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¿De la democracia avanzada a la democracia vicaria?

Hace justamente un año, en este mismo diario publiqué un artículo sobre la posible remodelación del sistema de partidos en España, en donde mantenía, en resumen, las siguientes tesis: a) la inviabilidad, entre otras razones, por la actual normativa electoral, de crear o recrear partidos, fuesen testimoniales o con pretensiones de cubrir espacios más o menos consolidados, es decir, los partidos-bisagra: b) la necesaria corrección, renovación y revitalización de los partidos existentes, tanto en su ideología y estrategia como en su proyección imaginativa y decisoria, ante los problemas reales del país, y c) la conveniencia de fomentar clubes políticos y de opinión que, a distintos niveles, con significaciones ideológicas diferentes, animasen y defendiesen los valores democráticos. En un año, y de modo agravado en estos últimos meses, el contexto sociopolítico español se ha deteriorado profundamente, y tal vez unas reflexiones adicionales, muchas de ellas discutidas con estudiantes, profesionales y colegas en reuniones públicas o privadas, puedan servir indicativamente para fijar ciertos puntos de vista y, eventualmente, para apoyar plataformas que actúen no como partidos políticos encubiertos, sino como estructuras con revulsivo crítico de las instituciones de los propios partidos; en suma, de la sociedad política. Es decir, con iniciativas que -dada la ausencia de disciplina partisana, a veces frustrante- pueden integrar a amplios sectores hoy marginales o desmovilizados y que en definitiva pueden coadyuvar al progreso cultural, político y social de España. Mi idea básica es que la disociación entre la sociedad civil española, los partidos y los grupos de presión está llegando a niveles alarmantes, no ya para conseguir la democracia avanzada, que enuncia el preámbulo de la Constitución, sino incluso para mantener la propia democracia como sistema de convivencia libre y pacífico. Y lo que puede ser más grave es que el resultado de este proceso lleve a institucionalizar un nuevo sistema político de lo que podríamos llamar «democracia vicaria». En parte se correspondería a lo que la nueva terminología neoconservadora, aplicada por ahora a América Latina, denomina con eufemismo ladino «Estado autoritario de derecho». Los diversos acontecimientos ocurridos últimamente en nuestro país parecen así exigir replanteamientos que afectan no ya a la controversia casi académica de nuevos espacios políticos -salvo la disolución o transformación radical de los existentes partidos-, sino, por elevación, a la globalidad de la sociedad política española y a los cualificados grupos de presión que, con actuaciones, declaraciones o insinuaciones y, forma constante, hacen su aparicíón en toda nuestra historia contemporánea.La vuelta al eterno retorno de las disociaciones El marco constitucional de 1978, establecido por consenso, configuraba jurídicamente el fin de las tradicionales disociaciones que han definido nuestra vida sociopolítica de cerca de dos siglos; es decir, la disociación confrontada, en guerra o en tregua, entre sociedad civil y los poderes militar, eclesiástico o económico. En el lenguaje que toda situación constituyente innova, los «poderes fácticos» deambularon como fantasmas vivientes que provocaban rápidos acuerdos. Más aún: la ilusión jurídica llevaba a normativizar dos grandes cuestiones adicionales, fuente permanente de conflictos agudos o de suspicacias soterradas: las relaciones entre poder central y poderes o expectativas de poderes regionales, y, por otra parte, el establecimiento de unas reglas de juego -parlamentarias y extraparlamentarias- que podrían conducir a la profundización de una democracia modernizada, progresista y avanzada. El último pronunciamiento del 23 de febrero pasado evidenció -quizá exageradamente- el fin de esta ilusión. Me parece que no es correcto entenderlo como un hecho aislado, sino, sociológicamente, como el resultado de un proceso gradual de deterioro, todavía, afortunadamente, no polarizado, de la sociedad política española y, en definitiva, del eterno retorno a las tradicionales disociaciones que se creían superadas. No triunfó, entre otras importantes causas, por la intervención del Rey, y porque la sociedad española, de 1981 no es la sociedad polarizada y antagonizada de 1936. Tampoco el general Sanjurjo triunfó en 1932. Por ello, más que un hecho aislado, es un síntoma grave que además ha provocado un síndrome de frustración. En este sentido, el pronunciamiento -localizado y fallido- tiene, a mi juicio, dos valoraciones complementarias: en primer lugar que un fracaso ha sido relativo, ya que, si bien, no consiguió sus aparentes objetivos finales, sí puso de manifiesto -y tal vez fuese esto lo que se pretendía- una de las disociaciones clásicas entre sociedad civil y un sector militar; en segundo lugar, el síndrome 23-F ha provocado un efecto de autolimitación, consciente o inconsciente, que puede afectar no sólo a la clase política, sino, por extensión, a gran parte de la opinión pública. De la ilusión al desencanto, del desencanto al temor, no es otra cosa que la traducción psicológica de un hecho político que, de no corregirse eficaz y urgentemente, puede llevar y deslizarse a una nueva situación. Así pasaríamos de la proyectada democracia avanzada a la temerosa democracia vicaria, en donde ya no se sabrá si los vigilantes serán los vigilados o si éstos tendrán la ilusión utópica que les hará creer que son vigilantes. Si la situación llegase a institucionalizarse, si el síndrome 23-F se agravase y generalizase, la sociedad civil se convertiría en un nuevo Leviatán hobbesiano.

