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Tribuna
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El síndrome mesiánico

No es la primera vez. La historia está llena de ejemplos, sobre todo cuando las circunstancias aprietan. Todavía algunas generaciones vivas lo recuerdan: en Alemania, en Austria, en Italia, en España, «un formidable grito se alza a las estrellas pidiendo que alguien asuma el mando» -lo dice Ortega y es el año 1930-. Lo ocurrido después ya lo sabemos.Para Alvin Toffler, el fenómeno es achacable a la incapacidad de los políticos para abordar los problemas que nos presentan los nuevos fenómenos sociales y económicos. Las gentes emiten el suspiro, primer síntoma del renacido síndrome mesiánico, y apuntan hacia la solución salvadora ¡todo sería distinto si apareciera ese hombre que cogiera el timón con mano firme!

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Un libro que sugiere la fugaz ilusión de Franco resucitado, se coloca en el primer puesto de ventas en un país poco predispuesto a la lectura. Un partido en el Gobierno -cientos de cabezas para pensar y hacer- es igualmente presa de la creciente enfermedad y produce su primer espasmo en las vísperas de un Congreso que puede perderse para la reflexión rigurosa y el trabajo concienzudo y solidario. Paradójicamente el inconsciente impone su mecanismo sutil. ¡No queremos caudillismo! -dicen unos-, mientras en su grito y en su gesto laten los primeros síntomas del síndrome mesiánico: la sensación de que cambiando al piloto, la nave llega a feliz puerto, sin que preocupe mucho el estado de la nave.

Hay bastantes que pensamos de otra manera y lo hemos dicho con voz menos audible. Acaso por eso debamos reincidir en el mensaje. Convencidos desde nuestra inifancia en UCD de que este partido, convertido en una organización de masas muy distinta del núcleo inicial de cuadros que dio vida a la coalición, puede y debe ser una fuerza de carácter populista con el sentido de modernidad y europeismo que ninguna otra ha sido capaz de encamar en este siglo, pensamos desde ese convencimiento, en la necesidad de volcar todo esfuerzo constructivo en dos líneas que formen el acimut de su quehacer.

La primera -no por repetida pierde vigencia- es ya a estas alturas la cuestión que más desasosiega a los miles de militantes centristas que eligieron hace unos meses a los 1.800 compromisarios de UCD y a los 6.500.000 electores que confiaron en nuestro partido. Es posible -se dicen- que pueda despilfarrarse tal grado de energía en la pura competencia de unos líderes que tienen ante sí un cuadro de problemas de tal dimensión como el que nos depara la propia realidad de cada día. Acaso ocurre a cuantos aspiran a conquistar la cota más alta de poder, que el ejercido por ellos mismo en sus respectivas áreas de responsabilidad lo han agotado en logros fecundos, llegando a límites de eficacia probada, reformando métodos, suprimiendo vicios y corruptelas, mostrando al fin el resulta lo insuperable de una gestión deslumbrante, detenida en su último, impulso por el freno ignominioso de un poder superior, decidido a esterilizar el avance final del frustrado hacedor de tan gloriosa obra. Si así es, destruyamos ese dique abominable; y si no, explíquense, razones al desnudo, ábrase el debate, cuéntense proyectos detenidos, soluciones bloqueadas, capacidades destruidas. Y todo ello, con la vista puesta en los problemas, sin la más, mínima concesión a la retórica.

La segunda, responde a preocupación más íntima y más lejana hoy a las inquietudes de la calle: construir un partido de centro, cohesionado en su síntesis ideológica, olvidando las familias, pero conservando acentos. Lo otro se llama coalición en los manuales de ciencia política que hemos empezado a leer los españoles. Construir el partido, ¡ahí es nada! cuando cada personaje destacado advierte llevar bastón de mariscal en la mochila y es consciente del número limitado de las púrpuras en reparto. Quién es capaz, en tal situación, de proyectar el esfuerzo hacia afuera, en lugar de dedicar todos. sus desvelos a cuidar la posición dentro. Y, sin embargo, ahí está el problema, porque no resulta muy aventurado predecir que, así como en las elecciones de 1977 y 1979 el protagonismo del hecho electoral fue la imagen, en 1983 en el resultado electoral tendrá que ver mucho más la implantación de cada partido.

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Esa implantación plantea varias exigencias. El hombre de la calle empieza a superar su desencanto, pero a peor. Ni siquiera se molesta ya en mostrar cabreo hacia los dirigentes políticos; se limita a despreciarlos. Para tratar de evitar esto no parece que el camino más acertado sea el de mostrar el espectáculo de la política como si de un inmenso cuadrilátero se tratara, donde la victoria más segura es la que se busca con el golpe bajo. Ni mucho menos pasar por tres o cuatro ventanillas de nómina para llevárselas al mismo bolsillo.

Somos muchos, en efecto, luchando por la democracia eslogan del II Congreso de UCD y sabemos que para hacer la democracia el instrumento fundamental de la participación política (artículo 6 de la Constitución) son los partidos. Contribuir a su desarrollo y fortalecimiento no tiene que ver nada con el síndrome mesiánico, expresado en la cerrada lucha dentro del ámbito de media docena de gladiadores elegidos, sino con la voluntad probada de permeabilizar las estructuras del partido, propiciando una verdadera movilidad interna, desarrollando formas de participación en la toma de decisiones, invirtiendo el mayor porcentaje de recursos en abrir el partido al cuerpo social para nutrirse de él en una retroalimentación permanente y dinámica. Es tarea ésta más ardua y compleja que el divertido deporte de segar hierba bajo los pies del que ha sido elegido democráticamente anteayer. Hay bastante espacio para el riego y el cultivo, antes que para la siega, cuando esa gran parcela a nuestro cuidado sufre la amenaza de quedar desertizada.

Se cree, desde el mesianismo -Azaña lo escribe en sus memorias- que un hombre en un día puede salvar a un país, como si un país necesitara salvarse y como si, caso de necesitarlo, lo pudiera salvar un hombre; así ocurre que nos inclinamos a cifrar el ataque y la defensa en una persona.

Si luchamos por la democracia aceptemos que su esencia no es otra que la voluntad de los electores al depositar su voto, y que la jerarquía que custodia esa voluntad descansa en los partidos. No tengo ningún indicio, por lo que respecta a UCD, que sus males estén concentrados en un carné de identidad, y sí tengo bastantes de que los males expuestos líneas arriba, son localizables en un clamoroso Fuenteovejuna que debiera ser el centro de nuestro análisis, nuestra reflexión y nuestras soluciones, tras superar el síndrome mesiánico que nosinvade.

Abel Cádiz es presidente de la organización provincial de Madrid de UCD. Se le considera vinculado al ministro Rafael Arias Salgado.

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