La amargura del triunfo
El estadio era una fiesta, vibrando en la luminosidad que estalla en esta orilla del río alguna tarde excepcional de primavera en diciembre. La afición no se quedó en casa, a pesar de unos precios más de ópera que de fútbol, que sólo se justifican porque el fútbol es un espectáculo considerablemente más soportable y menos ruidoso que la ópera. Los respectivos puestos en la tabla del Atlético y del Madrid, a una jornada del final de la primera vuelta, auguraban un duelo titánico. Y luego que la afición está muy en lo que pasa.Lo que en esta Liga está pasando es algo que algunas personas imparciales ya vamos comprendiendo, aunque todavía no nos lo explicamos bien. Esta sensación de incertidumbre suele corresponder a las etapas de transición. Teóricamente, la decadencia del fútbol madridista, que muestran con toda evidencia las entrañas de los presagios, no tiene por qué corresponderse necesariamente con una ascensión edomadamente triunfal del Atlético. Es decir, que gran parte de la afición rojiblanca, ilustrada por la parte más perspicaz de las críticas especializadas, el domingo se temía lo peor, esperaba ver las ilusiones hechas humo.
Antes de empezar el partido, los que ya habíamos apostado una cena a favor de que el Atlético ganaría por 3-1 escrutábamos los humos de las bengalas, que llenaban el fondo sur, con explicable ansiedad. Explicable, porque el Atlético ha sido siempre de mucho sufrimiento, y el rival blanco, equipo muy habituado a que como ellos ninguno. Por lo pronto, en las cercanías de mi localidad se sentaba un ministro (es de justicia reconocerlo) en mis cuarenta años de espectador nunca había visto a un ministro entre el público llano. Esta rareza de corte democrático me animó a esperar que el poder político quizá hubiese olvidado ordenar el triunfo del Real Madrid, aun con todo el riesgo que ese lvido representa para la continuidad en el Gobierno del partido gubernamental. Es decir, una vez más,que, a pesar de mi certidumbre de victoria, un color se me iba y otro se me venía.
En el minuto seis, un balón se fue a la calle, como era frecuente en los reducidos campos de la II epública. Luego, el Madrid marcó (y se veía venir). Más tarde, el colegiado comenzó la penaltería a domicilio, que sería ya el encuentro, y llegamos al descanso empatados a infartos el editor Gustavo Domínguez y un servidor (¿cómo se puede ser amigo entrañable de un madridista y, encima, editor?).
En el segundo tiempo el Madrid se dedicó a jugar, y el Atlético, a marcar goles. Ya se sabe: la jugada pasa, el gol permanece. Los de blanco se enfadaron, y con toda razón, ya que ellos están educados para ganar. A partir de ese momento, el Madrid comenzó a jugar con doce jugadores, uno de ellos vestido de negro. En la ebriedad de los castigos máximos, el de negro dejó de pitar uno a favor del Atlético, como en los viejos tiempos, y premió al Real por una caída en el área de las que en Hollywood valen un scar de interpretación. Ahora bien, el conocido jugador blanco número 7, metafísicamente nervioso por el regalo, lanzó fuera, pero fuerísima y por su grandísima culpa.
Lo importante no es que el Madrid no pierda ya como perdía antes. Aquellas eran derrotas pírricas, porque luego el vencedor jugaba la UEFA y el derrotado ganaba la Liga. Sin Pirri, las derrotas del Madrid han dejado de ser pírricas (y no se trata sólo de un pésimo chiste), para acabar pareciéndose a El ocaso de los dioses en plan Crepúsculo de las ideologías. No; lo decisivo es que, al perder el Madrid tan a lo normal, la nueva era ha llegado.
Bastaba ver ese fútbol maquillado y decrépito, altisonante, frente al arrollador y fajador nuevo fútbol, frente a esa hechicera y mágica manera de jugar del Atlético, para que una gota de hiel se fuese mezclando a las mieles. ¿Qué va a suceder la próxima temporada, y no me refiero al problema de la coincidencia del Real con su filial, el Castilla? ¿Cuánto van a resentir as arcas del club atlético la falta de los partidos de eternos rivales o, en el mejor de los casos, con el Rayo haciendo de eterno y de rival? ¿Qué alicientes tendrá un Real Madrid-Atlético Madrileño para las gentes que hemos sido educadas en el masoquismo y la grandeza?
Los ecuánimes, los resistentes, los que salimos con la cena del 3-1 ganada, comprendimos, en medio del paroxismo, que no hay triunfo sin amargura. Y nuestro correlato de amargura es que la tarde del domingo último se había quebrado la estructura hegeliana en la que siempre habíamos vivido los aficionados de esta villa y corte. No habrá dialéctica posible. No habrá oponente. Seremos los únicos.
Pero ¿no se le habrá ido la mano al Atlético? ¿No sería aún posible que el Madrid gane el campeonato? Por lo menos, ¡oh dioses del ocaso!, que vuelva dentro de dos temporadas a Primera... ¡Cómo pesa la púrpura sobre la bandera rojiblanca ... !
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