática. No es poco; pero no es todo. Es preciso que gane en calado y en extensión. El fenómeno de la impregnación democrática es lento. Se mide por generaciones. El proyecto democrático, a diferencia del autocrático, es siempre a largo plazo.

En la superficie de la acción política se observan ilusiones desbordadas, apremiantes exigencias y también cierta inexperiencia rayana incluso en el ingenuismo.

No cuanto se dice en apoyo de la democracia redunda en su beneficio. ¿Siempre que se la pone en cuestión lo está efectivamente, y es ella la que lo está de manera exclusiva? El paro y la crisis económica se nos explican día a día como los perturbadores de la democracia. Lo son, ciertamente; mas a cualquier otro sistema político le ocurriría lo mismo. Luego la ponemos en cuestión con demasiada facilidad, como si fuera la única o la primera de las víctimas posibles. Hay lo que podría llamarse la hipersensibilización del perecimiento.

Algunos paladines de la democracia se colocan en posiciones asertóricas, desde donde arrojan dogmas como dardos. El error. está siempre fuera de quien opina. En el otro, en el Gobierno, en los partidos, en aquello, en fin, que se hizo o no se hizo. Nunca está el error en quien opina, dueño siempre del diagnóstico y del remedio, cuando la democracia supone la reflexibilidad del diálogo, la pregunta y no sólo la afirmación, la duda y no sólo el convencimiento.

El racionalismo hispánico difícilmente se da en estado puro.

Aparece con frecuencia formando una peculiar mezcla, en la que también figuran el idealismo, el apasionamiento y el individualismo. La mejor síntesis que conozco del Quijote es aquella que le define como el triunfo del idealismo sobre el racionalismo.

España se ha inundado de una crítica acerva sobre el desenlace de la transición política que acongoja el espíritu con un futuro poco prometedor. Bien. venida sea la crítica en cuanto exponente de la libertad de pensamiento y expresión: la crítica constructiva y la simplemente negativa. No excluyo a ninguna; pero sin olvidar tampoco a la autocrítica como reflexión analítica sobre la validez del propio pensamiento y sobre la moralidad de nuestros deberes de ciudadanos.

Y lo digo pensando especialmente en los intelectuales. Comprendo que el político y el ideólogo han de incurrir en la exageración y en las simplificaciones, movidos por la estrategia en la lucha por el poder. Comprendo también las vivacidades y Ios atrevimientos del cronista, que discurre sobre la superficie de la actualidad entre acontecimientos y conjeturas. Otro es el papel del intelectual en su oficio de escritor político, al que le es exigible un grado superior de serenidad y de juicio. Con esto no me estoy colocando al lado de los lisonjeros del poder, que también los hay.

Llamamiento final

Quiero hacer un llamamiento a la ponderación, no con el propósito de enervar la censura ni con el de dignificar el halago, sino como actitud en la que el rigor empiece por uno mismo y actúe al servicio del interés colectivo, más allá de la peripecia política de turno.

En un país de tan antigua génesis como el nuestro, históricamente maduro, receptor de civilizaciones y forjador de civilización, industrializado en grado estimable, no hay razón bastante para considerar fracasada o imposible la empresa de construir entre todos nuestro destino, sin imperialismos de grandeza y sin mesianismos protectores.

La democracia como legitimación del poder y marco para su ejercicio forma parte de un conjunto que comprende la democracia de la sociedad en la que se ocupan las posiciones de gobernantes y gobernados, de ciudadanos, individuos y grupos.

Las coordenadas de la democracia social (que, ampliamente entendida, no es identificable con una ideología o un partido) pasan, a mi juicio:

- Por el trabajo como forma general de la realización de la persona y medio de contribuir al desarrollo de la comunidad.

- Por la cultura con su presupuesto en la educación y su zénit en la ciencia, que hoy cumple la función directiva de todo proyecto de transformación y mejora social.

- Y por una cierta austeridad correctora de las desbordadas demandas del consumo, a modo de cierto ascetismo civil más exigente con el asistido de mayores posibilidades.

No creo que la patología política registre la enfermedad de la ineptitud congénita para la democracia. En otro caso, no creo que, pese a todo, la padezca España, y si la padeciera, habría de someterse a tratamiento. En España, eso sí, hemos tenido fogonazos democráticos, algunos resplandores. Necesitamos un sereno fuego que nos temple, ilumine y forje. Que nos haga demócratas. Porque el paso esencial no va de la democracia al hombre, sino del ser humano libre a la democracia.

Antonio Hernández Gil fue presidente de las Cortes. El primer artículo de esta serie fue publicado en EL PAIS el miércoles 17 de junio de 1981.

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