La pasión del tenis
De repente, todo el mundo sabe jugar al tenis. Más allá de su consideración como deporte, el tenis ha pasado a convertirse en una suerte de lenguaje social. En ambientes cada vez más amplios, citarse para disputar unos sets, juntarse en una casa de extrarradio para adornar el encuentro familiar con un partido, ha promovido un uso relacional al que es difícil sustraerse sin trastorno. En el anfitrión que está ofreciendo estrechar nuestros contactos se dibuja un invariable rictus de contrariedad cuando, llegado al punto de proponernos un partido, hemos de confesar embarazados que no sabemos jugar al tenis.Frente a esta súbita afición-dedicación, la vinculación al fútbol siempre fue más desapresurada. Frente a esta fulgurante adicción al tenis, la adhesión al fútbol requería una escrupulosa construcción biográfica y artesana. No es raro, por tanto, que la adscripción futbolística despida ahora un olor antiguo, entre la teología y el hacinamiento, mientras la afición al tenis parezca detergente y químicamente atea. La primera es una especie de religión que rige, aun sin su práctica, pero la segunda es, sobre todo, un lenguaje empírico en ejercicio. Por su carácter casi escatológico, el tema del fútbol se soslayaba en las conversaciones de la fina sociabilidad, pero la ignorancia del tenis, o su incumplimiento, suscita: ahora toda clase de sobreentendidos indeseables. Quien no sabe jugar al tenis simula comportarse como el que, en determinados círculos, no entiende ni habla inglés.
Pero esto, que es, digamos, el débito y la compulsión del nuevo código social, no lo explica todo. Para cada practicante, adulto ya, modesto y doméstico, habría que discernir qué sustancia posee este juego para haber logrado clavarse con tal celeridad y afecto en las vidas; capaz de hacer ensayar nuevos drives y reveses liftados mientras se espera el semáforo, o hacer empuñar la raqueta en casa, secretamente, como un remedo de alivio y transporte hacia otro mundo.
El tenis, por el mismo designio de su inventor, el gentleman y mayor Wingfield, es como un juego de narcisismo controlado. Nadie que aspire a jugar aceptablemente puede dejarse quebrar por su temperamento, pero el tenis, a la vez, requiere la astucia depredadora y la dura soledad defensiva. No es insólito así que los jugadores profesionales, entrenando ocho horas diarias, muestren signos de intoxicación de sí mismos, hagan el amor con la misma displicencia con que beben agua mineral y sufran, como en ningún otro deporte, ramalazos extravagantes. En la complicada casuística del saque, Raúl Ramírez coge dos bolas con la mano izquierda, se frota una de ellas repetidamente sobre el lado izquierdo de la camiseta y la bota siete veces en series de tres, dos, dos, para servir, a continuación, con la bola que no usó para nada. Tappie Larssen, famoso en los años cincuenta, mantenía un asiduo diálogo, oral y gestual, con un cuervo que suponía permanentemente posado sobre su hombro izquierdo, y el aniñado Jimmy Connors juega siempre con una carta que le escribió su madre, metida en el calcetín. Entre los españoles, Juan Gisbert, que llegó a disputar los cuartos de final en Wimbledon (1972), haciendo pareja con Orantes, autoperdió el partido que ganaban por 6-3, 4-6, 6-2, cuando, tras el descanso, cayó en la obsesión de que en el intervalo les habían cambiado la yerba de la pista. Los dos últimos sets terminaron, con 4-6, 4-6 y Orantes declaró que jamás volvería a jugar con compañeros tan agropecuarios.
Por su parte, figuras contemporáneas, como Borg o Lendl, parecen, por la misma dialéctica del buen juego, externamente fríos, impávidos y silentes, depositarios de una emoción congelada, en apariencia equivalente a cero. Y, sin embargo, el hielo y el cero son todo el cristal de su espejo obsecuente. El jugador profesional está solo con su facultad y su límite entrelazados en una misma geología de lucidez y músculo, pero, para él, ese mundo de prestación y detracciones es, al cabo, todo el mundo. Para el jugador modesto y doméstico, cargado con más de treinta años y captado por el paradigma deportivo de la contemporaneidad, el tenis es, sin embargo, una virtual oportunidad de abolición y de rescate. Prueba la intoxicación solipsista del profesional como un robo de alcohol puro, pero sólo en la dosis precisa para disuadir temporalmente su cotidianeidad.
Con la efusión del tenis, el perentorio movimiento reflejo, la vigilancia y el curso del espacio naturalizado, el cansancio elemental, la exudación copiosa, la ducha final, parece instalarse un presente limpio o una vida desamueblada. Podría entenderse esta experiencia como un medio de religación con la juventud representada en el deporte y fácilmente connotada con los atuendos signados, pero seguramente esa curvatura de rescate va más allá. Para esa cola de adultos, entripados y alopécicos que sacan el boleto de la pista en las madrugadas de los viernes, el ámbito del tenis sugiere un simulacro de anulación de la edad. A campo abierto y frente al amigo rival desaparece, como una olvidable fantasía, la esposa multigesta y su nocturno olor a colágeno, la segregación laboral, los acosos de la enfermedad y los supermercados, la amenaza del petróleo y la palabra «papá». En ese recinto que dibuja la pista de tenis se abre el conocimiento a una pasión transparente que, además, no injuria ni mastica, no se pinta los labios de carmín ni conoce la apestosa calefacción del dormitorio. El tiempo del tenis significa para este practicante contemporáneo un tiempo atonal y nulo, casi inmemorable en cualquier otro lenguaje que no sean las marcas de las manos orgullosamente encallecidas, el bocado sensual del cuerpo imaginariamente nuevo y el cómplice secreto que rodea siempre al sobado mango de su raqueta.
A diferencia del fútbol, que conjuga a los adultos sólo en el habla, el tenis ofrece además un objeto tatuado de juego y de compañía a través de ese yo mejor que se transfiere a la raqueta. El chileno Patricio Cornejo, que tiembla ante la perspectiva de un viaje en avión, sólo logra superar ese trance aferrándose durante todo el vuelo a su raqueta. Paralelamente, los espectadores norteamericanos acostumbran a presenciar los grandes matchs teIevisados con ese mismo objeto agarrado, o dormido sobre las piernas, en un rito de silenciosa comunicación órgano a órgano.
En contraste con el típico aficionado futbolístico proclive a la extroversión y a la humareda, el tenis induce al solipsismo y a la higiene.
Mientras el fútbol llama a sus jugadores en la época más alta del cuerpo y los expulsa cuando llegan los años enfermos, el tenis convoca hoy, a sus decisivos practicantes sociales, en la edad del colesterol, la tarjeta Visa y el adulterio. Bajo su emblema general de blancura, la vocación del tenis acoge el confuso deseo de anulación histórica personal y el reestreno, a partir de una edad, de una aventura en solitario. La propia soledad inaugural a disposición de uno mismo, vaciada y dispuesta para llenarla con la producción de una infancia portátil y la ficción del tiempo cero.
Cuando, todavía anochecido, la esposa ve partir de casa al marido cargado con su bolsa de deportes, el mango de la raqueta sobresaliendo por un lado del fardo, no ha de poder reprimir la impresión de que acaso se marchará para siempre. Y, lo que es peor, sin haber cambiado antes la goma del desague de la lavadora.
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