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La crisis

Decir que vivimos un tiempo de crisis es reincidir en una afirmación tópica; pero también es poner de relieve una realidad tremendamente real. Una crisis planetaria y profunda es la que hoy padecemos. Estos dos adjetivos son los que mejor la definen, los que le confieren su singularidad histórica.Crisis las ha habido siempre, y hay quien piensa que la humanidad ha vivido siempre instalada en ella. Si, para no hacer farragoso e interminable el análisis, nos centramos en la modernidad, nos encontramos que ésta inicia su vida histórica en el Renacimiento, crisis profunda que conmueve esencialmente los fundamentos sobre los que descansaba la vida; la reforma protestante marca otro hito importante en las crisis del siglo XVI; el racionalismo filosófico cartesiano invierte radicalmente los principios metafísicos sobre los que se apoyaba la cultura anterior; la revolución francesa trastoca notablemente el orden social, y la posterior revolución industrial pone al descubierto las contradicciones del orden burgués. Hemos espigado de la historia reciente los momentos estelares críticos, las cristalizaciones históricas de amplios movimientos conmovedores del orden establecido, y hemos silenciado las crisis menores que condujeron a esos máximos en el proceso de cambio.

El siglo XX está ahí, al alcance de la mano, y aún están entre nosotros una buena parte de los protagonistas y de los sujetos pacientes de los sucesos de este siglo particularmente cambiante, conflictivo y crítico. Casi todo él ha sido un proceso dialéctico-crítico, que creó niveles de conflicto totalmente ignorados en los siglos precedentes.

¿Por qué, pues, insistir en el carácter crítico del tiempo presente? ¿Qué cualidad adorna al presente para que se insista con machacona reiteración en su carácter crítico?

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Lo novedoso de la crisis presente radica en su extensión. Es extraordinariamente extensa: ancha y profunda. Afecta a todo el planeta y a los valores más recónditos y esenciales sobre los que se asentaba la existencia personal y colectiva. Ello es efecto, en buena medida, de los modernos medios de comunicación social. El mundo actual es un mundo profundamente interrelacionado: el golpe de Estado que derriba a un reyezuelo de Ruanda es conocido en Vancouver a los pocos segundos; el estrangulamiento de Helena Althusser es público en Tokio antes de que el estrangulador haya tenido tiempo de ser consciente de la acción cometida; una moda cultural que surge en Berkeley se extiende en pocos meses por los campus universitarios europeos y africanos. El mundo actual es un mundo extrañamente homogéneo y reducido.

No acontecía lo mismo en el pasado. La profunda crisis renacentista sólo afectó a los medios intelectuales urbanos. Era un fenómeno elitista, minoritario, que se extendió con extremada lentitud al resto de la sociedad. El erasmismo sólo encontró eco en reducidos cenáculos ilustrados. Y el coetáneo campesino o artesano del ilustre humanista de Rotterdam no tuvo noticia de su existencia azarosa. Sus vidas siguieron igual.

¿Se puede decir lo mismo hoy? Quizá el labrador de Población de Campos, el pescador de Fuenterrabía o el ama de casa que borda en Lagartera no pueden explicar con rigor la filosofía marxiana, pero sí son conscientes de las consecuencias que tal concepción filosófica entraña. Entre otras razones, porque un medio dotado de extraordinaria capacidad de penetración, la televisión, les ha puesto en contacto con otros mundos y otras formas de estructurar la existencia. No saben qué cosa sea plusvalía o superestructura, pero sí intuyen que dentro de tal sistema no parece muy fácil ser libre. Opinión, quizá, errónea; pero opinión al fin y al cabo.

Y no sólo es horizontalmente extensa la crisis presente, sino que verticalmente, en profundidad, ha llegado a socavar las raíces culturales, el sistema de creencias sobre el que se basaba la vida. Se ha arrumbado el sistema de valores vigentes sin sustituirlo por nada. Hoy se vive a la intemperie. Hoy se vive, fundamentalmente, en la angustia. La vida, en alguna. medida, para muchos, carece de sentido o tiene un sentido precario.

Julián Marías dice que «crisis significa primariamente desorientación. Se está en crisis cuando se está desorientado, cuando no se sabe qué hacer; sobre todo, cuando no se sabe qué pensar. O, usando una fórmula coloquial de la lengua española, cuando no se sabe: a qué atenerse». Descripción lúcida y ajustada de la realidad psicológica que sobrelleva con pesadumbre el hombre contemporáneo.

