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El resbalón

¿En la actual escalada terrorista, cuál es ese «punto sin retorno» a que se refirió Txiqui Benegas la otra noche en una conferencia en Madrid? La pregunta tiene de todo menos de ociosa y ya no está sólo en los cenáculos políticos, sino dentro del cuerpo social. La situación, dijo también Benegas, es de emergencia. Aun desdramatizando, sí se puede, por la carga emocional que estas palabras encierran, pronunciadas por un hombre cuyo coraje político y talante humano resultan ejemplares, cabe cualquier postura menos la inhibición y la indiferencia. Lo cierto es que la democracia española vive su más difícil y espesa situación desde la legalización del PCE, allá por la primavera de 1977. Hasta ahora, ETA, en sus distintas ramas, había seguido lo que algunos denominaron una estrategia de «desestabilización controlada». Esa estrategia se ha roto y la escalada de la tensión puede desembocar en una auténtica catástrofe. No hace falta pensar solamente en esos 7.000 kilogramos de Goma 2 «depositados» en algún lugar desconocido, sino en esos últimos actos de asalto a instalaciones militares que nos llevan a una ampliación de objetivos que puede ser la gota que colme el vaso o el percusor de unas reacciones en cadena de imprevisibles consecuencias. Decir esto no es hacer catastrofismo, es pura y simplemente reflexionar. La misión de la política ha de ser, después de todo, profiláctica. Entre otras cosas, porque no se pueden aplicar medicinas a un cadáver. Los remedios, pues, han de emplearse sobre el enfermo.El terrorismo no es, desde luego, el único mal de este país. Pero de hecho está corrompiendo, por muchos conceptos, la vida pública y ciudadana hasta límites de exasperación. Dado que su erradicación no parece, por el momento, ni fácil ni posible, sería bueno por lo menos hacerle frente, además de con las imprescindibles medidas policiacas y políticas, con algunas armas psicológicas que no se sabe exactamente por qué permanecen inéditas entre nosotros. La debilidad de nuestra democracia es ante todo moral. No se trata de buscar culpables ni, mucho menos, soñar con la ruptura que nunca existió y que, sin embargo, pudo existir en algunos puntos neurálgicos de la nueva democracia y que hubieran dado a ésta credibilidad y a muchos ciudadanos ilusión. Probablemente la etapa que ahora vivimos exige tirar por la borda, y guardar para tiempos más propicios, cierto tipo de nostalgias y añoranzas. Los tiempos no están para eso y sí lo están para defender lo conseguido. Que no es poco. La Constitución, por ejemplo. Y en su primera lectura, no en las posteriores o, abierta la brecha, en las que se pueden dar en el futuro.

La clase política -y para estas cuestiones cabe englobar en ella a los profesionales de la Prensa y de la información- tiene una deuda urgente que saldar: devolver al país la confianza y a las instituciones su prestigio. Aquí hemos jugado todos con excesiva frivolidad. Y eljueguecito continúa en un constante ejercicio de irresponsabilidad colectiva. El baño del desprestigio, de continuar, puede convertirse en una marea que ahogue la democracia. Confundiendo a menudo el debate y la crítica, imprescindibles, con el pim-pam-pum a todo bicho viviente (Gobierno, oposición, partidos, sindicatos, instituciones y organismos, líderes y cuadros), corremos el riesgo de hacer de este país una barraca de feria, no un lugar de convivencia y de tolerancia. Por supuesto que todo esto no deja de ser moralina. Pero es una realidad que no se puede seguir, cuando unos enemigos aprietan,y otros esperan agazapados, aunque no tanto, el punto de no retorno, por la pendiente del descrédito y la descalificación permanentes. No es fácil, ciertamente, trazar una línea divisoria suficientemente nítida entre la crítica y la demagogia desprestigiadora, pero lo que es claro es que la opinión pública ha estado sometida a un constante y sutil bombardeo respecto a la inutilidad e inoperancia de los pilares básicos de la sociedad democrática, al menos en lo referente a su aplicación práctica entre nosotros. Algo, por lo demás, ha tenido que ver en eso la ciega política gubernamental en la parcial, obsoleta y disparatada utilización de los medios de comunicación, especialmente Televisión Española, de especial trascendencia en un país con bajísimo índice de lectura de Prensa. Como se ha dicho muchas veces, entre el cambio y la imagen de ese cambio ha existido una brecha por la que se han precipitado apreciaciones tremendamente subjetivas o epidérmicas que, no obstante, han terminado cobrando carta de naturaleza. A este país se le ha hecho estar de vuelta antes de haber llegado a ninguna parte o, si se quiere, nos hemos querido comer la liebre antes de haberla cocinado. E incluso antes de haberla cazado.

