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Reportaje:

La regresión permanente

En las lentas bocanadas finales del franquismo, París daba acogida generosa a numerosos cantantes, cantautores y cantamañanas -de todo hubo en la viña del exilio- procedentes de España. Paco Ibáñez, con su amistoso galopar, aparecía como el patriarca de la tribu. Y había recitales para dar y tomar: centros culturales, teatros de barriada, la Mutualité, el pabellón de Les Halles, el Olympia... Al galope español se unían portugueses, como Luis Cilla, y muchos latinoamericanos. París era a menudo una fiesta donde se mezclaba el gesto antifranquista, la melodía pegadiza, el llanto de los niños, la militancia, el codazo al amigo y una espesa nostalgia.Los testigos de aquella hora dilatada pueden hoy recordar a Joan Manuel Serrat cantando jótas verdes en un café, a Paco Ibáñez ofreciendo paella maternal, a Pi de la Serra declarándose hijo de Tarrasa y Sabadell, a Xavier Ribalta enaltecido con su Pica, pica, miner, y a Raimon llevándose al personal de calle cuando entonaba aquello de Al vent, la cara al vent, el cor al vent, les mans al vent, els ulls al vent, al vent del món.

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Llenos absolutos en los recitales de Lluis Llach en París

En el mundillo de los fieles se hacían muy visibles Manolo Azcárate, Marcos Ana y Víctor Mora. Tampoco faltaba el pintor José Ortega, con sus exóticas camisas del otro lado del telón, y a quien José Menese le dijo un día: «Pero, niño, ¿qué es eso de vestirte como Massiel?». Había, en fin, exiliados, emigrantes, artistas, estudiantes y obreros, al tiempo que franceses de izquierda, intelectuales demócratas e hispanistas despistados. Pese a que el auditorio estaba en la línea, no hubo allí recital sin el grito: « ¡Qué cante en español!».

Naturalmente, Lluis Llach llegó un buen día cantando en catalán. Lo curioso en verdad es que, además, tenía hermosa voz y compoñía melodías atractlvas. Le daba también mucho al compromiso, sí, pero tenía esa rareza frente a los restantes: era un cantante, un músico verdadero. Uno sintió predilección por él desde el comienzo, especialmente cuando cantaba El bandoler. Y uno le sigue siendo fiel.

En este caso aislado, la fidelidad es fácil. Llach ha vuelto a cantar en París, en el Théâtre de la Ville. Ya no estaban los rostros históricos en la sala. Abundaban los franceses de todo pelo, que a plaudían a rabiar. Y Llach, tarde tras tarde, ha cantado mejor que nunca sus viejos temas y los que ahora dedíca a su país petit, Verges, que en francés significa vergas, para zozobra equívoca de quienes han comprado en Francia su último elepé.

Sin embargo, a lo largo de sus recitales, Lluis Llach ha vuelto a, paladear lo regresivo al aludir al fallido golpe de Tejero. Y esas alusiones le daban un perfume al teatro que conectaba duramente con el de ayer. Cuando el cantante catalán actuó en el madrileño teatro Salamanca, se confesaba feliz por poder hacerlo, al fin, en condiciones normales. Su salida al extranjero ha supuesto un retorno a la anormalidad, a lo extramusical como propina, a la regresión.

Un español, residente en París, comentaba tragicómicamente: «Por favor, que no haya un nuevo golpe. De lo contrario, va a ser rnuy duro revivir aquellos recitales de canción comprometida».

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