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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Encuentro en la tercera fase?

EL IV Congreso de Alianza Popular ha concluido igual que empezó: en un enfervorizado ambiente de unanimidades aclamatorias en favor de Manuel Fraga y con una carretada de lugares comunes sobre los males que aquejan a la vida española, todos ellos presuntamente producidos por la torpeza, indolencia, pecaminosidad o codicia de nuestros gobernantes, y sobre los remedios para curarlos, supuestamente disponibles en el partido del que es titular el líder aliancista.Los dos tomos y las mil páginas con que amenaza a la afición Manuel Fraga son presentados así como una farmacopea política colmada de medicamentos de amplio espectro, que lo mismo valen para un barrido que para un fregado.

Alianza Popular, ese extraño grupo que es a la vez un partido (el PUAP) y una federación (la FAP), además de la espina dorsal de una coalición electoral (Coalición Democrática), ha tratado de presentarse en su IV Congreso como una organización asentada sobre firmes principios. Sin embargo, parece más próximo a la verdad que Manuel Fraga ha orientado todos los esfuerzos, a lo largo de su biografía política, hacia la búsqueda del poder, sin preocuparse en demasía por la congruencia de los programas. La circunstancia de que perdiera el poder cuando lo tenía y de que no acertara luego a recuperarlo no implica que los firmes principios fueran responsables de sus naufragios. Porque en un político el oportunismo es compatible con la torpeza para practicar su oficio. Entre aquel «magnífico» septeto que recorrió España en la primavera de 1977, y que se hundió en las urnas, y esa nueva Alianza maquillada, que intenta mejorar su imagen incorporando políticos en paro interesados en rentabilizar su pasado democrático, hay la misma distancia que separa el proyecto abiertamente involucionista, abrigado por una derecha autoritaria, de la perspectiva esbozada por una derecha que se pretende conservadora y reformista.

Se diría así que, mientras UCD trata de correrse hacia la derecha del espectro, Alianza Popular inicia un movimiento de acercamiento inverso, a fin de converger, en una segunda fase, con el centrismo en el mismo espacio ideológico y político. El encuentro en la tercera fase de UCD y AP, esto es, en los pactos electorales, las mayorías parlamentarías y el Gobierno, sería la culminación de la estrategia de Manuel Fraga, resumida en la metáfora zoológica de la mayoría natural. Con independencia de las connotaciones populistas inherentes a la formulación, esa mayoría supuestamente natural sería en realidad el artificial resultado de una ley electoral mayoritaria, que obligaría a elegir entre dos bloques e imposibilitaría opciones mediadoras de carácter liberal y socialdemócrata, y la manipulada consecuencia de campañas alarmistas, destinadas a despertar los miedos en las clases medias. A este respecto, las posibilidades de éxito de esa estrategia dependen de la capacidad de resistencia de las tendencias conservadoras de UCD y de quienes aspiran a ser sus dirigentes. Porque tendrían que desconfiar mucho de sus propias fuerzas los críticos centristas para decidirse a transformarse en obedientes peones de brega del número uno de Alianza Popular.

La indigencia de nuestra vida pública se manifiesta en la obsesión por las analogías y en la tendencia a imitar modelos exteriores. Fraga parece deslumbrado ahora por la «revolución conservadora» de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, así como con la victoria en las urnas portuguesas de Alianza Democrática. Por desgracia, ni siquiera esa analogía es procedente, entre otras cosas por los compromisos neoconfesionales de Alianza Popular en materia de educación y de costumbres. El conservadurismo de Fraga va mucho más allá del de sus admirados modelos anglosajones (al fin y al cabo, Ronald Reagan firmó una ley de despenalización del aborto cuando era gobernador de California) y su figura poco tiene que ver con la del fallecido Sa Carneiro (cuyo divorcio hubiera sido impensable en una España gobernada por Alianza Popular). En última instancia, el líder aliancista no tiene un nuevo. modelo de sociedad que ofrecer, sino una vieja ambición política legítima que satisfacer. Si sólo conociéramos a Fraga como parlamentario y como opositor, tal vez su candidatura a presidente del Gobierno suscitara menos recelos de los que despierta. Sin embargo, los recuerdos que los ciudadanos guardan de su paso por el Gobierno no son del todo agradables. Y no sólo por su intolerancia hacia los discrepantes, sino también porque sus autoproclamadas dotes para la gestión de la cosa pública no se reflejaron correctamente en sus anteriores responsabilidades administrativas. Sus propuestas de restablecer la pena de muerte, sus anteriores declaraciones sobre la necesidad de intervenir en el País Vasco y sus tomas de posición sobre cuestiones relacionadas con el orden público o la delincuencia común hacen pensar a veces que el único Estado que le cabe a Fraga en la cabeza es, en realidad, cierto «estado de excepción».

Digamos, finalmente, que lo peor del IV Congreso de Alianza Popular ha sido su pretensión de identificar a sus dirigentes, militantes y electores con España. Un mínimo sentido político hubiera debido impedir esta monopolización de los colores de la bandera y del himno nacional -utilizado como si fuera el de su partido en la clausura del congreso - y no cometer ese acto de exclusión que relega a las demás formaciones políticas y a los ciudadanos que les votan a la condición de españoles disminuidos o de españoles a medias. Porque hasta ahora nadie ha demostrado que en Alianza Popular sean más españoles que el resto de los ciudadanos nacidos en este país y con sus documentos en regla.

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