Nathalie Hocq, 29 años, la más joven directora de empresa en Francia
Nathalia Hocq cumplió veintinueve años el pasado mes de agosto. Su tarjeta de visita es la siguiente: Desde hace algunos meses es la más joven charmante presidenta directora general de una empresa en Francia. Esto quiere decir que es la señora que manda en Cartier, esa razón social de leyenda en el mundo de las joyas, equivalente a 16.000 millones de pesetas de cifra de negocios en 1979.
Ahora acaba de organizar su primer gran escándalo: para lanzar la «Línea S de Cartier» (una nueva serie de artículos) alquiló la sagrada plaza Vendóme; la convirtió en una tienda de campaña, convidó a una farra de esas (algo así como cien millones de pesetas en una noche) a todos los rolls franceses, europeos y de otros horizontes petrodolarizados. Y lo dicho: no pocos franceses aún no han acabado de preguntarse cómo es posible tanta cháchara en estos tiempos de crisis y cómo se permite profanar así a la más santa reliquia del país monumental, convirtiéndola en escaparate publicitario de una señorita que, por su parte, sigue tan pancha.Para recibir a sus interlocutores en privado, Nathalie, que es como la llama todo hijo de vecino en este país, tiene un piso ad hoc frente por frente de la célebre fachada de Cartier, en la calle de la Paz, que desemboca en la Opera. Desenjoyada, desmaquillada, falda y blusa temerariamente simples de no ser por el chic y por el charme, aún su hombre de turno no ha abierto la boca y Nathalia ya ha declarado la guerra. Ella va a lo suyo, que es la publicidad de su creación personal de la « Línea S de Cartier». Y uno va a lo suyo también, que es Nathalie Hocq, presidenta directora general de Cartier, joven, bella y tal y cual. Como siempre en estos casos, de citas emparedadas por otras citas, se llega a un compromiso.
Y Nathalie, que estudió todas las técnicas de la gestión, del marketing y de la informática, suelta su rollo sucinta y eficazmente con audacia de torero placeado (ojos negros, pelo castaño) y con todo el abanico de encantos de la niña bien que tiene éxito, como quien no hace la cosa, y que fintea con exactitud desesperante. Para resumir el mensaje de Nathalie: la « Línea S de Cartier» es algo así como el colmo «de la calidad de la vida, de la sofisticación». Se llama S porque esa letra resulta del desdoblamiento de dos c de Cartier, y porque la S simboliza también el saphir (zafiro), que figura como firma en todos los objetos de esta serie. En definitiva, la «Línea S de Cartier» pretende convertir en joyas a todo lo que, hasta la llegada de Nathalie, no eran más que accesorios: un peine, un cinturón de hombre o de mujer.
Todo puede ser ahora una joya, porque para eso la S quiere decir zafiro. Eso sí, un bolso de lagarto, chapeado en oro de veintitrés quilates, equivale a un cheque de 100.000 pesetas; pero hay cositas de la línea S que sólo cuestan 10.000 pesetas. Y, dice Nathalie, todo es artesanía y todo es el resultado de un estudio profundo de la historia de Cartier.
"Una joya transformable"
Gracias a otra cita con otro, y gracias a un avión que momentos después la llevará a una cita más transoceánica. Nathalie cede terreno, pero porque le interesa la cuestión: «¿Qué quiere decir una joya, hoy?». «Las joyas siempre se llevaron, pero hoy eso tiene que ser fácil y debe individualizar, debe ser original. Para ello, es necesario que sea transformable, como ocurre con la línea S».Sobre la crisis económica y las joyas: «Cuanto más profunda es la crisis, más aumenta la clientela, porque se prefiere invertir en lo caro y bueno que se guarda». Sobre los españoles y Cartier: «Los españoles tienen tanto gusto como los franceses. Y además vienen directamente a París para enjoyarse».
¿Y qué dice Nathalie de las críticas a esa orgía en la que la columna de la plaza Vendóme aparecía atizada por un fuego-laser azul, como esta nueva hornada de productos Cartier? «Eso me deja indiferente. La imagen de París en el extranjero es la de la belle époque, esto es, el arte de vivir; yo no quiero que eso cambie. Y todo lo que he hecho sirve para atraer a la clientela extranjera y para crear trescientos empleos. No son los comunistas los que han protestado, y, por su lado, el Gobierno me ha apoyado».
Nathalie se pone nerviosa a causa de la cita siguiente, pero se enternece (es un decir), y asegura que eso del feminismo no le interesa, «porque quiero seguir siendo mujer». Y que lo de ejercer de líder de una empresa así, en medio de hombres, «no me proporciona más que ventajas».
Y cuando ya (con todo su charme, eso sí) pone a su hombre de turno de patas en la calle, Nathalie escucha el último alegato del enemigo: que siendo, como es, una señora como las demás, un buen día, entre cita y cita, puede encontrarse paseando sola por los muelles del Sena, y segurísimo que alguien intentara ligársela.
¿Qué haría Nathalie? «No sé, porque nunca me ha ocurrido eso. Pero supongo que reaccionaría en función del método».
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