Crisis de número, de función social y de comunicación con la jerarquía entre los sacerdotes
«El futuro de la Iglesia no se juega en la basílica de San Pedro, sino en el bar San Pietro, y lo veremos de aquí a diez años», escribía en 1971 el teólogo alemán Norbert Greinacher. En la basílica de San Pedro se celebraba por aquellos días un sínodo de los obispos para tratar la crisis del clero católico, y el bar San Pietro era simultáneamente el lugar de encuentro de los curas contestatarios europeos que estaban analizando su propia crisis. Pues bien, los diez años se cumplen ya.
Roma ahora, como antes la ciudad suiza de Coira, y luego Amsterdam, fueron las etapas más señaladas de un movido proceso, mediante el cual la opinión pública europea tuvo conocimiento de la grave crisis interna de la Iglesia. Protagonistas principales fueron los holandeses, cuya Iglesia mantuvo un tenso pulso con Roma, que a punto estuvo de saldarse con un cisma. Pero los problemas planteados afectaban a toda la Iglesia católica occidental, que se tomó en serio el dinamismo del Vaticano II.Louis Evely, partícipe de aquel movimiento y autor de éxito en España, cuyas traducciones alcanzaron más de un centenar de miles de ejemplares, resumía así las reivindicaciones de aquellos curas críticos: «Romper la barrera del tiempo de tal manera que un cura o un obispo puedan serlo por tiempo limitado y no por toda la eternidad. Romper la barrera de trabajo, de tal manera que el cura sea un ciudadano normal que ejerce de cura, y no al revés. Romper la barrera del sexo y acabar con el celibato obligatorio». Y tras estas pretensiones, destapa la razón de fondo del malestar: «La verdadera causa de la crisis de los curas es que ya no saben qué son ni qué tienen que hacer».
Trabajo, celibato y papel que cumplir eran los temas que los curas contestatarios paseaban por las ciudades mencionadas, escogidas intencionadamente, porque en ellas se reunían al mismo tiempo los obispos europeos. Pero el diálogo entre el tercer estado y los pastores no tuvo lugar. «¿Por qué razón»,se preguntaban aquéllos en Coira, «esos 120 obispos no pueden encontrarse con los curas, si sólo nos separan unos cientos de metros?». «Los obispos tienen miedo», titulaba la Prensa europea. Los obispos temían encontrarse con preguntas para las que no tenían respuestas y con unos curas beligerantes que no ocultaban su solidaridad con Iselotto, Helder Cámara o el País Vasco. Los obispos llegaron a pedir al comisario de policía la ayuda de un destacamento para que les protegiera de los curas reunidos enfrente. El cardenal Suenens, de Bélgica, no pudo, sin embargo, negarse a leer ante sus compañeros una patética carta que le había dirigido Hans Küng: "La renovación de la Iglesia se hará con los obispos o sin ellos. Pero, en este último caso, contra ellos". Bien es verdad que en estos diez años transcurridos no se ha producido ninguna catástrofe espectacular. Pero los números cantan y los abandonos, disminución de vocaciones y envejecimiento del clero han puesto a la Iglesia en estado de alarma. En el año 2000, en Alemania, el clero se habrá reducido a un tercio del actual, y el 20% del mismo tendrá más de setenta años, en Francia se reducirá a la mitad del actual y tendrá más de 65 años.
El ser clérigo, una modalidad del ser hispánico
Tampoco van mejor las cosas por estos pagos. El sociólogo Diaz Morzaz escribía recientemente que "la tonsura llegó a ser algo así como el título de abogado para los españoles del siglo pasado". Pero si se recuerda que en 1868 sólo había 42.948, contra los 200.000 clérigos de 1626, bien se puede concluir que en siglos pasados la clerecía era una modalidad del ser hispano. Su número ha ido desde entonces decreciendo, al tiempo que aumentaba la población del país. Tenemos así que si en 1868, cuando la revolución gloriosa, la proporción del clero con el número de habitantes quedaba en un cura por cada 420 españoles, ha pasado a ser, en 1980, de un cura por cada 1.963 habitantes, lo que no quiere decir que estén peor asistidos los católicos españoles ahora que antaño. El clérigo de antes estaba absorbido por el culto y, el cultivo de las propiedades eclesiásticas. No se puede, sin embargo, perder de vista la evolución estadística: si en 1961 se ordenaron en España 825 sacerdotes, sólo fueron 231 en 1975 y 216 en 1979.
No es España país donde abunden los conocimientos estadísticos. Díaz Morzaz, que fue director de la Oficina General de Estadísticas de la Iglesia (OGEI), cuenta cómo se quiso en los años cincuenta realizar una encuesta entre el clero para valorar sus ingresos, que no solían superar las mil pesetas. Algunos obispos prohibieron responder a sus curas porque la pregunta denotaba «poco espíritu sacerdotal» Y «porque un clero pobre es un clero, obediente». Los resultados no se publicaron, como tampoco los de otras encuestas en Galicia y, recientemente, en Madrid.
Lo que sí vio la luz pública fue un riguroso estudio del sociólogo Ruiz Olabuenagas, en colaboración con la universidad americana de Fordham. Analizando las razones del abandono de los curas españoles, establece cuatro tipos: los que descubren una contradicción entre el sistema clerical y las exigencias del sacerdocio. Los que entran en clerecía por condicionamientos familiares, sociales y descubren luego otros valores que juzgan más importantes, en los años cuarenta y cincuenta, los hijos de pobres no tenían más medio de promoción que el que les ofrecían aquellos que iban por los pueblos captando vocaciones en niños de diez años. Los que ven una contradicción entre la valoración absoluta de la Iglesia que les inculcan dentro y la autonomía y valor de la profundidad; en este tipo de crisis han tenido buena culpa las «teologías de las realidades terrestres» venidas de afuera y que han creado «un colonialismo cultural teológico»: en 1950, el 54% de la literatura religiosa publicada en España eran traducciones, porcentaje que se elevó en 1965 al 90%. Finalmente los que creen ver una contradicción entre la función social española en el franquismo y una opción personal por otros valores políticos y sociales.
