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Lectura del Arcipreste en Xemáa el Fna

Si al cabo de más de seis siglos la obra del Arcipreste conserva intacta su ejemplaridad, ello obedece, pienso yo, a su estructura atipica e informe, híbrido de géneros distintos y opuestos, revoltillo genial de dialectos y léxicos; a su carácter espúreo, mestizo, abigarrado, heteróclito. díscolo a normas y clasificaciones; a esa trabazón milagrosa de experiencias propias de un clérigo con gustos y aficiones de goliardo, embebido a la vez de la tradición literaria latina -la de los joca monachorum y farsas religioso-profanasy la cultura arábiga -narraciones eróticas, poesías juglares-; esto es, a un conjunto de particularidades que le confieren un lugar único, absolutamente irreemplazable, en la historia de nuestra literatura. La lectura del Libro de buen amor en Xemáa el Fria ha sido una de las experiencias literarias más hondas e intensas de mi vida: conjugar la escucha del texto -el prodigioso lenguaje de Juan Ruiz: ligero, alegre, burlón, licencioso, indisciplinado- con la del contexto -comicidad popular, franca y emancipada, de la tradición oral de la halca- suponía verificar de golpe la verdad insoslayable de las observaciones de Bajtín, tocante al mundo carnavalesco de Rabelais: « La plaza pública constituía el punto de convergencia de cuanto no era oficial, gozaba de algún modo de un derecho de extraterritorialidad en el mundo del orden y la ideología oficiales, y el pueblo tenía siempre la última palabra».El visitante o asiduo a Xernáa el Fna disfruta en verdad de una prerrogativa singular: la de zambullirse, en las postrimerías del milenio, en un mundo extinguido entre nosotros desde hace varios siglos; un mundo en el que el hombre medieval, tanto en el ámbito cristiano como el islámico, disponía soberanamente de su tienipo, se abandonaba a sus instintos de juego y aficiones al espectáculo, acudía al círculo poroso y fraterno de los narradores públicos, absorbía incansablemente sus historias, edificaba con éstas los rudimentos de su propia sociabilidad. El orbe juglaresco tan bellamente descrito en los poemas de Ibn Quzmán, recorrido por don Carnaval en sus periplos y andanzas, mantiene incólume su vigencia. Payasos, bardos, atletas, saltimbanquis, curanderos, santones, propietarios de animales amaestrados atraen a una multitud de «campesinos, pastores, áscaris, comerciantes, chalanes venidos de las centrales de autocares, estaciones de taxi, paradas de coches de alquiler somnolientos: amalgamados en una masa ociosa, absortos en la contemplación del ajetreo cotidiano, en continuo, veleidoso movimiento». Allí, como en tiempos de Ibn Quzmán y Juan Ruiz, la plaza pública, el espacio efusivo y plural de la halca, promueven un «contacto inmediato entre desconocidos, olvido de las coacciones sociales, identificación en la plegaria y la risa, suspensión temporal de jerarquías, gozosa igualdad de los cuerpos». La literatura vulgar del siglo XIV, a diferencia de la culta, escrita en latín, emplea el lenguaje común y llano del pueblo de Castilla y se divulga preferentemente por vía oral. La recitación favorecía una estructura narrativa en la que la prosodia desempeña un papel tanto o más importante que la semántica. El metro empleado por Juan Ruiz engarza posiblemente, en su poligénesis, con las unidades rítmicas de la poesía y prosa rimadas árabes. El discurso del trovador, sometido a las exigencias melódicas del texto, se dirige tanto al oído como al intelecto. El auditorio -ayer en los zocos y plazas que frecuentara el Arcipreste, hoy en Xemáa el Fria- educa allí su oído literario: acata la métrica y acentuación que le brinda el relato, distribuye las frases con arreglo a aquéllas, olvida la chata distribución normal.

