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Tribuna:
Tribuna
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Ni Marx ni menos

Fernando Savater

FERNANDO SAVATER

Decía Epicuro -el más narcisísticamente actual de los filósofos griegos- que los estoicos se habían librado del caprichoso arbitrio de los dioses sólo para caer bajo el rigor fatal de la naturaleza: mal negocio en cuanto a posibilidades de liberación toca, señalaba con ironía el sabio del jardín, pues por lo menos a los dioses se les podía ablandar con rezos, mientras que a la necesidad natural hay que someterse irrevocablemente. Muchas de las tutelas teóricas que la siempre levantisca actualidad cultural rompe con alborozo dejan huecos no menos opresivamente repletos por la sombra de lo fatal. Entonces la nostalgia hace estragos y también el desánimo revestido de cinismo o la pálida soledad. A lo real nunca le falta su folleto de instrucciones, que no sólo explica la realidad, sino que la sustituye, escamoteándola. Xavier Rubert lo ha contado magistralmente en De la modernidad, último de sus libros y el mejor. Y las instrucciones de uso remiten de prospecto a prospecto, según un código cuidadosamente redundante de donde la idea de curación ha sido extirpada por completo con cierto resignado suspiro o quizá una sonrisa realista de complicidad con la nueva e inexorable forma del destino. Matamos a los grandes padres para hundirnos en el útero desconsolado de una oceánica confusión en que todo se vale y sobre ese burbujeo de pequeños trazos, jergas, propuestas industriales, modas para decorar escalafones, se mece la voluptuosa repugnancia, autocomplaciente, pero insatisfecha, con que nos gratificamos. Algo acecha, para lo que nos faltan nombres y el coraje que da respuestas; algo espera -una cita olvidada, traicionada-, y todos nuestros nombres y respuestas lo evitan cuidadosamente; algo ha quedado sellado en su dolor y en silencio, cuando nos habíamos juramentado al menos para darle una voz que no minimizase el dolor decretándolo aliviado o imprescindible. La necesidad es plástica, obsequiosa: se adelanta a nuestros deseos, prevé nuestros temores, habla por nosotros antes de que podamos abrir la boca. ¿Me lamento acaso desde la nostalgia de aquellos dioses a los que aún podían hacerse rogativas y que recibían con paciencia su ritual paliza cuando la lluvia tardaba? « ¡Pero rezar es una vergüenza! », se indigna Zaratustra. «No para todos, pero sí para mí y para ti y para quien tiene su conciencia también en la cabeza. ¡Para ti es una vergüenza rezar! ». Luego habrá que plantear el dilema de otro modo.Ruego disculpas a mi abnegado lector por este exordio enrevesado. En realidad, la cosa es muy sencilla: quiero hablarle hoy del abandono teórico y práctico de la doctrina de Marx. Se trata de una auténtica liberación, no cabe duda; un sacudirse con orgullosa cabezada el yugo dogmático, una ampliación energética del marco de lo pensable; pero que, por lo visto, puede desembocar en la sumisión desesperada o cómplice a otra forma de fatalidad aún más esterilizadora que la ortodoxia. Como todo pensador, Marx permite de sí mismo usos y abusos: hasta qué punto los unos están imbricados en los otros es cosa que no puede resolverse por decreto ni disolverse por medio de un venturoso acto de fe. Lo peor del dogmatismo marxista es que nada cuenta, salvo Marx o lo que a través de Marx puede filtrarse; ahora vemos surgir alternativas cuya ortodoxia consiste en que todo vale, de la cibernética a la astrología, salvo precisamente Marx y lo que con mayor o menor fidelidad de él pueda reclamarse. Y no sólo me refiero ahora a que, como de costumbre, al tirar el agua sucia del baño también el niño se nos ha ido por el sumidero; lo malo no es lo que hemos perdido, sino la calaña de lo que nos queda. Entre lo que se fue con la fe marxista (allá donde ésta se perdió, naturalmente) hay que señalar los dos abusos principales del dogma: