La ofensiva contra "Le Monde"
LA DECISIÓN de Alain Peyrefitte, ministro francés de Justicia, de pedir al fiscal de la República que inicie una acción penal contra Jacques Fauvet, director de Le Monde, y Philippe Boucher, editorialista de ese periódico, por la publicación de cinco artículos -el primero, de 22 de diciembre de 1977, y el último, de 7 de octubre de 1980- presuntamente incursos en el artículo 226 del Código Penal francés, mueve a una serie de reflexiones que oscilan entre el desprecio que merecen los profesionales del poder que abusan de su ejercicio y el temor que suscita la ofensiva contra las libertades, en este caso contra la libertad de expresión, a lo largo y a lo ancho de todo el escenario mundial.La obvia comprobación de que en todas partes cuecen habas sólo puede servir de consuelo, como advierte el refranero, a los estúpidos. Parece necesario, sin embargo, señalar que los ataques gubernamentales a la libertad de Prensa se recubren en todos los países de parecidas justificaciones hipócritas y de similares manipulaciones de la letra de las leyes. El presidente Giscard y el Gobierno de Raymond Barre, en especial su ministro de Justicia, tienen muchas hachas que afilar contra un órgano de Prensa que, desde el prestigio mundial que ha conquistado gracias a su admirable labor informativa y a su honesta apertura a todas las opiniones, no ha vacilado, a la hora de criticar la política del poder, de denunciar fenómenos de corrupción tan bochornosos como el asunto de los dia.mantes de Bokassa y de llamar la atención sobre la creciente y avasalladora marea de restricciones a las libertades ciudadanas y de conculcaciones de los derechos humanos que amenaza con anegar una sociedad de tan arraigadas y antiguas tradiciones democráticas como la francesa.
El tortuoso camino elegido por Alain Peyrefitte para llevar adelante su venganza ha sido recurrir a un artículo del Código Penal que castiga con una pena de hasta seis meses de prisión a quien públicamente «trate de arrojar descrédito sobre un acto o una decisión jurisdiccional» en condiciones de naturaleza tal que perjudiquen la autoridad o la independencia de la justicia. De creer al ministro francés de Justicia, cosa más bien difícil, sería «la emoción profunda» suscitada en los magistrados por los «repetidos y graves ataques» del ponderado y equilibrado Le Monde contra el poder judicial la causante de esa querella. Por si alguien pudiera albergar alguna duda sobre la intencionalidad política y la carga ideológica de una medida que cubre sus desnudas vergüenzas con ropaje jurídico, el propio Alain Peyrefitte, que ha tardado casi tres años en buscarle las vueltas penales a un artículo fechado en diciembre de 1977, se encarga de desvanecerla con un argumento que nos retrotrae en España a la época del franquismo, y en Francia, al régimen de Vichy. Pues el ministro de Justicia, con ese desenvuelto desparpajo que suelen utilizar algunos hombres públicos para barnizar con la purpurina del derecho la sucia materia del abuso del poder, no tiene el menor reparo en declarar que, al director y al editorialista ale Le Monde no se les persigue por un delito de Prensa, sino por un delito de derecho común, y en distinguir entre la crítica constructiva, permitida y deseable, y la crítica estéril y malevolente, equiparada al insulto.
Uno de los bienes culturales más importantes con que cuenta la Francia contemporánea es, precisamente, el diario Le Monde, que ha hecho infinitamente más por la difusión de los valores, franceses en el mundo que sus Gobiernos y que sus políticos. Su compromiso con las libertades y los derechos humanos -no en vano en tres artículos incriminados hay referencias al abogado Croissant, a los detenidos en la manifestación del 25 de marzo de 1979 en París y al atentado de la calle de Copérnico- y su insobornable independencia ante el Estado convierten, por lo demás, a este diario en un ejemplo a seguir por quienes creen no sólo que el poder corrompe casi siempre, como el rufianesco asunto de los diamantes de Bokassa ha puesto al descubierto, sino que su ejercicio crea tentaciones casi irresistibles de volver contra los ciudadanos las facultades que éstos han canfiado a los gobernantes, y en el improbable caso de que la supuesta presión sobre Peyrefitte de la Magistratura francesa, desmentida al menos parcialmente por el Sindicato de la Magistratura, llegara a confirmarse, no haría más que plantear de nuevo el viejo problema de saber quién custodia a los custodios y la urgente necesidad de resolver esa extraña paradoja mediante la cual una institución puede ser al tiempo juez y parte de los conflictos que directamente le atañen.
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