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Estado de derecho o Estado de hecho

En círculos académicos se plantea la diferencia entre el «Estado de justicia» y el «Estado de derecho» con la preocupación de que si prevalece la justicia sobre el derecho legislado, padecerá la seguridad jurídica del ciudadano. Al «Estado de justicia» se suele acudir cuando el ordenamiento jurídico vigente no está atento al cambio social y tarda en dar fe -según escribe el profesor Diez Picazo- de algo que ha ocurrido ya. El llamado «Estado de justicia» sirve de puente al nuevo «Estado de derecho» cuando el legislador no legisla o legisla a tempo lento.

Este problema surge inevitablemente cuando hay un cambio político o un cambio en el ordenamiento constitucional. La solución apuntada -justicia sobre ley vigente- es arriesgada, en efecto, y puede ser admitida cuando la administran jueces y tribunales. Nuestro propio Código Civil, desde 1974, permite que las leyes puedan ser interpretadas según «la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas». Bien, por tanto, que los jueces y los tribunales, con los límites propios de toda interpretación jurídica, busquen un cierto ajuste de las leyes anteriores a 1978 al ordenamiento previsto o presentido por la Constitución Española de 27 de diciembre de 1978.

Sin embargo, la acomodación del ordenamiento jurídico anterior a la Constitución no siempre discurre por la vía judicial cuando falta la ley que desarrolle o concrete el respectivo precepto constitucional. Y esta práctica en ocasiones invita a que se propongan o se adopten posturas de fuerza o fácticas impropias de un «Estado de derecho».

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Una fórmula de ajuste extrajudicial consiste en que la Administración pública aplique de modo directo e inmediato preceptos de la Constitución huérfanos de la correlativa ley ordinaria. Es decir, no se espera -¡ah, saber esperar! - a que se dicte la ley que la propia Constitución prevé. Naturalmente, cuando la Constitución establece, por ejemplo, la mayoría de edad a los 18 años (artículo 12) o que la Administración civil no puede imponer sanciones que impliquen privación de libertad (artículo 25-3), es pertinente que tales preceptos rijan desde luego, esto es, sin que una ley ordinaria los refrende o ahorme. Pero cuando la norma constitucional no es dispositiva, sino dogmática o voluntarista, como proclama el preámbulo que escribió el profesor Tierno, se opina que no debe o no puede ser objeto de aplicación directa e inmediata por los órganos administrativos, es decir, se ha de aguardar a que las Cortes Generales aprueben la ley que la propia Constitución recaba o anuncia.

En este último caso se encuentran la mayoría de los preceptos de nuestra Constitución, por lo que su aplicación por la Administración pública, sin que el legislador haya determinado su alcance, es evidente que contribuye a deteriorar la imagen del «Estado de derecho» por cuanto violenta o fuerza las leyes todavía vigentes, pues vigentes están porque la Constitución sólo ha derogado las disposiciones de rango constitucional que se opongan a lo en ella establecido (disposición derogatoria 3).

Pero la consecuencia más negativa no está en el deterioro de la representación que cada uno tengamos del «Estado de derecho», en cuanto asegura el imperio de las leyes establecidas, sino en que alienta insospechadas pretensiones de unos y de otros según su peculiar o interesada interpretación del texto constitucional. Pretensiones, por otra parte, que, al carecer del respaldo de las leyes, son apoyadas o sostenidas con advertencias o actos (le presión social o fácticos. El «Estado de derecho» corre el riesgo de convertirse en «Estado de hecho».

En otros casos, la presión de una nueva conciencia social aboga por una interpretación libre de la legalidad vigente. De este modo, el intérprete, con su libre arbi

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trio, sustituye al legislador que todavía no ha legislado según las nuevas concepciones sociales o sociopolíticas. Estos mecanismos de anticipación legislativa constituyen., asimismo, un estímulo para que corrientes de opinión minoritarias pretendan soluciones fácticas difíciles de conseguir, por la vía legislativa que es consustancial a un «Estado de derecho » (artículo 1-1 de la Constitución española).

Más imprudente es que, al amparo de la inestabilidad normativa que queda apuntada, se pretendan disposiciones administrativas desconectadas del ordenamiento jurídico nacional, pero, se dice, ajustadas a comportamientos o usos que, además, nadie ha contabilizado con las mínimas garantías de acierto o solvencia. Aparte de que las normas jurídicas no han de ser mero reflejo o radiografía de comportamientos sociales cuando éstos no responden a principios de ética social y de salud pública, es evidente que la Constitución no ha reconocido otras mayorías -excepto los casos de referéndum- que las parlamentarias para promulgar disposiciones contrarias a las leyes vigentes.

Otra fuente de inseguridades jurídicas para los ciudadanos radica en el extendido y cómodo criterio que resuelve en favor de la política toda colisión entre la aspiración política y el derecho constituido. Al parecer, basta calificar como decisión política la que debe ser producto de las leyes vigentes, para escapar del imperio de estas últimas como exige un «Estado de derecho».

Todas estas prácticas, no obstante ser transitorias, están contribuyendo a que se sigan insólitos procedimientos de presión social para lograr lo que las leyes vigentes no conceden. Y lo más lamentable es que a ellos acuden o anuncian van a acudir todos los estamentos sociales, cualquiera que sea el puesto que ocupan en la pirámide cultural. Hasta asociaciones u organizaciones que por fundación o por adscripción han debido renunciar a toda clase de violencia verbal o de hecho, amagan con. ella, aunque siempre, claro está, invocando que el derecho en vigor no está empapado de justicia según el parecer de tales asociaciones, organizaciones estamentales.

Valgan las anteriores réflexiones para dejar constancia de hondas preocupaciones y para que todos intentemos conceder treguas o aplazamientos cuando tantas cosas importantes para los españoles están en crisis o en cuestión. Tenemos que admitir es tarea superior a nuestras posibilidades de diálogo y de decisión comunitaria pretender en corto tiempo construir el Estado democrático, el Estado de las autonomías y el Estado de justicia. Por las vías del «Estado de hecho» nada se construye, antes al contrario, se destruye el «Estado de derecho», que, al fin, es el defensor histórico de los derechos de las mayorías, cuando éstas apenas tenían acceso a los centros de creación del derecho escrito.

Hoy, no deben admitirse, otras urgencias que las requeridas por la economía. Las urgencias de los calendarios políticos, además de trastornar los programas económicos, están denunciando debilidades y voracidades impropias de un país que hace muchos años supo regular las suspensiones de pago y las quiebras para dar satisfacción a todos los acreedores, pero aceptando «quitas» y «esperas».

César Albiñana es profesor de la Universidad y director del Instituto de Estudios Fiscales.

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