Esta crisis cultural ha coincidido (¿mera casualidad histórica a efectiva causalidad?) con una grave crisis económica, desencadenada por la problemática y deficiente estructura del sector energético. Y acontece además a una sociedad materializada y apegada a unos altos hábitos consumistas. ¿Cuánta frustración no generará la austeridad previsible a una generación que había puesto toda su esperanza en el confort y en la realidad material? No se auguran caminos despejados para que pueda correr veloz la Ilusión.

Quizá radique aquí la causa de esa especie de renacimiento del conservadurismo que se aprecia en el mundo occidental. Se apuesta por soluciones pasadas porque se mira al pretérito con nostalgia. Claro que no se pueden aplicar soluciones viejas a problemas y circunstancias nuevos. Ya no sirven, hay en ellas una inadecuación sustancial. Encierran más un deseo que el ánimo decidido de resolver los problemas. Para poder afirmar con Jorge Manrique que «todo tiempo pasado fue mejor», es preciso aplicar al presente futurizo que tiene ya puesto un pie en el pasado, que será pasado, las medidas exigidas por esa circunstancia que confiere actualidad al hoy. De lo contrario, bien puede suceder que todo tiempo pasado sea peor o, al menos, peor que su pasado.

Y esta crisis extensa, profunda, coincidente con una grave recesión económica, acontece en un tiempo carente de líderes verdaderos. Y la sociedad, para caminar, requiere que alguien se ponga al frente con paso decidido. Precisa angustiosamente que se trace un camino. Está desorientada -en crisis- y no encuentra a nadie que le ayude a orientarse.

Los dirigentes políticos actuales reúnen todas las características de lo que Frankl denomina líderes apaciguadores. No marchan al frente, no dirigen, sino que corren despavoridos, y casi siempre a destiempo, tras la sociedad. No trazan caminos, sino que van a retaguardia por los descaminos.

Ello es más grave de lo que a primera vista pudiera parecer, Ahí está la raíz última de la crisis de la democracia occidental.

La sociedad está profundamente desestructurada, es más colectividad y masa que cuerpo orgánico y coherente. Y la masa es fácilmente manipulable. ¿Qué sucede, pues? El dirigente -¿merece, en puridad, este nombre?- sigue la opinión de la masa -es proverbial en este tiempo la voracidad que los políticos de todos los países sienten por los sondeos de opinión-, y esa opinión es la que le insuflan artificialmente desde unos medios de comunicación distribuidos en muy pocas manos y condicionados por intereses no muy confesables. De donde se infiere que el político secunda, en último extremo, las directrices surgidas en reducidos ámbitos de poder económico y político. El poder de la mayoría, esencia de la democracia, se transforma en el poder efectivo de cuatro, ejercido a través de una exquisita manipulación de la opinión pública. Esa es la tragedia íntima que al-rastra la democracia occidental.

Y esta crisis de: liderazgo sucede en una sociedad en que la praxís política se hit personalizado como nunca había ocurrido en, épocas anteriores, en que la ideología, el grupo, la organización, tenían mayor pes,o específico que, el dirigente. Nunca fueron tan. necesarios los líderes y nunca hubo tal carencia de ellos.

En este contexto puede ser comprendido el fenómeno Wojtyla. Ha sido definido por la Prensa americana como el único líder mundial. Sorprende verle rodeado de multitud de seguidores católicos y no católicos, y sorprende más aún al constatar que no les tranquiliza, que no les confirma en sus seguridades, sino que fustiga implacablemente su forma de vivir. Resion escribía en el New York Times con motivo del viaje papal a EE UU: «El Papa no ha venido al hemisferio occidental -al que llama continente de la esperanza- a felicitarnos por nuestros éxitos materiales, sino a condenarlos. La paradoja de sia visita es que ha tenido tanto éxito con la gente al mismo tiempo que ha sido tan crítico con sus formas de vida».

El es el paradigina de lo que Frankl llama líder exigente. No tranquiliza, no apacígua, sino que exige, empuja al mundo a caminar contracorriente. Traza caminos y advierte que la tarea de recorrerlos es ardua. Y, no obstarite, las multitudes le siguen. ¿No será que la sociedad está sedienta de esperanza? ¿No se habrá cansado de quienes le prometen la felicidad y el bienestar con tan exiguo esfuerzo?

Hasta tanto la sociedad civil no encuentre líderes de esta talla habrá que congelar la esperanza. No habrá manera posible de remontar el vuelo sobre el presente crítico que hemos tratado, d e abocetar en los párrafos preczdentes. Pero, ¿el problema no radicará más bien en descubrir las capacidades de liderazgo inéditas que encierra la sociedad, que están ahí, aunque no hayan salido a la luz pública? Porque a buen seguro que existen. Esa es una esperanza irrenunciable para los pueblos que quieren seguir viviendo.

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