No conozco en nuestra literatura -tanto desde el punto de vista del léxico como del de la estructura, prosodia y sintaxis- obra tan sorprendente, múltiple, polimorfa como la del Arcipreste. La realidad textual que nos brinda no es bidiniensional ni uniforme: presenta quiebras, desniveles, rupturas, tensiones centrífugas, transmutación de voces; en una palabra, polifonía. El castellano de Juan Ruiz no nos apasiona, como el del Mío Cid y Berceo, en razón de su extraordinario valor histórico tocante al desarrollo y evolución del idioma: posee entidad literaria autónoma, mucho más allá de un interés puramente lingüístico o documental. La ebullición del mismo a lo largo del siglo XIV consentía una estrategia creadora fundada en una actitud receptiva y abierta: el Arcipreste introduce en la obra términos vulgares y cultos, germanescos y dialectales, paródicos y litúrgicos, latinos y árabes. Tal enfoque contribuía a eludir al mismo tiempo las jerarquías verbales establecidas en el campo de toda tradición cerrada y rígida, romper con el semantismo inflexible de la frase hecha, forjar con entera libertad de espíritu un lenguaje desinhibido y suelto, promiscuo, malicioso, insolente, jocundo, como el que recrea el oído del auditorio en el sol invernal, cariñoso, del zoco de Xemáa el Fria. Aunque manos piadosas mutilaron posteriormente el texto, despojándole de sus mayores obscenidades, la carga de erotismo que vehícula le confiere un lugar aparte en la historia de nuestras letras: como advirtió muy bien María Rosa Lida, no volveremos a encontrarla ni antes ni después. Su sabia mezcla de religión y licencia, de versos a María y achaques de faldas, se inscribe, claro está, en la riquísima tradición poética árabe. Al subrayar ahora su innegable mudejarismo, me interesa menos la referencia a la obra de autores de la talla de Abu Nuwas, Ibn Quzmán o lbn Hazm, como el hecho de que esta tradición erótico -religiosa persiste todavía entre los halaiquis de la plaza. No hablo, pues, de fuentes o influjos posibles, sino de contexto vital.

Transitar libremente de la escucha interior de Juan Ruiz a la exterior de mí amigo Abdeslam es acomodar el oído a un dúo de voces virtuosas y bufas, mordaces y evocativas, místicas y paganas: «historias de enredos, cuernos, gramática para entreverada con versos, obscenidades, suratas, risas, imprecaciones, injurias». El clérigo mozárabe, granuja, sensual, gozador, amigo de alcahuetas y juglares, ducho catador de fembras, parece haber reencarnado en la figura arrogante del fqui majestuoso y solemne en sus andares, jovial y libertino en sus prédicas, plantado en el púlpito o minbar de la halca. Ambos recurren al lenguaje familiar y la jerga, invocari tradiciones y leyendas, exaltan e ironizan el vértigo amoroso, añadiendo, de estrambote, azoras o cantigas. Ir del uno al otro permite saborear el verso del Arcipreste al abrigo de la cecina erudita, revivir el deleite y alborozo del público primitivamente destinatarlo, brincar del dicho salaz a la jaculatoria en menos de lo que opula una mosca. Convido al lector a compartir conmigo la experiencia, contraponiendo, por ejemplo, el sabrosísimo lance de la monja encomíada por Trotaconventos -conquista fallida, sabemos, por la negativa de la interesada-, seguido de unos versos de consuelo en loor de la Virgen, al incidente acaecido al industrioso y astuto Xha -un personaje muy popular de la narrativa tradicional arábiga- que traduzco de la versión de Abdeslam recogida en mi grabadora.

«Hallábase el joven Xha de viaje, y habiéndole pillado la noche antes de regresar a su casa, tuvo que pernoctar en el fondac, en un dormitorio de hombres. Temiendo, con razón, por su integridad, Xha ideó una estratagema para salvarse: fue al mercado, compró un cuenco de bisara -un espesísimo potaje de habas- y volvió a recogerse al albergue. Aguardó a que apagaran el candil y, bajándose los calzones, volcó en los fondillos el contenido del cuenco... Cuando su vecino, enardecido por sus escasos años, adelantó la mano pecadora hacia sus partes traseras, se pringó los dedos con una pasta de consistencia muy sospechosa. Aterrado, la retiró al instante, lanzando una maldición... Uno tras otro, los huéspedes del fondac tentaron la suerte y retrocedieron contrariados... Fue así como el mozo salió intacto del apuro en que le había puesto el destino al dirigirle a aquel antro de malvados, de lo que debemos dar gracias al Clemente, al Sutil, al Informado... Corno dice el libro santo, oh creyentes, "también Dios conspirada contra ellos, y ciertamente Dios es el conspirador más hábil"» (Corán, VIII, 29).

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