El rearme cívico de las fuerzas democráticas Es evidente que apoyar un rearme cívico, en las actuales circunstancias, sin unos replanteamientos serios de nuestra situación y las causas que la han originado, es una ingenua declaración retórica para un mitin convencional. Pero creo que es más peligroso encerrarse en un pesimismo vital, intelectual o político que, en el fondo, es el reconocimiento de una impotencia y el encubrimiento -al menos implícito- de la aceptación fatalista de una derrota a plazo medio, pero fijo. La responsabilidad de la clase política -Gobierno y oposición-, de las fuerzas sociales y de los sectores intelectuales y profesionales es ahora fundamental. El consenso, se decía, estaba superado, y se ha visto, con otra denominación, pero en el mismo contenido, aunque más limitado, que, al menos, es una vía transitoria para empezar a salir de la crisis. No se trata ya del triunfo en una contienda electoral, sino del triunfo o el fracaso de su peculiar sistema de convivencia. En otras palabras, es una exigencia global que afecta a toda la sociedad política, a los partidos y fuerzas sociales, a todos los ciudadanos. Nuestra sociedad civil, como ocurre en los demás países europeos, necesita instrumentar los mecanismos necesarios para que los sectores que por diferentes causas no han asumido plenamente los nuevos valores constitucionales, se integren y participen operativamente. No se trata sólo de sectores militares, sino también eclesiásticos y económicos. Pero, para ello, los nuevos valores, que proclama la Constitución, tienen que realizarse eficaz y funcionalmente. La actual disociación entre la sociedad civil y estos sectores -cuya profundidad está por ver- necesitan ser explicados y discutidos con sentido histórico, con objetividad, con proyección integradora para un futuro pacífico. Los nuevos estados son siempre estados frágiles, sobre todo si su mecanismo de transformación ideológico e institucional ha sido, como el nuestro, reformista. Antagonizar ideológicamente estas relaciones, dar respuestas innecesariamente provocadoras o claudicantes, no parece ser un buen camino para una convivencia razonable. Integrar corresponsablemente es, así, lo contrario de polarizar. En todo este rearme, los partidos políticos, ejes básicos de toda democracia pluralista, deben ser los canales naturales de esta acción política. Los ataques a los partidos o su desvalorización son ataques al sistema democrático, ya que, por principio, no hay democracia sin partidos. Este presupuesto no obsta para hacer la necesaria crítica constructiva a su funcionamiento y a sus proyectos y realizaciones. As!, los partidos que se oligarquizan prematuramente, que pierden iniciativas o imaginación, que se distancian burocráticamente de los problemas reales y de los ciudadanos y se centran prioritariamente en luchas ocasionales por el poder, harán frágil y débil al sistema democrático. Es aquí, y en nuestro contexto actual, más agudizado que hace un año, en donde núcleos de opinión, formalizados en clubes o asociaciones, puedan cumplir una función, no de suplantación, sino de complementariedad -a la derecha o a la izquierda, liberales o progresistas- de los actuales partidos políticos. Los clubes, en el ámbito continental europeo, florecen, precisamente, en momentos fundacionales o de fragilidad y peligro de la democracia. Los clubes, históricamente, fueron promotores de partidos, tanto en el inicio de las resoluciones liberales como en la nueva expansión de ideologías progresistas y socialistas, y los clubes, finalmente, coadyuvan al fortalecimiento de las democracias jóvenes o en situaciones de crisis. Un rearme cívico, clubes complementariamente con actuaciones de otras fuerzas sociales, que estudien, propongan soluciones, hagan las necesarias correcciones al funcionamiento del sistema, que proyecten, en fin, la conciencia anticipatoria e imaginativa, servirá de eficaz estímulo para, como decía Bloch, proseguir en la realización de la utopía de viaje ilimitado. Si seguimos pensando en una democracia avanzada y progresista, como se proyectaba en la época de la dictadura, abierta y plural, y no en una democracia vicaria o en una no-democracia, debemos pensar también que la responsabilidad es de todos, y hacer responsables a todos es hacer partícipe, por todos los medios., a una opinión pública que, en muy pocos años, se ha desmovilizado y que, a veces justificadamente, elige el escepticismo cáustico o la evasión por la privaticidad.

Raúl Morodo es catedrático de Derecho Constitucional y rector de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo.

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