Que esta crisis no está motivada por la inmadurez de sus protagonistas, como muchos dicen, lo demuestra el hecho, afirma Ruiz Olabuenagas, del alto grado de intentos de suicidio entre curas en crisis. El reciente caso de Christian Bonnet, hijo del ministro gato de Interior, suicidado en Roma por que quería ser sacerdote, pero no célibe, es un dato sintomático.
Esta tipología del cura que abandona hay que verla en relación con la del cura que no se va. El sociólogo establecía cinco grupos: el de quienes quedan dentro por que no les queda más salida, habida cuenta de la edad o la reconversión profesional, éstos viven en un exilio interior, y es el caso frecuente, de los curas rurales. Luego viene el grupo del tercer hombre, que comenzó entusiasmado, pero cuyo ánimo se estrelló ante las instituciones o dificultades; no es conservador ni progre: sólo quiere vivir en paz. En tercer lugar, el grupo de los que están profesionalmente centrados en otra actividad y sólo marginalmente ejercen su ministerio. También el grupo de lo proféticos, políticamente comprometidos, en conflicto con el régimen y con la Iglesia. Finalmente, los conservadores, que no entienden bien lo que está pasando y se refugian en una espiritualidad privada.
El cura español, pobre y político
También el semanario católico Vida Nueva publicaba por entonces los resultados de una amplia encuesta, cumplidamente comentada por Tarancón, entonces cardenal primado. El clero español se mostraba mayoritariamente conciliar, políticamente abierto y muy crítico respecto a las relaciones Iglesia y Estado del franquismo. Había naturalmente preguntas sibilinas, como aquella que daba a escoger entre monarquía, socialismo y movimientos obreros. De todas las respuestas «me asusta», decía Tarancón, «esa corriente hacia un trabajo civil, y creo que es efecto más bien de una impresión que de una reflexión serena». La respuesta deshacía igualmente el mito del cura rico, que tan mal se ajusta a la realidad en su conjunto: la mayoría se las arreglaba con unas ganacias entre 4.000 y 8.000 pesetas, una cifra ligeramente por encima del salario mínimo de hambre (3.800 pesetas). Las cosas no han mejorado sustancialmente en 1980. Los 8.000 millones con que el Estado subvenciona a la Iglesia significan unas 16.000 pesetas por cura. Para el galleguista José Chao, el trabajo es un modo de sobrevivir en Galicia «si se renuncia al derecho de la estola: cobrar por los servicios litúrgicos y sacramentales». Algunas pocas diócesis, como la de Oviedo, han creado un fondo de compensación, nutrido con un impuesto que grava a los que más ganan, a fin de que el mínimo quede en 30.000 pesetas, más unas 7.000 del culto. En la susodicha encuesta, el celibato se revelaba como relativamente insignificante.
No era esto, sin embargo, lo que se deducía de una encuesta entre los curas gallegos de la diócesis de Santiago que no llegó a publicarse. Para un 40%, «el celibato no es una exigencia de la vida sacerdotal». Más claro aún: un 22,29% consideraba a la castidad como virtud irrealizable. «Lo inquietante y grave de verdad». comentaba la encuesta, «es que casi todos estos sacerdotes que lo juzgan irrealizable son lógicos con su manera de pensar y actúan en consecuencia». Un 34,78% manifestaba tener problemas afectivos relacionados con una persona concreta.
En las grandes urbes, en Cataluña y el País Vasco, adquiría entidad relevante el compromiso político. El clero vasco se hizo abanderado de la causa del pueblo. Raro era el encuentro internacional que no terminara con un comunicado de solidaridad; en todos ellos se hacía notar la presencia del colectivo vasco que funcionaba aparte del resto del clero español. Al interior mismo del País Vasco se multiplicaban las ocupaciones de seminarios, como en Derio; las huelgas de hambre, como en el obispado de Bilbao, el apoyo a la lucha antidictatorial, la reivindicación de la lengua y cultura vascas, albergando en las iglesias la creación de ikastolas. Los curas vascos se convirtieron en inquilinos habituales de la cárcel de Zamora.
En el clero se reavivó, según los etnólogos, el mito del milenarismo vasco, que cargaba de contenido religioso la lucha por la patria vasca. En cualquier caso, no se puede entender la lucha por la democracia en el franquismo sin tener en cuenta el papel activo del cura español.
Las circunstancias políticas resucitaron al cura político, del que dice Jiménez Lozano que «forma parte de nuestra sociedad española a la manera con que el alfaquí o el rabino forman parte de nuestra sociedad islámica y judía; esto es, imbricándose en ella, en su profanidad, de una manera que no es diferenciable de su calidad religiosa». Otros, como Tierno Galván, se explicaban el fenómeno por un deseo de desandar la tradición política opresora de la Iglesia: «Los curas jóvenes están haciendo un sacrificio personal, porque han llegado a la conclusión de que sin sacrificio no hay autenticidad». Sería entonces una manera de desactivar la segunda parte del conocido aforismo de Nietzsche: «He aquí sacerdotes.... entre ellos hay héroes. Muchos de ellos han sufrido demasiado, por eso quieren hacer sufrir a los demás».
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