el abuso científico y el abuso militar. Ya recuerdan ustedes: el abuso científico, Marx como descubridor y colonizador de continentes teóricos antes no soñados, adiós a la filosofía, a la psicología, a la crítica literaria, que no sepan la buena nueva de que el marxismo es el pensamiento insuperable de nuestro tiempo, fuera de cuya ciencia (segundo Marx; por favor, desconfíese de improvisaciones juveniles) todo es ideología y crujir de dientes; el abuso militar, Marx como coartada del acaparamiento del poder por una minoría de burócratas sin escrúpulos, los trabajadores son nuestro más precioso capital humano, su moral y la nuestra, se haga lo que se haga, será revolucionario si se razona lo hecho en lajerga adecuada, los tanques grabando el capital con sus orugas en las espaldas de los lectores de Kafka, quienes ya sabían que la ley castiga escribiendo una y otra vez su precepto en la carne rebelde. Buen viaje lleven estos detritus en su descenso a las alcantarillas de la historia, y ojalá su desaparición fuera mil veces más rotunda de lo que ya es. Pero también usos muy lícitos de Marx se nos han ido con los abusos: aquello de que el hombre no rescatará su humanidad del expolio hasta que el trabajo sea principalmente actividad creadora y no necesidad productiva; lo de que el Estado político propone en el plano ideal una universalidad igualitarla que encubre la concreta e hiriente desigualdad económica y de poder; la categoría de felicidad material, antieconomicista y antiproductivista, como subversión del materialismo burgués acumulativamente abstracto, anal, y, sobre todo, el lúcido rechazo de la «naturalidad» de la economía de mercado, de las «necesidades objetivas» de la determinación de valores y precios, de las «inevitables exigencias » de la oferta y la demanda.... formas de una fatalidad aparente que oculta prácticas sociales históricamente determinadas y tan susceptibles de intervención humana como cualquier otro evento histórico. Por huir del «viej«o topo» hemos venido a dar en la «mano oculta» otra vez, e incluso gentes de izquierda aceptan la crisis como algo «objetivo» o «natural» y vuelven a mirar el intercambio económico regido por las irracionales y expolladoras pautas liberales como algo que después de todo, y muy a nuestro pesar, debemos reconocer que estaba escrito en el corazón de lo real. Los dioses decimonónicos y barbudos han muerto, Némesis reina de nuevo. Quizá la escuela de FrancfÓrt fue el último reducto de auténtica categoría intelectual en Europa porque no olvidó los usos ni los abusos de Marx, se negó ya a rezar (¡en el siglo XX!), pero tampoco sacrificó sangre de víctimas en el altar de lo necesario.

Dijimos que lo peor no es lo que se ha ido, sino aquello en cuya compañía quedamos. No faltará ningún viscoso garbancero, de prosa más emética que digestiva, para eructarnos que ya sólo nos queda la comida: y es que hasta las ganas de comer quieren quitarle a uno... Ayer se dijo: «Socialismo o barbarie». Hoy nos debatimos entre quienes quieren «socialismo y barbarie » y los interesados en pregonar que todo socialismo es o acaba en barbarie. Los primeros quieren contrarrestar a Reagan con Stalin, como si ambos no fueran cómplices (lo cual no quiere decir que cierto radicalismo obrerista tenga forzosamente que ser más estalinista que el pactismo maniobrero, pues bien pudiera ser cierto todo lo contrario). Los segundos abarcan desde seudoácratas que confunden Bakunin con Bankunión (¡cuando no les da por la Virgen del Carmen o Dionisio Areopagita!) hasta liberales de la Trilateral que lo mismo valen para un roto económico que para un descosido metafísico, pasando por minisocialdemócratas a los que sólo logra hacer algo bueno el permanente recuerdo de lo peor. Y los demás andamos zascandileando entre (y contra) unos y otros: ni dispuestos a contentarnos con Marx ni tampoco a conformarnos con menos.

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