De todas maneras, y al margen de lo anterior, los momentos por los que el país atraviesa, y aunque fuesen inciertos los pesimistas augurios, exigirían de la vida política un cierto esfuerzo de concentración y de rigor. No se puede actuar y comportarse como si aquí no pasase nada y todo siguiese su curso normal, aceptando los sobresaltos y los periódicos traumas como parte de esa normalidad. Durante el período de transición la clase política de uno y otro lado del abanico ideológico mostró una envidiable capacidad de acomodación, demasiada según algunos, pero que al menos sirvió para marcar el campo de juego e institucionalizar la democracia. Lo sofisticado y atípico del proceso, su conciencia de fragilidad, hizo a todos andar con pies de plomo. No se trata de valorar aquello positiva o negativamente porque eso sería resucitar la vieja polémica sobre la ruptura y el precio que se ha pagado por su inexistencia. Se trata únicamente de decir que si -con todas las contradicciones- fue posible el entendimiento para construir la democracia, resulta, cuando menos, inverosímil que seamos incapaces de entendernos para evitar su destrucción. Hay sobre esto último un ejemplo tremendamente ilustrativo: las fuerzas políticas y sociales vascas que se unen para asistir a los constantes oficios de difuntos parecen incapaces de lograr un acuerdo político sobre los vivos. Tremenda inversión de valores.

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La impresión que puede tener cualquier observador, probablemente acertada, es que la sociedad española se ha desmembrado en multitud de moléculas o de mierocosmos cuyo denominador común es la ausencia de una visión de conjunto. O, dicho en lenguaje llano, nadie quiere ver más allá de sus narices. En el tema autonómico la cosa está bastante clara y también en el seno de los partidos políticos.Y, por supuesto, también en el Gobierno. Uno se pregunta si este es el momento más adecuado, y aunque resulte legítimo, para que nazca la corriente crítica u ortodoxa (vaya apellido este últinio, por cierto) del PSOE, para que un sector de UCD inicie su «operación Quirinal» y para que el bombardeo interno a Suárez (que ha tenido hace menos de dos años más de seis millones de votos) se haga antes de un congreso que está a la vuelta de la esquina, para que Arzallus nos obsequie con sus seráficas reflexiones sobre el. federalismo nortearnericano o sobre la alternativa KAS y para que Max Canher, consejero de Cultura de la Generalidad, lleve a machamartillo su programa de catalanización hasta el final. Son sólo unos ejemplos espigados de la inmensa fronda. que la actualidad ofrece. E insisto en el respeto que algunas de estas cosas merecen. Ahora bien, la oportunidad y el momento en política son tan importantes como los objetivos. Y por encima de cualquier logro parcial debería estar la conciencia de que son estos tiempos en que peligra la vida del artista. No es lo mismo resbalar en una pradera que al borde de un abismo.

Es preciso evitar a toda costa que el resbalón se produzca porque, obviamente, nadie va a caer sobre la hierba. Sea o no verdad que las luces de emergencia están encendidas, y, desde luego, en el tema vasco lo están, sería suicida no reaccionar. Si el resbalón se produce, lo de nienos será saber quién tiene la mayor parte de la culpa. Lo importante es que nos habremos estrellado. Los demócratas, claro. Como siempre.

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